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TODORELATOS » VOYERISMO » HERMANA INTERCAMBIADA (EXTRACTO 2)
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Fecha: 12-Abr-23 « Anterior | Siguiente » en Voyerismo

Hermana Intercambiada (extracto 2)

Abel Santos
Accesos: 6.792
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Tiempo estimado de lectura: [ 28 min. ]
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Fran le cuenta a su cuñada Ana cómo la pilló masturbándose en su cuarto cuando aún era una cría. Ana se calienta solo de escuchar a Fran contarle una escena tan tórrida. Version para imprimir

Llevábamos una media hora en la disco a la que había llevado a Ana después de cenar, cuando por fin nos anunciaron que se había liberado una mesa y que estaba a nuestra disposición si aún la queríamos. Hasta ese momento habíamos estado sentados en taburetes junto a la barra, bebiendo y mirando a la gente bailar. No había habido mucha fluidez entre nosotros, tal vez por el volumen de la música y por la cantidad de personas que se movían a nuestro alrededor, lo que no facilitaba la charla.

Por supuesto, tomamos la mesa al asalto antes de que algún otro nos la quitara. Noté algunas miradas de envidia insana a mi alrededor, pero me hice el despistado y pedí una nueva ronda de bebida al camarero, esta vez sin alcohol para Ana, cuyos ojos brillaban por lo que había bebido desde el inicio de la velada. No confiaba en que mi cuñada tuviera mucho aguante, así que preferí no arriesgar a tenerla que llevar en brazos a casa, con la consecuente bronca de mi mujer. Ana no protestó.

La mesa era genial, circular y rodeada por un sillón alto en forma de arco, de esos tan cómodos en los que, si sabes situarte, puedes tener cierta intimidad con tu chica sin que te vean desde el exterior. Además, nos encantó que estuviera muy separada de la pista de baile, lo que nos permitía hablar sin tener que gritarnos.

Al poco de sentarnos, Ana se empeñó en que bailáramos. Me resistí como pude, pero al final claudiqué. Bailamos separados al principio, moviéndonos al ritmo de una música paranoide y que empujaba a que los más lanzados de la pista se movieran como marionetas con las cuerdas rotas.

Luego llegó la música lenta y un guaperas un tanto tocado por el alcohol —y quizá por algo más— intentó llevársela agarrada por la cintura. Ana se revolvió y yo se la quité de las manos ayudado por mi habilidad en la gestión de conflictos.

Bailamos durante buen rato temas que hacía tiempo que no oía en salas como aquella, a las que frecuentaba cada vez menos. Era la música de mis tiempos y me encantaba sentirla junto a mi cuñada. Ana, por su parte, se pegaba tanto a mí que notaba su vientre y sus muslos contra los míos. No hubiera pasado nada especial si no fuera porque el calor de su entrepierna había levantado mi erección. Me disculpé por ello, pero mi cuñada se hizo la despistada y no se despegó de mí un ápice.

La música esquizofrénica, sin embargo, no tardó en volver y decidimos huir de ella.

Cuando estuvimos de vuelta en la mesa, miré el reloj de la muñeca y comprobé que faltaba poco para las dos de la madrugada. Si todo iba bien, en menos de una hora podríamos abandonar el local y marcharnos a casa a dormir, que falta me hacía tras las guardias extras de los últimos tiempos.

En silencio apreciaba el ambiente de la sala, llena a rebosar, cuando oí el beep-beep de mi móvil. Afortunadamente, la música llegaba a nuestra mesa amortiguada y era fácil escuchar los pitidos del teléfono.

El mensaje provenía de mi mujer, Marta. Habíamos intercambiado notas de wasap durante la cena. En ellas le contaba cómo iba todo con su hermana y le había puesto al corriente de que ahora estábamos en la discoteca. Me disponía a leerlo, cuando Ana se excusó y se alejó para ir al baño. Por el camino iba leyendo el móvil igualmente, como si acabara de recibir algún mensaje a su vez.

