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Fecha: 01-Abr-23 « Anterior | Siguiente » en Intercambios

Andrea, intercambiada por sorpresa (extracto)

Abel Santos
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Andrea es asaltada por Juanjo, amigo íntimo de su marido. Se encuentra inmersa en un intercambio de parejas contra su voluntad. Intenta resistirse contra el hombre que la acosa y contra su propio deseo. Version para imprimir

Me había quedado sola entre el gentío. Hacía rato que no veía a Carlos, a Ana la había visto subir por la escalera que conducía al segundo piso y a Lucía parecía habérsela comido el lobo desde que se la presenté a Carlos.

La última conversación con Ana, antes de dirigirse a los lavabos y luego perderse por las escaleras, había sido acerca de un rumor que corría entre los asistentes a la fiesta y que me había dejado tocada. Lo que decía el cuchicheo había cambiado en mí la forma en que miraba a los hombres a mi alrededor. Sentía un recelo atroz de que se me acercaran, de que me rozaran, aunque Ana me había intentado convencer de que no hiciera caso, que aunque el rumor resultara cierto, estábamos allí para divertirnos.

Claro que, Ana, a pesar de ser mi mejor amiga, debo reconocer que es bastante… ¿cómo decirlo?, «desinhibida» en el sexo. Aunque más que la dichosa palabreja, yo lo llamaría de otra manera: Ana es una mujer bastante… «sueltecita». Y el rumor que me había comentado Ana tenía que ver justo con ese asunto: el fomento artificial del deseo de sexo entre los invitados. Según ella, las gominolas rosas contenían una sustancia que a las chicas nos ponía calientes como perras, con un ansia de follarnos a todo bicho viviente que se nos pusiera a tiro.

A los hombres, por otro lado, se decía que les habían puesto alguna otra sustancia —viagra, tal vez— en las gominolas azules, lo que generaba la tormenta perfecta: mujeres calientes y hombres con suficiente potencia como para darles «su merecido».

Todo lo anterior, unido, me hacía sentir aislada entre tanta gente que disfrutaba de la música, tomaba copas o se hablaba al oído. Y que no se preocupaban de mí, como si no existiera. Me planté en la barra y no me fui de allí hasta que conseguí otra copa. Al intentar volver a mi mesa me encontré que había sido ocupada por dos parejas que me eran desconocidas. No vi ninguna otra mesa libre y, sin mejor opción, me giré hacia la puerta del jardín y me dirigí hacia él.

No había llegado a salir, cuando una mano me retuvo por el brazo. Me volví y me encontré con Juanjo cara a cara.

—Ah, ¡hola, Juanjo! —dije con alegría no fingida—. ¿Has visto a nuestros chicos? Hace ya un rato que han escapado a mi radar.

—¡No te preocupes, los tengo localizados!

—¡Qué bien! ¿Por qué no nos juntamos los cuatro y bailamos un poco?

Estábamos gritando para oírnos sobre la música, que ahora era de esa moderna con el volumen tan alto que vuelve loco a cualquiera por encima de los dieciocho.

—¡Mejor vamos a donde están ellos, aquí hay demasiado ruido! —me dijo medio por señas—. Están en la segunda planta. ¡Sígueme!

Echó a andar hacia las escaleras y le seguí sorbiendo del coctel de mi copa, que estaba realmente bueno.

Una vez arriba, anduvimos por unos anchos pasillos enmoquetados y llegué a perder la noción de dónde me hallaba. Pasé una puerta en la que se leía un letrero de «Biblioteca» en letras doradas. Juanjo se paró en la siguiente puerta y la abrió con una llave. Después, me franqueó el paso y la cerró a mis espaldas cuando estuvimos dentro.

Se trataba de una sala grande, equipada con todo lo necesario para hacer vida completa. Como la suite de un hotel, imaginé. De hecho, había una pequeña cocina americana en el rincón de la izquierda y una cama al fondo, separada de la zona de estar por unos visillos trasparentes. La puerta del baño se apreciaba a la derecha, bastante disimulada del resto del entorno.

«¿Una cama? —me dije—. ¿Qué hacen Ana y Carlos en una sala con una cama?».

Sin embargo, tras indagar a mi alrededor, comprobé que ellos no estaban. En la habitación —ya no cabía llamarla de otra manera— nos encontrábamos únicamente Juanjo y yo. Solos… Entonces caí en el detalle de la llave. Si Carlos y Ana hubieran estado allí, ¿por qué habría de estar cerrada la puerta por fuera?

Una alarma se encendió en mi cerebro. Instintivamente me puse el bolso en el pecho y retrocedí un paso.

—¿Dónde están tu mujer y mi marido, Juanjo? ¿Por qué estaba cerrada esta habitación por fuera?

Había aprensión en mi voz y Juanjo se esforzó por intentar apagarla.

—Venga, Andrea, no te pongas nerviosa… Si estaba cerrada es porque ellos no han llegado aún. Vamos a tomar algo mientras vienen y ponemos algo de música mejor que la de ahí abajo. ¿Te apetece una copa, pero de verdad? Aquí hay de todo: Ron, Ginebra, Whiskey… y Baileys, ¿a ti te gustaba el Baileys, me equivoco? Ahora te pongo un vaso con hielo picado hasta el borde, verás que relajante.

No me moví ni un milímetro de mi sitio ni de mi postura.

—Juanjo… —le conminé—. Dime donde están Ana y Carlos o salgo ahora mismo por esa puerta.

—Bueno, chica, qué intensa te has puesto… —dijo sirviendo dos copas—. Luego sorbió de una de ellas y me entregó la otra.

Me negué a cogerla, pero él me soltó suavemente una de las manos que apretaban el bolso y me puso el vaso entre los dedos.

—Venga, bebe un buen trago, verás que te sienta bien después de tanta mierda que nos han servido esta noche… ¡Que ya les vale con lo que cobran!

Miré la copa con desdén. Juanjo me conminaba a beber y, reacción natural, mi mente se negaba a hacerlo. Sin embargo, el olor del licor llegaba a mis fosas nasales y supe que lo necesitaba. Mis nervios se habían puesto a flor de piel y quizá era por nada, por una broma de mi marido y mis amigos. Me estaba jugando el quedar como una histérica y luego tendría que aguantarles a los tres haciendo bromas sobre mí.

Así que bebí. Me eché la cabeza hacia atrás y apuré más de medio vaso de un trago.

—¿Ves que bien? —dijo Juanjo—. ¿A que ahora te sientes mejor? Trae, que te sirvo más.

Mientras le veía trastear con el alcohol, no podía quitarme de la cabeza que su mirada no era normal, que era lasciva como nunca se la había visto. Por otro lado, yo sentía algo en mi interior que me estaba inquietando terriblemente. ¿Tendría que ver ese sentimiento con lo que nos habían puesto en las gominolas?

En concreto, notaba que mi calor corporal había aumentado. Mi vagina emitía fuego y su humedad interior se había multiplicado. Esto, unido a una sensación de sensibilidad nunca vista en mi entrepierna, me sugería que era víctima de lo que vulgarmente se llama «un calentón». Y no me parecía un calentón normal, de esos había tenido bastantes. Ya no era una niña, sino una mujer en la treintena. Y aquella sensación de calentura coincidía con la experiencia que había tenido unos minutos atrás, cuando esperaba a que apareciera alguno de mis amigos en el gran salón.

Había acudido al lavabo y orinado en uno de los cubículos. Al terminar, había acercado el papel higiénico a mi vulva para limpiarme y, al tocarme, un latigazo de placer me había cruzado el bajo vientre. Había tenido que luchar contra unas terribles ganas de masturbarme. Si no hubiera huido a la carrera, tal vez lo habría hecho.

Y ahora estaba allí con Juanjo, un conocido y amigo que empezaba a no parecerme tan conocido, ni tan amigo. Y mi entrepierna casi goteaba, aunque no fuera por él. ¿Tendría que cuidarme de Juanjo o de mí misma? ¿Sería todo una broma? Opté por mantenerme inmóvil, incluso cuando Juanjo me puso la segunda copa entre los dedos. Esta vez ni la probé.

—Juanjo, si esto es una broma —dije enfadada—, es una broma de muy mal gusto. Dile a los chicos que salgan de su escondite y vamos a reírnos los cuatro, ¿vale?

—Mira, Andrea… —replicó, cauto—. Hay varias cosas que debo decirte. La primera es que no se trata de una broma. La segunda es que estás en lo cierto, ni Ana ni Carlos van a venir.

—¿Entonces, qué hacemos aquí? —dije, temiendo la respuesta.

—Andrea, confía en mí —susurró, y consiguió lo contrario de lo que pretendía, porque había dicho justo la frase que es la señal para detectar a la persona en la que no debes confiar, al menos en las películas.

—Creo que voy a irme —amenacé.

—Espera, espera… mujer… —me tomó del brazo e intentó quitarme el bolso, que a esas alturas lo tenía soldado a la mano en la que no descansaba la copa—. ¿Por qué no nos sentamos en ese sofá y lo hablamos tranquilamente… como amigos? Justamente lo que tengo que decirte es un mensaje de nuestros queridos consortes.

Intentaba poner guasa en sus frases, pero yo no les veía la gracia.

Tras varios tirones, consiguió arrancarme el bolso de las manos y lo intentó dejar con torpeza en el borde de la mesita junto al sofá de tres plazas que presidía la zona de living, cayendo al suelo al final. Intenté recogerlo, pero él no me dejó, empujándome con suavidad hacia el sofá. Me senté con cuidado de que mi ropa no dejara ni un centímetro de piel a la vista. Crucé, además, las piernas y los brazos para poner a salvo mis zonas de «riesgo». Era la postura de defensa que nos habían enseñado en el colegio de monjas donde estudié de niña.

Juanjo dejó su copa en la mesa y se sentó a mi lado. Estaba demasiado cerca para mi gusto. Nuestras piernas se rozaban. La sensación era extraña; me repelía, pero a la vez me hacía licuar gotas de flujo entre las piernas. Era todo tan contradictorio. ¿Qué me estaba sucediendo?

—Verás —empezó su relato tras sentarnos—. Hemos estado hablando los tres y hemos pensado…

—¿Los tres? —refunfuñé—. ¿Habéis estado hablando a mis espaldas?

—Que no, mujer… Lo que pasa es que no te hemos encontrado y no te hemos podido contar...

Acepté su explicación, de momento, y le dejé seguir.

—Te decía que, aprovechando que estamos en esta fiesta, hemos pensado jugar a ese juego diferente, ese al que nunca hemos jugado… y que parece que a todos nos apetecía… —mientras hablaba, su mano izquierda, con la que hasta ahora gesticulaba, se había posado sobre una de mis rodillas y se había deslizado hacia arriba, levantando la falda que en la actual postura dejaba parte del muslo a la vista— Un juego inocente que…

Descrucé las piernas y de un salto me alejé de él sobre el sofá. Un sexto sentido me decía que me levantara y saliera corriendo. Pero había algo, no sabía qué, que me impelía a mantenerme allí, aspirando aquel olor a hombre, diferente al de Carlos, pero muy masculino. Demasiado, quizá.

El gesto fue un error como comprobé enseguida. En la nueva postura, el cojín del sofá se había hundido y se me hacía imposible cruzar las piernas. Juanjo no perdió la ocasión y, acercándose más, de un impulso metió la mano bajo mi falda y la posó en el interior del muslo, casi rozando la entrepierna.

Un escalofrío me recorrió por entero, poniéndome la piel de gallina. Juanjo tenía que haberlo notado, ahora su mano se movía suavemente sobre mi piel y tenía que estar tocando los puntitos hinchados.

—Para… Juanjo… para… —dije sujetándole la mano. Pero mi queja había sido muy leve, y Juanjo se envalentonó.

—Pero, Andrea, deja que termine lo que te estaba contando, por favor…

—Vale… hagamos un trato… —dije sintiéndome frágil y demasiado expuesta—. Tu dejas la mano quieta y yo te escucho.

—¡Hecho! —dijo él—. Y apretó mi muslo, esta vez sin mover la mano hacia arriba.

Mi vagina ya era una auténtica fuente en ese momento. Notaba las bragas mojadas y me quería morir. Si Juanjo subía algo más la mano, me iba a dar un ataque de vergüenza.

—Te decía lo del juego… —siguió él—. Se trata de algo sencillo. Verás… Nosotros cuatro somos amigos, ¿no?

Apretaba y aflojaba mi muslo mientras hablaba. Se estaba comportando como un cabrón y tenía ganas de decírselo, pero las palabras no me salían. Y seguí inmóvil, sujetándole la mano contra la pierna, prefiriendo esto a que la subiera y la introdujera entre mis ingles.

—Sí, eso creo… —titubeé.

—Pues, entre amigos, todos nos queremos, aunque de una forma especial.

Con la mano libre retiró mi melena hacia la espalda y con los dedos acariciaba mi cuello, que se estremecía sin querer hacerlo.

—Deja mi cuello, Juanjo, por… por favor…

—Vale, vale, ya lo dejo… —decía, pero no lo dejaba—. Me acariciaba ahora el lóbulo de la oreja, una de mis zonas más sensibles, y mis estremecimientos tenían que estar llegándole en directo. El muy hijo de puta…

—Te decía… —hablaba y me acariciaba el cuello y me apretaba el muslo, todo a la vez— que los cuatro nos queremos mucho… Y, hablando de eso, resulta que Carlos nos ha confesado que una de sus fantasías es follar con Ana.

Sus palabras me provocaron un escalofrío en el bajo vientre que me hizo bajar la guardia. Juanjo aprovechó mi descuido para meter su mano hasta la ingle y apropiarse de mi vulva por encima de las bragas.

—Joder… Juanjo, no… para…

—¿Por qué, cariño? —me decía en un susurro—. Si estoy viendo que te gusta lo que te hago.

—Saca la mano de ahí… por dios… para… para...

Y no paraba. Y con un dedo subía y bajaba a lo largo de mi hendidura, y a mí me estaba matando de gusto, al mismo tiempo que la sensación de rechazo me impulsaba a empujar su brazo hacia fuera, sin éxito.

—Has oído bien —decía mientras sobaba mi vulva con un éxito que le hacía sonreír. Porque el muy cerdo, al ver que me contraía con cada estremecimiento se iba creciendo y se atrevía a dar un paso más—. No te fastidia, Carlos va y dice que le apetecería acostarse con Ana. ¿Qué te parece?

—Te juro que si paras… podemos hablarlo como amigos… pero no me toques más, Juanjo… por dios…

—Tu tranquila, cariño, y si ves que te vas a correr, díselo a papá Juanjo que yo te ayudo para que seas feliz —decía el hijo de puta y no retrocedía ni un milímetro su asedio.

Conseguí un ligero cruce de piernas, lo suficiente para evitar lo que intentaba en ese momento: retirar la tela de mi braga e introducirme un dedo, tal vez más de uno, en el coño. Me sentí mejor, había conseguido una victoria en aquella guerra, aunque fuera exigua. Él, por su parte, no cejaba en su empeño de penetrarme a toda costa, inasequible al desaliento.

—Estás super mojada, Andrea. Debes tener una calentura de mil demonios —susurraba con la boca en mi oído, donde de vez en cuando introducía su lengua, matándome de gusto—¿Por qué no me dejas que te la alivie?

—Vete a la mierda… cerdo… ya verás cuando se lo diga a Carlos… aaah… —gemí ante su ataque masivo a mi oreja y el rió bajito.

—Cariño… —continuó— Carlos no va a hacer nada… ¿Y sabes por qué?

—¿Por… qué? —conseguí preguntar con esfuerzo.

—Poque él en este momento se está follando a tu amiga Ana.

—¡Eso es… mentira! —protesté.