MARTA: Está Ana cerca?

FRAN: No, acaba de irse al lavabo.

MARTA: Es que he tenido una idea.

FRAN: Miedo me das, pero dime.

MARTA: Jajaja… Verás, mi idea es que para ir calentando a Ana, podrías contarle lo de cuando la pillaste en su habitación haciendo… ya sabes… aquello…

Lo pensé un segundo y de pronto recordé a lo que se refería Marta. Era una experiencia vergonzosa que había tenido largo tiempo atrás. Marta volvía a mostrar que no estaba en sus cabales. Lo último que haría en mi vida sería hablar con mi cuñada de aquella anécdota bochornosa y a la vez cargada de morbo. Porque, justamente, Ana había sido la protagonista de la historia. ¡Jamás, por el amor de dios…! Por mucho que en otro tiempo hubiera pensado en hacerlo para descargar mi sentimiento de culpa.

Mi mujer, al ver que no respondía a su último mensaje, insistió.

MARTA: No me digas que no la recuerdas… hemos hablado de ella un millón de veces…

FRAN: Por dios, Marta, claro que la recuerdo… Pero cómo le voy a hablar de eso!! Me muero de la vergüenza… Seguro que se pilla un mosqueo de la hostia y me manda atpc…

MARTA: No seas bobo, cariño, tú métele un par de chupitos extras y así no solo no se mosqueará, sino que la pondrá cachonda… Hazme caso, amor, que de lo que nos gusta a las chicas sé yo más que tú…

Le di un par de vueltas en la cabeza. Tal vez Marta llevaba razón. Contar lo sucedido a Ana podía ser una manera de expulsar los demonios que me habían quedado tras el «asunto» y que aún a veces me perseguían. Pero aun así me parecía una barbaridad. Incluso lo había guardado para mí más de cinco años antes de atreverme a contárselo a mi mujer. Me esperaba de Marta que me mirara como a un cerdo miserable, que era como yo me había sentido por mucho tiempo

Pero, muy al contrario, Marta se lo había tomado a broma y me hizo repetírselo hasta tres veces. La tercera mientras cabalgaba sobre mi verga gritando mi nombre y pidiéndome más adentro… más adentro…

Le di varias vueltas, angustiado, aprovechando que Ana tardaba. Al final, tuve que reconocer que quizá era el mejor momento y el mejor entorno para soltar aquel lastre que aún me pesaba dentro. Así que le contesté a Marta con un «tal vez».

FRAN: No sé, déjame que lo piense… A lo mejor…

MARTA: Venga, ese es mi chico! Dale duro… jajaja.

FRAN: Bueno, ya te contaré. Te dejo ahora que ya vuelve.

—Uff… —se quejó Ana al llegar—. Hay una cola de mil demonios. En las discos de Barcelona pasa igual. Yo no entiendo por qué hacen unos sitios tan grandes con unos baños tan pequeños… es de locos… Total, que me he quedado como estaba, tendré que volver a intentarlo más tarde.

—Tranqui, podemos hablar de algo mientras se vacía el local… —repliqué y señalé mi reloj—. Me consta que a partir de esta hora la gente empieza a irse para seguir la fiesta en sitios más… íntimos… Habitualmente en casa de alguien.

Los ojos de Ana chispearon por un segundo.

—¿Te refieres a que… se reparten por casas particulares para… follar…?

El trago de cerveza se me fue por el lado equivocado y tuve que toser para no ahogarme. Aquella frase en la boca de Ana era la que menos me habría podido esperar. Me pregunté si Marta tendría razón y si a Ana le iría el juego del tonteo y del calentamiento verbal. No tenía nada que perder, así que decidí probarlo para descubrir por donde iban los tiros.

—Y en Barcelona, ¿qué? —pregunté con gesto lascivo—. ¿La gente cuando liga en las discos no se va a follar a casa? Espero que por allí no se haga solo en los lavabos o en la calle, porque sería una pena con lo bien que se folla en un buen colchón.

Me devolvió la sonrisa y le añadió un toque de diablillo.

—Pues ahora que lo dices… —replicó sin cortarse lo más mínimo—. Donde se debe de follar a tope en los baños es aquí en Madrid… Eso justificaría que estuvieran todo el tiempo petados.

La sonrisa se me congeló en los labios.

—¿No has bebido un pelín de más, cuñada? —alcancé a contestar.

—De todas formas —prosiguió, esta vez con expresión tímida—. Yo de eso no sé mucho. Solo salgo con mi novio desde hace tiempo, así que de ligar nada de nada.

Hubo un momento de silencio, pero Ana lo rompió enseguida.

—Pero dime… —volvió a la carga, morbosa—. Tú, cuando ligas, ¿dónde te follas a la chica…? —El atrevimiento de Ana al hablar de aquella manera me anunciaba que quizá estaba más achispada de lo que había supuesto. O que Marta tenía más razón que un santo—. Porque en casa con tu mujer cerca no parece el mejor sitio… jajaja.

No supe qué contestar a aquel comentario audaz, así que decidí decir la verdad.

—Por dios, Ana, que tengo treinta y tantos y hasta peino algunas canas… —dije con tono mustio—. Para mí lo de ligar y follar por ahí se acabó hace tiempo. Además, con Marta no necesito para nada buscar fuera de casa…

Ana sonrió, engañadora.

—Treinta y cuatro, Fran, no te las des de viejales —replicó—. Anda, cuñado, que solo me sacas diez años… Además, yo lo que veo es a un tío la mar de interesante, con esas cuatro canas en las sienes que te sientan genial. Y, si fueras de vez en cuando al gimnasio, estarías hasta buenorro.

No pude evitar sonrojarme.

—Ana… no me eches piropos, porfa, que no te pienso llevar al cine y comprarte chuches como cuando tenías catorce años…

Reímos los dos a coro.

—Qué tiempos aquellos… —suspiró apoyando el mentón en una mano—. ¿Te acuerdas?

—Yo, perfectamente… —respondí—. ¿Y tú?

—Ya te digo que si me acuerdo… —dijo y puso ojos soñadores—. Contigo he visto las mejores películas de mi vida… Y he comido más chuches que con nadie… Me atiborrabas, Fran, y yo estaba encantada de ir contigo al cine… Sobre todo porque no había nadie más en la casa que quisiera venirse con nosotros. Yo creo que me consentías demasiado…

—Nada era demasiado para una niña encantadora como tú… —me atreví a piropearla—. Y cómo te gustaban las chuches, golosona… sobre todo las de chocolate.

Un nuevo silencio se cernió sobre los dos…

—¡Tengo una idea! —dijo de pronto—. Aunque no tiene que ver con lo del cine y las chuches, sino con lo otro…

—¿Lo otro…? —pregunté sin entender.

—Sí… ya sabes… —aclaró—. Lo de… follar…

Ana no hizo ni un solo gesto al decir la caliente palabreja, pero yo volví a ruborizarme. Tragué saliva y esperé atento su siguiente frase. ¿Qué coños iba a proponerme Ana? Joder, intenté disimular el nerviosismo dando un trago a mi cerveza y noté como la mano me temblaba.

—Si… verás… ¿Por qué no me cuentas una historia picante?

*

Me quedé callado más tiempo del normal, alucinado, por lo que Ana insistió.

—Pero no vale una historia inventada o que hayas visto en una película… —dijo apoyando la cara sobre sus dos manos e inclinándose hacia mí—. Eso sería hacer trampa… Tiene que ser algo que te haya pasado a ti.

Tragué saliva antes de hablar. Estudiaba mentalmente las probabilidades de que Ana me pidiera que le contara una historia «picante» pocos minutos después de que Marta me sugiriera que le confesara mi historia tras la puerta de su cuarto cuando ella era aún una chiquilla.