—Es verdad —se mantuvo en sus trece—. Y es que no me has dejado terminar de contarte la historia.

Había cambiado de estrategia y, ahora, sin dejar de manipularme el clítoris y la vulva, provocándome espasmos intermitentes por el manoseo, con la otra mano levantó mi falda por detrás y empezó a sobarme el culo.

—Carlos va y dice que se quiere tirar a Ana —repitió—. Y voy yo y le digo a Ana: oye, Ana, ¿tú quieres que te folle Carlos?

—¡Mientes, cerdo!

—No miento, cariño —replicó—. ¿Pero por qué no te relajas y te corres? Te prometo que si te dejas, luego te sentirás mejor. En la misma gloría…

—¿Y qué repuso Ana? —pregunté sin querer oír la respuesta.

—Pues qué va a responder… Pues que sí… que encantada… la muy puta… ¿Qué te parece?

—Me parece todo una trola que te has inventado, cerdo…

Había metido la mano por debajo de las bragas y me sobaba el culo apretando las nalgas con rudeza, pero sin hacerme daño. Joder, aquel manoseo me estaba volviendo loca…

—¿Te gusta que te la metan por el culo, Andrea?

—¿Q-qué…? —respondí.

—Me refiero a esto…

Sin más palabras, sacó la mano de mi espalda, se escupió sobre los dedos y la volvió a meter bajo las bragas. Luego, con gran habilidad, me separó las nalgas y me introdujo un dedo por el ano.

Las nalgas se me contrajeron en un calambre de dolor y gozo a la vez y desatendí el frontal. Craso error. Juanjo, siempre al acecho,  aprovechó la ocasión y, separándome la tela de las bragas, me introdujo dos dedos en el coño, comenzando a moverlos adentro y afuera.

El asco que sentía por aquel tío en ese momento competía con el placer que me estaba proporcionando. Y no lo entendía. Y me quería morir de la vergüenza. Y no sabía cómo iba a mirar a mis amigos y a mi marido, el grupo de los cuatro, a partir de ese día. Y me preocupaba lo que pensara Ana de mí. Y me estremecía de nuevo. Y estaba a punto de correrme. Y quería pensar en Carlos. Pero no podía pensar en otra cosa que concentrarme en aquel orgasmo que subía por mis piernas. Y tenía que evitarlo. Y no tenía fuerzas para hacerlo. Porque no quería y a la vez sí que quería aquello. Y si me abandonaba iba a gozar de lo lindo, me susurraba al oído. Y sabía que tenía razón. Y ya me rendía. Y ya abría las piernas abandonada a sus dedos. Y mi clítoris estaba a punto de reventar…

Súbitamente, di un salto del que no me creía capaz y me escabullí de entre sus manos. Caí al suelo, a los pies del sofá, pero me levanté rápido y me lancé hacia la pared, chocando la espalda contra una estantería llena de libros. Metí las manos bajo la falda, me recompuse las bragas y luego me quedé allí, inmóvil, las manos enlazadas delante de mí pubis, en silencio. La respiración me quemaba. El orgasmo había pasado de largo, pero las piernas aún me temblaban.

Había perdido los zapatos en la huida.

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Me acurruqué sobre mí misma, cruzando los brazos sobre el pecho, aunque los bajaba y subía de forma alterna, intentando proteger las zonas de riesgo, el pecho y la entrepierna.

No había nada que proteger de momento, sin embargo, ya que Juanjo no se había movido de su posición en el sofá. Se había cruzado de piernas y me miraba mientras sorbía de su copa.

—En resumen —decía tras un largo mutismo—. Que entre los tres acordamos hacer un intercambio de parejas. No te dijimos nada, en realidad, porque Carlos aseguraba que tú te ibas a oponer y eso le implicaría a él perder la oportunidad de meterle la polla hasta los cojones a Ana, cosa con la que confesó haber soñado desde el instituto.

—Mentiroso… cerdo… —replicaba yo, bajito.

—Pero yo me tiré a la piscina y doblé la apuesta —se rascó la coronilla—. Ellos se iban a follar sin sorpresas ya que ambos lo deseaban, es decir, polvo seguro, y yo me arriesgaba a intentarlo contigo, aunque podía conseguirlo… o no. De modo que tenía que esforzarme en despertar tu libido, un poco dormida, por cierto. Parece que Carlos no te la trabaja demasiado, que digamos.

—¿A eso llamas despertar mi libido? ¿A tocarme en contra de mi voluntad? ¿A hacerme morir de asco y de repugnancia. ¿Tú te consideras un amigo? —le espeté.

—¡En contra de tu voluntad, una mierda, Andrea! —gruñó—. Tú quieres lo mismo que yo, aunque no te atreves a confesarlo porque eres una estrecha y una…

—¿¡Una qué!? —grité sin levantar la voz. Por nada del mundo quería que alguien entrase en la habitación y nos sorprendiese en aquel estado—. ¿Una calientapollas? ¿Me estás llamando calientapollas?

—Yo no lo he dicho…

—¡Sí que lo has dicho!

Calló un segundo, lo pensó y volvió a hablar.

—Dime, Andrea. ¿Acaso te he hecho algún daño? ¿Te he pegado? ¿Te he maltratado? ¡Dilo!

—¡N-no…! —respondí, muy a mi pesar.

—Evidente que no. Me he limitado a acariciarte donde sé que te da gusto. Y tú decías con la boca que parase, pero tu cuerpo decía que no lo hiciera. Si te hubiera forzado, ¿habrías llegado al orgasmo como lo has hecho?

—No mientas, no he llegado al orgasmo.

—Porque no te has atrevido… Solo por eso.

Bajé la mirada, muerta de vergüenza. Porque sabía que tenía razón. Yo quería aquello que él me hacía, lo que pasaba es que no podía admitirlo. Aunque, de haber sabido lo del intercambio de parejas, tal vez lo habría encarado de otra manera, como un juego de risas, entre amigos, quién sabe. Pero a él eso no le hubiera llenado. Tenía que conseguir dominarme, hacer que mi lujuria le pidiera caricias, que le gritara que me comiera el coño, que le rogara que me follara como a una perra. No le bastaba que consintiera, el muy hijo de puta tenía que conseguirlo contra mi voluntad. El placer de la caza. La humillación total.

—Mira, ahí tienes la puerta… —dijo al cabo—. No te voy a impedir que salgas por ella. Si eso es lo que quieres, puedes irte cuando te apetezca.

Juanjo se levantó del sofá y se dirigió al mueble bar. Rellenó su copa y la mía, y volvió a cargarlas de hielo. La puerta estaba franca, él tenía razón, si no me marchaba era porque no quería hacerlo.

Y yo no me movía de mi sitio, apoyada en la estantería. Deseaba irme de allí, en condiciones normales lo habría hecho hacía tiempo. Pero en ese momento, en esas circunstancias, no conseguía que mis piernas me obedecieran. Y odié a Carlos, y odié a Ana, por haberme intercambiado como mercancía… Aunque volvía a pensar en ello y me daba cuenta de que estaba cayendo en las mentiras de Juanjo. Que todo debían de ser invenciones suyas. Maldito fuera el marido de mi mejor amiga. Cuando aquella pesadilla terminase lo hablaría con Ana, antes incluso que con Carlos. Tenía que estar segura de qué había pasado. De cómo habíamos llegado a esta situación.

Cuando las bebidas estuvieron preparadas, Juanjo se acercó a mí y me entregó la mía. Se quedó plantado allí, de pie, bebiendo y mirándome, sin pestañear.

Yo bebí el licor dulce de mi copa y sentí que mis pulsaciones se reducían. Volvía la falsa calma que da el alcohol.

Cuando menos me lo esperaba, Juanjo alargó la mano y me quitó la copa. Luego dejó ambas sobre una mesita y, por fin, se acercó hacia mí.

Estábamos muy cerca. Podía oler el alcohol de su aliento. Bajé aún más la cabeza y me arrugué hasta casi desaparecer. Juanjo no era mucho más alto que yo, pero al estar descalza, desde su altura me dominaba sin dificultad.