—Es que no se me ocurre ninguna… —dije para ganar tiempo—. Como no te cuente alguna de mis experiencias con Marta…

—¿Con mi hermana…? —hizo un gesto de desagrado—. Por dios, Fran, que asco… No me cuentes ninguna de tus guarrerías con Marta, me moriría de la vergüenza.

—Es que…

—Venga, anímate… Seguro que tuviste alguna experiencia interesante antes de conocer a mi hermana… Ya no erais precisamente unos niños cuando os juntasteis… Apuesto a que saliste con muchas chicas antes… En el instituto, tal vez…

La tentación empezó a crecer de manera incontrolable. A mi memoria volvieron las palabras de MARTA: «Hazme caso, amor, que de lo que nos gusta a las chicas sé yo más que tú…». Entonces, respiré hondo y decidí lanzarme a la piscina.

—Pues mira, estoy empezando a recordar una historia que me ocurrió en Barcelona… —me corté a media frase. ¿Realmente podría seguir?—. Aunque no sé si debo contártela…

Ana dio un salto en el sillón y, tomándome de las manos, se inclinó aún más hacia mí.

—¡Genial…! —casi gritó—. Vamos, cuñado, no te cortes y cuéntamela… anda, porfa… porfa…

Resoplé y la miré aturdido.

—Pero, Ana, te digo que no sé… —repetí—. Es una historia horrible… no sé, no sé…

—Pero, ¿por qué no…? —se quejó, y se acercó tanto a mí que noté su aliento en mi rostro. Se había puesto de rodillas sobre el sillón y me miraba inquisidora—. ¿Cómo puede ser una historia picante tan horrible?

Tome aliento y, sin pensarlo, lo solté.

—Porque tiene que ver contigo…

Su sonrisa se congeló.

—¿Conmigo…?

—Si… —respondí dubitativo—. Contigo… y… conmigo…

Se deslizó hacia atrás y volvió a sentarse. Pensé que iba a decir algo que me dejaría en vergüenza. Que tal vez incluso se levantaría y se iría. Pero, muy al contrario, su sonrisa volvió como un rayo de sol.

—Pues entonces… —dijo con mirada pícara—. Entonces ni se te ocurra no contármela porque te mato…

*

Pasó el camarero por nuestro lado y le pedí dos chupitos dobles de tequila. Me temía que no había vuelta atrás, así que mejor liberar la mente con alcohol fuerte, como había aconsejado Marta. Aunque, en este caso, no solo la de Ana.

Dos minutos más tarde, tras dar el primer trago a mi vaso, comencé mi relato.

—Verás, esta historia ocurrió en Barcelona, como te he dicho. Pero no en cualquier sitio de Barcelona… En realidad ocurrió en la casa de tus padres de aquella época: el piso del Paseo de Gracia.

—Ostras, Fran… —me interrumpió—. Pero si ese piso lo vendió mi padre hace mil años. Yo entonces tendría…

—Quince años… —declaré con el rostro ardiendo—. Justamente habíamos ido Marta y yo a vuestra casa para ayudar a tu padre a hacer los trámites de su venta y la compra del nuevo de la avenida Diagonal, y aprovechábamos para pasar allí unas cortas vacaciones.

Ana me miraba alucinada y no movía ni una pestaña.

—El caso es que un día Marta y yo salimos cada uno por su lado. Ella con varias amigas del colegio y yo a dar una vuelta por el campo del Barça con un tour guiado que me había regalado tu hermana.

»Pasé la mañana haciendo turismo, visitando el estadio, y luego comí por ahí. Volví a vuestra casa a eso de las siete. Era en febrero y anochecía muy pronto. Sin embargo, al entrar en la casa con las llaves que me habían dejado tus padres, todas las luces estaban apagadas, a excepción de un resplandor tenue que provenía del fondo del pasillo.

»Dejé los zapatos en el armario de la entrada, como le gustaba a tu madrastra, y recorrí descalzo sobre la moqueta la distancia que había desde el hall hasta la luz, que resultó provenir de tu habitación.

—Vaya historia… —dijo envolviéndose a sí misma con los brazos desnudos—. Parece de miedo… Hasta me están entrando escalofríos.

—Pues espera lo que viene… —le dije suspirando—. Y vas a ver lo que son escalofríos de verdad.

Ana sonrió y yo le di otro sorbo al tequila antes de proseguir.

—Oí una especie de gruñidos, gemidos… o algo parecido, y los interpreté como risas ahogadas. Recordé que Marta y tú os lo pasabais genial jugando a las cosquillas e imaginé que estaríais las dos enredando en tu cuarto.

»Al llegar a tu habitación, observé que la puerta estaba entornada, pero no cerrada. Por la ranura que formaba la puerta con el marco salía la luz que me había guiado hasta allí. Miré por ella y no divisé a nadie. Los ruidos se habían apagado, igualmente.

—Mira… —Ana volvió a interrumpirme para enseñarme la piel de gallina de sus brazos.

Reí condescendiente y seguí relatando. En unos segundos aquella piel iba a erizarse de veras.

—Me disponía a seguir camino en dirección hacia mi habitación —continué—, cuando lo que observé a través de la ranura de las bisagras de la puerta me dejó paralizado. Por aquel pequeño hueco, había una completa visión del sofá de dos plazas que había enfrente de tu cama, ¿lo recuerdas?

—Sí, lo recuerdo perfectamente… —respondió—. De hecho, ese sofá lo tengo todavía en casa de mis padres. Pero… continua, por favor… ¿Qué es lo que viste que te dejó paralizado…?

—Te vi a ti, Ana… —dije, temeroso de lo que pasaría a continuación.

—¿A mí…? —sonrió—. Pues vaya notición. Resulta que me viste a mí en mi habitación… Algo de lo más increíble, Fran, ya te digo…

—Ya… vale… —sonreí, lobuno—. Pero lo que no sabes es lo que vi que hacías…

—No… fastidies… —se incorporó sobre el sillón y, clavando una rodilla en él acercó de nuevo su cara a la mía—. ¿Qué… estaba haciendo…?

—Pues te lo puedes imaginar… —dije despacio y casi sin mirarla—. Te estabas… tocando…

—Joder, Fran… —dijo echándose las dos manos a la cara. Ahora la que se había ruborizado hasta las raíces del cabello era ella—. ¿Me estaba haciendo una… una… paja…?

—Sí, eso es… —confirmé expulsando todo el aire que había contenido hasta ese momento.

—¿Y tú me mirabas…? —me dio una suave bofetada y se echó para atrás—. ¿Te quedaste mirando, so cochino…?

Me acojoné… Había estado seguro de que iba a pasar exactamente lo que ahora ocurría. Lo sabía, ¡joder! La había fastidiado de veras.

—Lo siento… te lo prometo… sé que no debí…

—¿Lo sientes, dices…? —Su expresión era de profundo desagrado—. ¿Lo sientes... marrano…?

Iba a cogerla del brazo, esperando que su siguiente movimiento sería salir de nuestro rincón en la disco y echar a correr, cuando lanzó una carcajada y comenzó a reír descontrolada.

—Jajaja… Me viste hacerme una paja y te quedaste alelado… jajaja… Pero, por dios, cuñado, mira que eres bobo…

—Joder, Ana… no me fastidies… —el corazón me latía a mil por hora. ¿Me estaba vacilando…?

Por fin se serenó y volvió a hablar de forma normal.

—¿Y entonces que hiciste…? —espetó irónica y aún con la risa pintada en su rostro—. ¿Te largaste acojonado?

Tras su arranque de hilaridad, mi rubor se había disipado y lo que ahora tenía era un ataque de mala leche.