Esperaba su nuevo ataque y este llegó enseguida. Me tomó de la cara y retiró mi melena hacia la espalda. Luego apoyó sus labios en mi cabeza, sobre el pelo, y me atrajo hacia él. Estuvo un largo tiempo aspirando el aroma de mi cabello, con frecuentes comentarios acerca de él.

—Cómo me gustas, Andrea… —dijo de sopetón—. Ana es más bella y todo eso, pero tú exudas sensualidad. Amarte a ti, besar tu vulva, abrir tus entrañas y penetrarlas despacio, con delicadeza, debe ser el mayor placer que nadie haya sentido jamás.

—Cobarde… —murmuré, pero él hizo caso omiso.

Me levantó la cabeza y acarició mis labios con sus dedos. Luego me introdujo un pulgar en la boca y me pidió que lo chupara, y que lo hiciera mirándole a los ojos. Al principio, accedí a sus peticiones, sumisa. Lo lamí con gesto lascivo, mientras lo miraba. Pero su sonrisa de triunfo me enfureció. Lo mordí sin piedad y con expresión de odio. Él lanzó un gemido de dolor.

Pensé que me iba a cruzar la cara y cerré los ojos. Muy al contrario, acercó su boca contra la mía y comenzó a lamerme los labios. Usaba su lengua viscosa y con sabor a alcohol, una lengua repugnante que me producía una gigantesca sensación de asco. Pero no se la aparté, sino que se la atrapé entre mis labios y me la introduje en la boca. La saboreé con el asco y el morbo que el simple hecho de atreverme a hacer aquello me producía.

No sentía placer por chupar su lengua húmeda y dejarla moverse dentro de mi boca. El placer que sentía era por atreverme a hacerlo, por ser consciente de que lo hacía porque quería, que no estaba obligada a ello. Que en cuanto quisiera podría pararlo, simplemente mordiendo su lengua hasta hacerla sangrar, como había hecho con su dedo.

Su siguiente movimiento no se hizo esperar. Mientras me besaba, tomó una de mis manos y la llevó hacia su pantalón. Intenté resistirme, pero era muy fuerte y la rebeldía no me sirvió de nada. Cerró mis dedos alrededor de su pene y los dejó allí, a la espera de que yo tomara una decisión: mover la mano para masturbarle o retirarla.

Sin entender por qué, opté por lo primero. Empecé a mover el tronco de su pene de la mejor manera que podía y él lanzó un «ufff» de placer, que yo interpreté como de nuevo triunfo. En ningún momento había dejado de comerme la boca.

Con la mano libre, empezó a sobarme las tetas.

—Joder, Andrea… —dijo excitado—. Tienes unas tetas que me matan… Si fueran mías las disfrutaría a diario. Me vuelvo loco solo de imaginar meter mi polla entre ellas y escupir mi leche por tu cara.

Sentí una arcada subir por mi vientre, aunque pude contenerla, y él siguió con su juego.

Primero me tocaba sobre la ropa. Cuando se cansó de que la tela estuviese de por medio, intentó meter la mano dentro del escote. Me visualicé a mí misma con el vestido rasgado por la furia de un semental salido y no me gustó la idea. Apreté sus huevos sin piedad y Juanjo dio un respingo.

—Si no sacas esa mano de mi escote, esta noche habrá un eunuco más en el mundo —le dije con rabia y le escupí a la cara toda la saliva que me había introducido mientras me besaba.

—Vale, de acuerdo, tranquila… —aceptó, limpiándose la cara con el antebrazo.

Pero no se arredraba. Introducía sus manos por debajo de mi falda y me agarraba las nalgas con ansiedad, apretándolas hasta casi causarme dolor. Y yo gemía sin poderlo evitar. Un «aaah» surgía de mi garganta como por inercia, y eso le encendía con un espasmo de placer. Y se lo notaba por el cabeceo de su miembro en mi mano. Y me empujaba de las nalgas para que mi pelvis rozara contra su entrepierna. Y podía sentir en mi vientre la erección que hacía un minuto tenía en la mano. Y él la rozaba contra mí y ronroneaba.

—Para ya… Juanjo… por Ana… por Carlos… por mí… para ya…

—Dime que no te gusta y me detendré —me desafiaba. Y yo quería decirlo, pero no me salían las palabras.

Antes de que me diera cuenta, se había bajado el pantalón lo suficiente para que su erección quedase liberada. Y aquella polla en su total plenitud era muy grande. Y, no sé por qué, pero la comparé con la de Carlos. Y no había razón, pero me vino la imagen del pene de mi marido, lo mismo que el nombre con el que Ana se refería al miembro de Juanjo: «el pollón». Y ahora ya sabía por qué.

Y me retiré hacia atrás porque no quería que me tocara con él. Y Juanjo me atraía hacia sí tirando de mis nalgas. Y no pude evitar que su carne me tocara. Y no pude impedir que Juanjo la rozara contra mi vestido y que dejara su aroma y su sustancia impregnando la tela. Y sentía de nuevo asco, un asco inmenso. Y el estremecimiento que brotaba de mi vulva y amenazaba con subir hacia arriba enmascaraba el asco que sentía y lo convertía en deseo. Y deseaba y me repugnaba aquella enorme polla, ambas cosas a la vez.

Y, una vez más, Juanjo tomaba mi mano derecha y cerraba mis dedos alrededor de su miembro. Y esta vez no esperaba a ver mi reacción. Y empezaba a pajearse sujetando mi mano con la manaza fuerte de la que solía presumir. Y empezaba a dar suspiros de placer mientras me obligaba a masturbarle, «humm», «ufff», e intentaba volver a comerme la boca. Y esta vez no fui complaciente. Le mordí los labios con saña y estos comenzaron a sangrar.

Se limpió la sangre con el dorso de la mano y me ignoró. Tenía mucho trabajo en su entrepierna, como para preocuparse de la parte superior.

Y en un movimiento sorpresivo, que no sabría explicar, Juanjo se acuclillaba a mi lado con las manos debajo de la falda. Y hacía un ejercicio de prestidigitador y, sin gran esfuerzo, se levantaba con mis bragas en sus manos. Y me quedaba totalmente anonadada. Y no podía adivinar como había hecho aquello porque yo apenas lo había notado. Y él solo necesitaba un encogimiento de mis rodillas forzado por sus manazas y mi vulva quedaba expuesta a su indecencia.

En los siguientes segundos, Juanjo aspiró el aroma de mi humedad en las bragas, las lamió con deleite y me daba a mí a probar de aquel festín, haciéndome volver la cara por el asco. Y mi mano en su pene, sin que ya estuviera presa de la suya, seguía masturbándolo. Y mi cerebro se negaba a seguir con aquella tortura, pero mi mano no obedecía. Y le sobaba los huevos, y le apretaba el tronco y luego bajaba y subía la piel con ansiedad. Y estaba pajeando una polla detestable y no podía evitarlo. Y no obtenía placer con ello, pero los gemidos quedos que él emitía en mi oído actuaban como un resorte en alguna parte de mi cerebro que me impedía dejar de hacerlo.

Tendría que haber adivinado su siguiente movimiento, porque no era la primera vez que lo hacía. Juanjo metió su mano derecha bajo la falda y atrapó mi coño, introduciendo varios dedos en la vagina sin esfuerzo. Mi humedad era ya más un chorreo que otra cosa y estaba preparada para dar acceso a su miembro a un lugar de mi cuerpo donde mi mente no quería que entrara aquel bastardo.

Y quería empujarle, pero su fuerza se imponía de nuevo. Y el temblor de mis piernas me anunciaba que el cercano orgasmo ya había empezado. Y temía que esta vez no habría vuelta atrás. Y se me doblaban las rodillas y el me sujetaba. Y apoyaba la cabeza en su hombro porque me veía desfallecer. Y con la mano izquierda le rodeaba la cintura y con la derecha, sin que pudiera entenderlo, seguía pajeando su enorme polla sin que él me forzara a hacerlo.

—No… Juanjo… para… por dios… para… —repetía yo.

—Andrea, sabes que no voy a parar… —replicaba él—. No voy a parar porque tú no quieres que lo haga. Tú sabes lo que quieres y lo que quieres es lo que todas: correrte como una perra, estallar en un orgasmo que te haga perder la cabeza, que te revienten el coño con una polla grande y dura, que te llenen la cara de semen y la boca de besos. Tú quieres que te dé placer y yo he prometido a Ana y a Carlos que te lo iba a dar.

Guardé silencio y el volvió a hablar en aquel estilo prepotente que hasta ahora no le había conocido.

—Andrea, voy a follarte… Y voy a follarte tanto que vas a gritar de gusto… No te resistas, es lo mejor…

 —Cabrón…. Carlos te va a matar…

Rió bajito.

—A quien va a matar Carlos es a tu amiga Ana, pero a polvos… el muy hijo de puta.

Una luz se encendió en mi cerebro.

—¿Una venganza…? —dije separando la cabeza de su hombro y mirándole a los ojos?—. ¿Todo esto no es más que una venganza…? ¿Qué ha pasado? No hay acuerdo de intercambio ni gilipolleces, ¿verdad? Tú simplemente los has pillado follando como locos, ¿no es eso? Poniéndote unos cuernos como una catedral… El bueno de Carlos, el tonto, el que se llevaba la peor parte con las chicas cuando salíais a cazar en vuestra juventud. Ese tontaina se ha follado a tu querida Ana, a tu intocable y santa esposa, y eso te ha jodido como nada en el mundo, ¿no es así? Y por eso has decidido vengarte… conmigo…

—¿Y si fuera así, qué? —dejó caer sin desmentirlo—. ¿Y tú? ¿No tendrías tú ganas de vengarte?

Pero miró hacia su izquierda mientras lo decía y supe que mentía… de nuevo… A saber cuál era la verdad tras aquella emboscada… Y estaba deseando que aquello se terminara para ir a aclararlo con Ana, primero, y con Carlos, después.

Pero, si era así, ¿por qué no acababa yo con ello de una vez? Sabía que podía hacerlo sin dificultad. Estaba en mi mano. Lo único que tenía que hacer era actuar como mujer que soy y manipularle como al estúpido hombre que era él.

Simplemente tendría que tumbarme en el sofá, abrir las piernas y dejar que se desfogase, su polla entrando y saliendo de mi coño. Gritaría de placer, le diría que lo estaba pasando en grande, que era el mejor follador que había tenido entre las piernas… Ese tipo de cosas que los hombres quieren oír… Y que las mujeres decimos para que se vacíen lo antes posible. Porque, una vez vaciados, ya no son peligrosos.

Solo eso, una rendición y en dos minutos sería libre… ¿Por qué mi cerebro no quería admitirlo? ¿Por qué se negaba a dejarme escapar de aquella humillación?

Juanjo no dejaba de manipular mi coño, al tiempo que yo le masturbaba con la vigilancia de su mano sobre la mía esta vez. Y yo tenía que apoyar de nuevo mi cabeza en su hombro porque las piernas no me sostenían. Y el temblor en mis rodillas iba en aumento y amenazaba con derrumbarme sobre la moqueta.

Y el orgasmo empezaba a subir por mis piernas, tal y como lo había hecho cuando estábamos en el sofá. Y ya llegaba a mis rodillas. Y subía por mis muslos y se quedaba allí unos segundos dibujando corazones. Y una pierna me temblaba tanto que creí que iba a derrumbarme, a pesar de mi sujeción a su cadera con la mano libre. Y tenía que apoyarme en la otra, descargando todo mi peso sobre ella.

Pero tenía que evitar que el orgasmo llegara.

Porque, si el orgasmo llegaba, los gemidos llegarían a mi garganta. Y los gritos empezarían a salir de ella. Y yo no quería eso. No quería que todo el mundo en la casona oyera como me corría. No quería que escucharan mis insultos cuando mi vulva reventara en placer. Y no quería tener que llamarle cabrón… cerdo… hijo de puta… Y no quería pedirle que no parara. Y no quería rogarle que sus dedos siguieran entrando y saliendo de mi coño, empapándose del río en que se había convertido mi flujo. Y no quería si paraba volver a llamarle cabrón. Y no quería tener que decirle: no pares… hijo de puta…

No, no podía dejarme llevar por aquel orgasmo. Tenía que detenerlo como fuera.

Juanjo me metió mis bragas empapadas en la boca y con ello ahogó mis primeros gritos. Yo iba a rendirme, era imposible resistir más.

Pero antes de hacerlo, me dejé caer de rodillas.

—¡Hija de…! —blasfemó Juanjo—. ¿Por qué coño te niegas a correrte? No ves que estás sufriendo como una…

—¿Cómo una puta…? —terminé la frase por él.

—Yo no te he llamado puta —protestó—. Te aprecio y te respeto demasiado como para hacerlo.

—¿Respeto, tú? —repliqué asqueada—. Tu eres un cerdo y no sabes lo que significa esa palabra…

Nos quedamos en silencio, pero el inciso solo duró un segundo. Juanjo estaba tan a punto de correrse como yo misma, y yo me había situado sin querer de rodillas a sus pies, de tal forma que su pene me rozaba la cara, las mejillas, los labios…

Juanjo me tomó de la barbilla para acercarme la polla a la boca. Quería correrse dentro de mí y, si no podía hacerlo por un orificio, lo iba a intentar por otro, le bastaba cualquiera de ellos.

Le aparté la manaza de un manotazo.

—Quita… —le dije.

Luego tomé su polla entre mis manos y la apunté hacia mi boca. Abrí los labios, provocadora, y le miré a los ojos. Toda su cara era una súplica.

—Venga, Andrea… por dios… métetela en la boca.

Y yo obedecí.

La introduje entre mis labios, pero no la dejé entrar del todo. Sus ojos se abrieron con terror cuando supo lo que iba a ocurrir. Apreté los dientes con saña y el dolor le hizo dar un salto hacia atrás, cayendo al suelo de espaldas. Chillaba como un cerdo. Me acerqué a él y le metí mis bragas en la boca. No era tan malo que saboreara de su propia medicina.

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Cuando volvió del baño —había ido a limpiarse la sangre de la herida causada por mi mordisco— Juanjo se sorprendió al encontrarme allí, en calma, sentada en un sillón y hojeando un libro sobre grandes reyes y esas historias épicas que a mí me habían interesado en el pasado, antes de descubrir que los príncipes azules no existen.

—¿Qué haces aquí? —preguntó con sorpresa—. ¿No has tenido bastante? ¡Pedazo de calientapollas!

—¿Y tú? —respondí—. ¿Has tenido ya bastante, tú? Y no te mires tanto la polla, querido, he tenido el detalle de no morderte el glande, lo que podría haberte dejado el miembro inútil para toda tu vida. Deberías agradecerme que haya mordido solo el pellejo. En realidad lo he hecho por Ana, me ha comentado que le gustaría tener hijos.

Reí y él puso cara de odio.

—¿Me pones otra copa? —le dije mientras movía una pierna cruzada sobre la otra. Quería que viera que ya no le tenía miedo. Y quería que viera que ya no estaba descalza. Mis bragas, sin embargo, descansaban sobre la mesa. Algo más allá, sobre la moqueta, descubrí el bolso. Tuve ganas de ir a recogerlo, pero sentí pereza. Me sentía tan bien en ese momento…

Bebí de la copa que él me sirvió. Ahora el licor me sabía a gloria, a victoria. Mi coño, sin embargo, latía compulsivo, no solo no había superado mi calentura, sino que crecía a medida que pasaba el tiempo. Las puñeteras gominolas, supuse con enfado.

Me levanté y me dirigí al estéreo. Seleccioné un CD y lo introduje en el aparato. La música de violín llenó la estancia con sonidos agudos y hermosos.