—Mira, Ana… —le dije, agarrándole de un brazo—. Yo tenía veintimuchos años y tú quince. Hostias, si hasta llevabas puestos los brackets en los dientes… ¿Qué quería que hiciera? ¿Qué entrara en la habitación y te la metiera en la boca como en las estúpidas películas porno?

—Jobar, Fran, qué explícito eres… —se quejó medio en broma.

—¿Sabes lo que podía haber pasado si me pillan tus padres o tu hermana? —proseguí, enfadado—. Pues que me habrían echado de aquella casa a patadas… Y con razón.

—Vale, vale, tío… —se disculpó—. Ya lo he pillado… Pero suéltame el brazo, que me haces daño.

—Además… —tomé el último trago del tequila y la miré fijamente. Había relajado el ceño y ahora me atrevía a sonreír—. La historia no acaba aquí. ¿Quieres que siga o ya te vale con lo que te he contado?

Ana volvió a colocarse en su posición de escucha interesada y me conminó a seguir.

—Sigue… por dios… me tienes en ascuas… —pidió—. ¿Como iba vestida?

Inspiré con fuerza y continué mi relato.

—Estabas tumbada en el sofá con la cabeza apoyada en el brazo más cercano a la puerta, de modo que me dabas la espalda. Y Llevabas puesto el uniforme del colegio. Ese de la falda tableada de tonos rojizos y las medias verdes.

—¿Los leotardos…?

—Sí, era febrero, ya te lo he dicho…

—Ah, es cierto, sigue… vamos… no pares…

—Te habías levantado la falda y te estabas tocando el chochito con una mano, mientras con la otra sostenías una revista de chicos haciendo gimnasia o algo así. En realidad no la vi mucho porque enseguida la tiraste al suelo y salió de mi campo de visión.

—No sé si creerte… —dijo de pronto—. ¿Con qué mano me tocaba… ahí abajo…? ¿Con la izquierda… o con la derecha?

—Era con la izquierda… la derecha era la que sujetaba la revista.

Ana hizo un gesto como de «has acertado» y le pedí explicaciones.

—¿Por qué lo preguntas? ¿Querías pillarme?

—Pues… el caso es que yo no soy zurda, sino diestra… Pero, cuando me… toco… lo hago con la mano izquierda… —se puso más colorada aún de lo que ya estaba y rió avergonzada.

—Pues ya ves que no te estoy mintiendo… Aunque en ningún momento me pregunté por qué lo hacías con una mano u otra.

—Sigue… ¿cómo lo hacía…?

—Pues lo que vi es que utilizabas dos dedos para acariciarte la rajita: el anular y el índice. Los tenías muy estirados, casi tiesos, y recorrías el coñito por encima de la tela de abajo arriba y de arriba abajo con una gran suavidad, como si pudiera romperse.

—Qué vergüenza, por dios… —Se tapaba los ojos con las manos, aunque con los dedos abiertos para mirarme—. ¿Se me notaba la… rajita… por debajo de los leotardos…?

—Totalmente. Al tocarte habías empujado la tela hacia abajo y la hendidura del chochito se veía perfectamente. La estampa era preciosa, por cierto. Fíjate la paradoja… Tú con tus miedos de ser una niña fea… y yo te estaba viendo allí, con aquel cuerpo tan bonito, como dibujada por un pintor extraordinario.

—Sigue… venga… ¿qué pasó luego?

—Cuando tiraste la revista de los chicos musculosos, empezaste a tocarte con mayor velocidad, como enajenada… Con la mano derecha, mientras, te tocabas una de las tetitas por debajo de la blusa. La habías sacado para poder hacerlo y pude ver que era pequeña y preciosa, te cabía entera en la mano. La apretabas con dureza, como si apretaras una pelota de goma maciza, y pensé que ibas a hacerte daño.