Juanjo se me acercó por detrás. Olí su perfume antes de notar su aliento sobre mi pelo.

—¿Qué te crees que haces, Juanjo?

—No te has ido, zorra… —respondió—. Será por algo…

Le repliqué sin volverme.

—Me he quedado para ver si te recuperabas del mordisco o si tenía que llamar a urgencias. Y lo he hecho por Ana, que lo sepas, por ti no movería un dedo, imbécil.

Sin previo aviso, me rodeó con un brazo y con el otro me asió del mío. Su polla rozaba mi trasero, se hundía poderosa entre mis nalgas. Y empezó a tirar de mí hacia el sofá.

¡Joder!, ¿qué había hecho? Me cabreé conmigo misma, había calculado mal. Me había creído vencedora de aquella estúpida guerra de egos y le había subestimado. Si me había quedado allí era porque creía que Juanjo se marcharía con la cabeza baja. Quería que saliera por la puerta, verle humillado, saberse vencido por la «sosita» de Andrea. Porque sabía que mis amigos me llamaban así a mis espaldas y eso me hacía sentirme apocada. Pero unos minutos atrás había creído que eso cambiaría para siempre, al menos para aquel cerdo.

También había soñado, una vez que Juanjo se fuera de la suite, con poner música suave, servirme una copa rebosante de Baileys, y masturbarme a mis anchas sobre aquel sofá de cuero, que olía a placer y a sexo, aunque en nuestro caso se tratara de sexo inconcluso. Quería reventar con un orgasmo a solas, sin tener que pensar en nadie más, tan solo en darme placer, el mayor posible, a mí misma.

Pero el perro de Juanjo no se había marchado. Había malinterpretado mis señales. Creyó que quería guerra, que «seguía» queriéndola, en realidad. Porque él pretendía que yo quería aquello a lo que me negaba, no admitía que su sola presencia me daba asco. Se agarraba a esa sensación de fuerza del que doblega al débil, sintiendo que el débil es feliz de rendirse ante él.

—Ven, acompáñame —dijo Juanjo en mi oído, lamiéndolo de nuevo.

Los escalofríos volvieron a mi cuerpo. Y me entró un pánico infinito. Porque si él seguía empeñándose en forzar mis defensas, con la necesidad física que sentía desde hacía casi una hora, al final podría conseguirlo. Y ya no era que lo consiguiera lo que más me preocupaba, sino la humillación de habérselo dado. El deshonor de que saliera de aquella habitación silbando y presumiendo de haberme horadado no solo los orificios, sino también la voluntad.

Me quedé rígida, negándome a moverme, resistiendo su fuerza. Pero Juanjo era perro de gimnasio. Yo no era enemiga para un hombre poderoso como él. Tal vez con el cerebro podía vencerle, pero no con las leyes de la física.

Al notar mi resistencia, Juanjo me levantó y me llevó en brazos hacia el sofá. Me depositó sobre él y me colocó de rodillas, dándole la espalda. Luego me quitó los zapatos y los arrojó contra el equipo de música, que se quedó mudo. Oí el sonido de la cremallera de su pantalón y empecé a temblar. Se encontraba detrás de mí, yo estaba a cuatro patas, a su merced, y mis bragas estaban sobre la mesa. No me había sentido tan expuesta en mi vida.

Un relámpago de terror me cruzó por entero. Porque si hubiera querido, podría haber saltado del sofá y haber corrido hacia la puerta. Pero, una vez más, no me había movido. Y no entendía por qué. Lo único que sabía era que mi vulva latía enloquecida y deseaba lo que él me ofrecía a mi espalda, pero al tiempo lo despreciaba. ¿Por qué no era capaz de controlar mi cuerpo?, me desesperaba. ¿Por qué, en realidad, deseaba que aquella polla entrara en mis entrañas y las taladrara hasta derrumbarme de placer?

Sentí que la falda de mi vestido se levantaba hacia mi espalda y le noté actuar detrás de mí, sin saber lo que hacía exactamente. Escuché el sonido de un esputo y unos dedos ensalivados empezaron a humedecerme los labios y la entrada del coño. De nuevo me pregunté: ¿para qué? Pero esta vez era entendible fácilmente. Era un «para qué» fingido por Juanjo. Porque él sabía que mi vagina llevaba mucho tiempo manando flujo como un río, no necesitaba aquella operación para conseguir penetrarme de una embestida.

E imaginaba su intención: si hacía aquello era para retrasar el momento, para humillarme aún más, para provocar en mis labios las palabras con que él había soñado desde que entramos en la suite: «métemela, Juanjo, entra hasta dentro y párteme el coño, hazme correr como una perra, más, dame más, cabrón…».

Y yo me moría por decirlas. Y las hubiera dicho, tal vez, si él me hubiera tratado de otra manera. Porque habíamos ido a aquella fiesta a pasárnoslo bien. Y Ana y yo sabíamos que podría haber sexo, y no con nuestros propios maridos, precisamente.

Y yo había fantaseado con Juanjo. Y me había masturbado pensando en él. Porque es difícil masturbarse antes de asistir a una fiesta pensando en alguien a quien no has conocido todavía. Así que lo usé como modelo. Y había fantaseado cómo sería hacerlo con alguien que no fuera Carlos. Y sabía que Carlos en alguna ocasión se había corrido pensando en Ana, porque yo se la estaba chupando cuando lo hacía. Y a mí no me había importado, porque eran solo fantasías. Y no nos importaba fantasear con cosas raras. Y aquella noche las fantasías podrían, tal vez, convertirse en realidad. Y habíamos pactado que, pasara lo que pasase en aquella fiesta, nos íbamos a querer igual, porque una cosa es el amor y otra el sexo. Y tener sexo con alguien no significa que te enamores de él. Y Carlos me preguntó qué pasaría si él se lo hacía con Ana. Y yo le dije que no me importaba, mientras luego durmiera conmigo. Y él me preguntó por Juanjo. Y yo le dije que ni sí ni no, que no era mi tipo, pero que si era por él, por Carlos, que a lo mejor me dejaba follar como a una puta, y que gritaría si eso le hacía feliz a él, a Carlos, y que me correría hasta las entrañas si con eso él me quería más.

Pero Juanjo se había equivocado en las formas. Y lo que había provocado en mí era una rabia feroz. Y tal vez, solo tal vez, al final le dejara follarme. Pero después le escupiría a la cara una vez más y no volvería a hablarle en mi vida. Y era posible que no le contara la verdad a Carlos, ni a Ana tampoco, pero me negaría a que nos volviéramos a juntar los cuatro amigos.

—No me folles… cabrón… —conseguí decir.

—Pero, Andrea, cariño, sé que lo estás deseando, ¿por qué no lo admites? —intentaba convencerse a sí mismo—. Te voy a penetrar tan adentro, que nadie ha estado allí todavía. Vas a correrte tan fuerte que vas a despertar al resto de la casa. ¿Dónde están tus bragas?

Las encontró encima de la mesa y me las volvió a meter en la boca. Yo gemí un «humm» y aquello podía significar tanto que sí como que no.

Y Juanjo se pajeó unos segundos para endurecer el pene y luego lo apuntó hacia mi hendidura. Y la estaba tocando ya, y frotaba el glande contra mis labios internos, y lo teñía de mi flujo blanquecino. Y yo sentía un espasmo tras otro y sentía brotar gotas de mi flujo y manchar el sofá, por debajo de ambos.

De pronto empezó a empujar con ánimo de traspasarme, pero algo surgió que lo impedía. En la postura en que nos hallábamos el sofá era muy inestable. Los cojines se aplastaban y nos impedían mantener el equilibrio sobre ellos. Esto se sumaba a su incipiente embriaguez y al hecho de que yo, cansada de aquel juego de quiero y no quiero, había cerrado los muslos con todas mis fuerzas y le impedía la entrada con facilidad.

En resumen, mi respuesta final a la lucha entre mi razón y mi lujuria había sido: ¡No!

Lo intentó varios segundos y, al ver que de aquella manera era imposible, se levantó del sofá y me dio la vuelta, depositando mi cuerpo boca arriba y con la cabeza apoyada en el brazo del sofá.

Sin más explicaciones, se inclinó sobre mí y retomó el ataque. Su rostro amoratado denunciaba la necesidad de descargar el semen que yo le había impedido expulsar hasta el momento. Debían de empezar a dolerle los testículos por el calentón.

—Puto vestido de mierda… —dijo al ver que quitármelo no era tan fácil como desabrochar una falda. El tipo de falda que vestía su mujer aquella noche y que, tal vez, Carlos le habría quitado antes de subirse sobre ella y penetrarla sin compasión.

Me levantó la falda por delante y su sexo rozó el mío. Volvieron los escalofríos a recorrer mi vientre, mi pecho, mi cuello… Con la mano derecha se apoyaba en los cojines del sofá, rozando mi mejilla izquierda, y con la otra intentaba apuntar aquel enorme falo hacia mi vulva.

Tapé como por reflejo la entrada de mi vagina con ambas manos y su polla se topó con ellas. Cambió de postura para vencer mi estrategia. La pierna izquierda la sacó del sofá y la apoyó en el suelo. La rodilla derecha la clavó en el cojín. Y ya podía sujetarse medio erguido sobre mí sin necesidad de desperdiciar una mano.

—¡Para… Juanjo… por dios… no me folles… cabrón…!

—Sí, putita… —replicaba él—. Sí que te follo… ¿es que no lo ves…? te estoy follando… y te voy a follar más en cuanto quites las manos de tu coño… Haz feliz al tito Juanjo y aparta de ahí esas manos… zorra… déjame reventar ese coño tan bonito que tienes… me tienes muerto de ganas… y tú también te mueres por tragarte mi polla… so puta…

—¡Cabrón… hijo de puta… cerdo…! —repetía yo, perdida la esperanza de pararlo.

De pronto, una imagen se iluminó en mi cabeza. Era una idea que quizá en los anteriores ataques de Juanjo no hubiera servido de nada, pero estuve segura de que ahora era el momento ideal. Miré de reojo el bolso en el suelo y estimé que quizá pudiera alcanzarlo si me esforzaba.

Mientras, Juanjo separaba mi mano izquierda y la sujetaba lejos de mi vulva. Sobre mi coño solo quedaba la mano derecha, la que daba hacia la parte exterior del sofá.

Y yo la quité de allí y la moví hacia afuera.

Juanjo gruñó de placer. Su polla, sus testículos, sus muslos, su próstata… debían estar gritando ¡victoria! dentro de su cerebro. Y, en parte, sí que era una victoria, porque entre su glande y mi vagina ya no existían obstáculos después de tanta lucha.

Mientras estiraba mi mano libre hacia el bolso, con un empellón hambriento Juanjo empujaba su miembro sobre mi vulva y conseguía que su cabezota atravesara mis labios inferiores. Y se erguía un poco. Y, de un embate mayor, su polla atravesaba mi última defensa y se introducía hasta el fondo de mi vientre. Y sentí el sonido de sus testículos contra mi vulva. Un «plas» y un «chop» que denotaban que de aquella polla ya no quedaba ni un centímetro fuera de mi coño.

Pero entonces ocurrió algo que no se esperaba.

Mientras Juanjo se había esforzado en retirar las manos de la entrada de mi vagina, recordé algo que había en mi bolso y que utilizaba en algunas ocasiones, cuando mi pelo estaba hecho un desastre y necesitaba hacerme un moño.

Hurgué en el bolso con toda la rapidez que la postura y el peso de Juanjo me permitían y, cuando tuve aquello en mi mano, sentí una alegría que me provocaba ganas de gritar.

Al tiempo en que Juanjo, por fin, entraba en mi interior como un toro, elevé la mano con aquella aguja del pelo y se la clavé sin piedad en el interior del muslo, cerca de la ingle.

El bramido que dio el muy cerdo se vio ahogado por las bragas que me apresuré a meterle de nuevo en la boca, después de sacarlas de la mía. Aquellas bragas estaban prestando un servicio extraordinario aquella velada, quizá lo pensaría y llegara a enmarcarlas.

--------------------- 

Se repitió la escena de unos minutos antes, cuando la polla le sangraba por mi feroz mordisco.

Juanjo se hallaba en el baño, curándose la herida producida por el alfiler y yo le esperaba sentada sobre el mismo sillón de antes. Me había recompuesto el vestido, me había calzado los zapatos y me había servido una nueva copa. En el estéreo sonaba el maravilloso violín que Juanjo había acallado a zapatazos.

Con la mano libre jugueteaba con el alfiler del pelo.

Sonreí mientras Juanjo salía del baño y se dirigía hacia la puerta, cabizbajo. «Has ganado, pedazo de furcia», decía su expresión. Nunca había sabido con certeza el significado de «empoderamiento», pero ahora lo entendía a la perfección. Así me sentía yo. Triunfadora. Empoderada. Humilladora de machos que se creen con el derecho de utilizar a una mujer como un objeto.

Una mujer que, por otro lado, le hubiera dado todo lo que pretendía coger a la fuerza si hubiera sabido pedirlo. Le habría dejado comerme la boca, le habría chupado su enorme polla, le habría abierto la vulva para que me la lamiera sin piedad, y le habría abierto la entrada de mi coño para que me la metiera hasta dentro, hasta que me reventara por entero la vagina. Y me habría corrido como el pretendía que lo hiciera. Y le habría gritado: cabrón… fóllame… métemela hasta el fondo… muévete, hijo de puta… reviéntame… no pares… me corro… me corro…

Pero su gesto humillado mostraba su derrota. Y yo ya me sentía repuesta de lo que allí había vivido, de la humillación inconclusa. Y sí que me atrevería a mirarle a la cara. Y no habría problema con el grupo de los cuatro amigos. Y yo no sentiría vergüenza de reír a su lado. Y podríamos volver a reunirnos y a celebrar juntos que éramos jóvenes, que amábamos la vida y que, si se terciaba, nos follábamos entre nosotros, aunque nunca con él. Jamás con aquel miserable.

—Adiós, cariño —le dije según se iba, saludando con la mano donde bailaba la aguja.

Me sentía ufana. Aquella cita con Juanjo, que había empezado tan mal, había finalizado de la mejor forma que podría haber soñado. Porque, a partir de ahora, experimentaba una sensación como si despertara de un mal sueño. Me sentía renovada por dentro. Le decía adiós a la «sosita» de Andrea. Y le decía hola a la futura mujer sin complejos.

Aquella cita había significado un despertar para mí.

Juanjo abrió la puerta y se dispuso a salir. Antes de cerrarla por fuera me miró con ojos lastimeros. Su gesto denotaba total derrota. Y su miembro abultaba como nunca en la entrepierna del pantalón.

—Espera… —dije levantándome del sillón y el detuvo el gesto.

Me miró sin entender.

—Pasa un segundo y cierra la puerta, por favor.

Cerró el pestillo y se giró hacia mí. Me miraba como un perrillo sin dueño. No tenía ni idea de por qué le había detenido. Ni esperaba lo que vendría después. Simplemente callaba y esperaba.

Me mordí el labio inferior y le ordené:

—Bájate los pantalones.

Me miró asombrado, sin entender a qué venía aquello. Debió de pensar que quería humillarle de nuevo, por lo que empezó a girarse hacia la salida.

Le detuve el gesto y lo volví hacia mí. Sin más explicaciones, le desabroché el cinturón, le bajé la cremallera de la bragueta y dejé que los pantalones cayeran sobre sus tobillos. Él me miró con ojos enajenados mientras su pene rebotaba hacia arriba y miraba al techo. Ciertamente, como había afirmado Ana, aquella era una polla de bandera.

Me puse de rodillas ante él y le agarré su enorme miembro con ambas manos. Juanjo se echó hacia atrás y movió las suyas para defenderse, esperando un nuevo ataque.

Le aparté las manos con delicadeza para que perdiera el miedo. No le debía nada a aquel perro, pero quería hacer aquello por mí. Solo por mí. Y lo haría sin dar un paso atrás.

—Quédate quieto y no te muevas —le advertí mostrando el alfiler—. Pase lo que pase, no se te ocurra tocarme. ¿Entendido?

Juanjo confirmó con un cabezazo, y yo empecé a masturbarle. Juanjo expelió un gruñido, aunque lo ahogó cuando me puse un dedo sobre mis labios y le mandé callar.

—Sssh…

Lo masturbaba suave al principio, pero luego aumentaba el ritmo y al final lo hacía con fiereza. Mantenía mi cara muy pegada a su polla, esperando que esto le hiciera llegar al orgasmo con mayor rapidez.

Cuando sus rugidos ahogados ya eran un anuncio del orgasmo inminente, Juanjo me gimoteó con voz de perro apaleado:

—Déjame a mí… por favor…

Entendí sus súplicas. Nadie es capaz de sacar más placer a una paja que el propio pajeado. No tenía por qué hacerlo, pero tuve esa deferencia con él.

Empezó a moverse como un poseso. Su polla se acercaba mucho a mí. En algunos momentos llegó a rozar mis labios. Pero yo le empujaba cada vez y le hacía retroceder. Cuando era necesario, le mostraba la aguja.

—¡Chúpamela… Andrea… Por dios… chúpamela…! —dijo de pronto y yo me eché a reír.

—Ni en tus mejores sueños, querido —repliqué.

—Por dios… no ves que me estoy muriendo… chúpamela… cabrona… zorra…

Sentí una arranque de humanidad y quise concederle algo.

—Voy a ser buena y haré lo siguiente…

Me miró obediente mientras su mano era ya un torbellino.

—Veras, repetí: voy a dejar que te corras sobre mi cara. Pero ni se te ocurra rozarme la piel con la polla, y menos los labios, cerdo.

Su congestión facial era ya casi de un gris oscuro, mis últimas palabras le habían excitado hasta el paroxismo. Iba a reventar y me preparé para recibirlo.

—Y procura no mancharme el vestido ni el pelo, ¿me oyes? —me eché la melena hacia la espalda—. Por cada chorro que caiga fuera de mi cara o de mi boca, voy a darte un aguijonazo que vas a sangrar como un cerdo. ¿Ok?

—Sí… —dijo él—. Síiii… síiii….

Y ya no dijo nada más, aparte de gruñir, con ese tipo de gruñidos que lanzan los hombres al correrse.

El semen empezó a brotar de su polla y a llegar a mi cara a oleadas. Cerré los ojos, abrí la boca y saqué la lengua para recibirlo.

Y eso a él le volvió loco. Apuntó el glande hacia mi boca y empezó a llenármela sin interrupción. Y me sentía sucia, pero me sentía bien. Y había introducido una mano por debajo de la falda con disimulo. Y era porque no quería que notara el movimiento de mi mano sobre el clítoris y que eso le diera nuevas alas. Y es que necesitaba tocarme mientras él se corría. Y mientras le había masturbado me toqué despacio. Y cuando empezó a correrse sobre mi cara empecé a acelerar. Y no quería llegar al orgasmo para que él no lo notara. Y sí quería sentir aquellos mini clímax que estaba sintiendo. Porque a cada latigazo de su semen sobre mi cara, un espasmo me recorría por entero y sentía en mi vulva un estertor. Y su semen sabía dulce y amargo. Y era como el sabor de las castañas rancias. Y me moría por saborearlo. Y me moría por tragarlo. Y cuanto más me escupiera sobre la boca, mejor, porque el semen saciaría mi sed. Y era una sed que no sabía que tenía. Y que ahora ya lo sabía y me volvía frenética. Y lo tragaba y sonreía feliz para mis adentros. Y me sentía muy zorra. Y me sentía muy puta. Y era la más puta de toda la fiesta. Y eso me hacía crecer en autoestima. Y mi autoestima era lo único que podía hacerme vencer contra el monstruo de Juanjo. Y era mi única defensa frente al mundo.

Y me mordía la lengua y el labio inferior para no gritar de placer. Y no era un orgasmo, pero eran muchos orgasmos. Y quería guardar en mi memoria ese momento para recordarlo después, cuando me masturbara a solas. Y su semen seguía llegando a mi cara. Y su semen seguía llegando a mi boca. Y no paraba de manar. Y me preguntaba si iba a seguir mucho tiempo así. Y no me importaba que siguiera. Porque mientras el siguiera corriéndose y siguiera ensuciándome, yo me sentiría mejor. Y era porque sentirme sucia ya no me molestaba. Y era una sensación nueva. Y quería sentirla, y me moría por sentirla. Y mientras el siguiera corriéndose y ensuciando mi cara y mi boca, yo seguiría teniendo orgasmos, uno tras otro. Y era un placer que nunca había sentido antes. Y era lo que había ansiado siempre, aunque no lo sabía. Y podría haber seguido así toda la noche.

—¡Chúpamela… zorra… cómemela… cabrona...! —decía con voz ahogada.

—Y una mierda… —le respondía yo con mala leche, pero sin querer hacer daño. A aquellas alturas sabía que esas palabras no significaban nada, solo eran producto de la locura del orgasmo.

A veces, sin embargo, se acercaba demasiado a mis labios y con un leve pinchazo en la pierna le obligaba a retroceder.

Cuando sus estertores terminaron, su polla se aflojó y el abrió los ojos. Estalactitas de semen colgaban aún de su glande. Lamí algunas de ellas y el eyaculó sus últimas reservas.

Cuando terminó, me quedé arrodillada a sus pies. Rezumaba semen por toda la cara y con las bragas me limpié las trazas más asquerosas. Las que rodeaban mis labios las relamía con discreción.

Me sentí satisfecha. Mi cuerpo no había llegado a un orgasmo total, pero todos los mini clímax conseguidos aún latían en mi vulva hinchada y caliente.

Juanjo se vistió aprisa y se dirigió hacia la puerta. Al salir, se volvió hacia mí y me dijo algo que me enterneció, a pesar de lo vivido en aquella habitación:

—Gracias, Andrea.

Me gustó que se mostrara agradecido, porque lo sentía como otro triunfo a mi favor.

Porque yo era la que había ganado dejándole ensuciarme. Y le había dejado hacerlo, pero siguiendo mis reglas. Y le había humillado no dejando que me tocara cuando se moría de ganas de hacerlo. Y era yo la que comandaba cuando me dejaba ensuciar. Era yo la que marcaba los límites. Era yo la que decía lo que estaba permitido y lo que no. Y él obedecía como un siervo. Y le había sentido como mi siervo. Y eso me reconfortaba hasta extremos insospechados.

Cerré la puerta de la suite desde dentro y me dirigí al baño. Me lavé y maquillé lo mejor que pude en aquellas circunstancias. Era una suerte que allí hubiera un baño, me dije sonriente mientras me pintaba los labios.

Luego, me tumbé en el sillón, y comencé a masturbarme…

Me sorprendí dándome placer pensando en Juanjo, en su mirada de deseo, en sus esfuerzos por entrar en mi cuerpo, en su total empeño por hacerme suya a toda costa. Me ponía cachonda todo aquel derroche de energía…. por mi persona, por conseguir mis favores, por algo que solo yo le podía dar, a pesar de la cantidad de mujeres que hay en el mundo.

Ningún hombre antes, aparte del amor romántico de Carlos, había luchado tanto por conseguir que le abriera las piernas. Sin violencia física, quizá, aunque con aquella sutil violencia verbal. No sabía por qué, pero me sentía más cachonda que nunca.

Seguí mi masajeo en el clítoris y la vulva y me lo estaba pasando genial, con gemidos que me dedicaba a mí misma.

Y de repente escuché los grititos de placer al otro lado de la pared.

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