—Sí, sí… —rió con risa queda—. No veas que daño…

—Y entonces empezaste a gemir de nuevo. Lo hacías bajito, como un bebé. Sabía que no habías notado que la puerta se había quedado solo entornada y, como de fuera no venía ninguna claridad ni ruido, te dedicabas a lo tuyo sin sentir vergüenza.

—No te creas —me aclaró—. Sabía que aquella puerta a veces no quedaba encajada y que se abría por su cuenta. Supuse que algún día me llevaría un disgusto por su culpa, aunque nunca llegó a pasar… O eso pensaba…

—Si quieres, paro…

—No, sigue… Total… ya qué más da… —El ceño se le había fruncido.

—Hubo un momento en que pensé que allí sobraba —proseguí mi relato—, que de alguna manera ya lo había visto todo y que conocía el final de aquella historia. Así que decidí marcharme tan silenciosamente como había llegado.

—¿Y… te fuiste…?

—No… no llegué a hacerlo. No fui capaz. Cuando iba a dar el primer paso, vi que te movías y mi atención volvió hacia ti. Y me quedé petrificado de nuevo.

—¿Qué hice…?

Tragué saliva recordando el momento.

—Pues… arqueaste el cuerpo levantando la cadera, metiste los dos pulgares de tus manos por los laterales de los leotardos y de un tirón te bajaste las bragas y las medias a la vez, dejándolas a medio muslo.

Observé bajar por su sien una gota de sudor y Ana se la quitó de un plumazo, intentando disimular. A pesar de ello, no consiguió evitar que la viera, y me di cuenta de que mi historia iba elevando su temperatura por momentos.

—Ostras… ¿me viste el… eso…?

—En primer plano…

Ana se pasó la lengua por los labios. También había pequeñas gotas de sudor sobre el superior.

—¿Y… cómo era…? ¿Te… gustó?

—Sí… aunque más que gustarme, me maravilló… —confesé con ojos soñadores—. Era tan… pequeño, tan dulce, tan infantil… con solo unos ralos pelitos que de tan rubios casi ni se veían… Te aseguro que era el conejito más bello que había visto nunca.

Ana bebió el último sorbo de su tequila de un trago y me miró sin decir nada. Esperaba que siguiera mi relato. Y no me hice esperar.

—Habías llegado a la fase final. Respirabas muy agitada y tu cadera daba pequeños saltos sobre el sofá. Las piernas las habías doblado y ahora las rodillas se unían y se separaban de forma alterna. La mano izquierda era un torbellino sobre tu coñito y la derecha ya solo se ocupaba de sobarte las tetas, sobre todo la más alejada del brazo, y de apretarla como si en ello te fuera la vida.

—Estaba a punto de correrme, supongo…

—Eso es… Y yo lo notaba… —le confirmé.

—¿Y entonces…?

—Un par de minutos después de bajarte los leotardos, tu orgasmo empezó a matarte de gusto con subidas y bajadas que te hacían saltar sobre el sofá. Las rodillas las levantabas hacia la cara. La mano izquierda se movía sin control, con dos dedos dentro de tu chochito que entraban y salían de él de forma compulsiva. La derecha la bajaste para ayudar a la otra en la entrepierna. Y, por fin, la espalda se te arqueó y alzaste la cara hacia mí. Tenías los ojos y los labios muy apretados, en pleno subidón del clímax. Aunque en los últimos momentos abriste la boca porque parecía que te faltaba el aire. Te quedaste inmóvil en esa postura durante uno… dos… tres segundos…

»Después, el cuello lo doblaste de un tirón involuntario y la cabeza se elevó de nuevo, pero hacia delante esta vez. Cuando empezaron los espasmos en las caderas, yo ya no podía verte la cara. Las piernas parecían tener vida propia y se abrían y se cerraban alocadas. Tus sacudidas me parecieron interminables. Pensé que era la fuerza de la juventud, porque la tensión de todos los músculos de tu cuerpo duró una eternidad antes de la relajación final. Te envidié por ello. «¡Quién pudiera sentir lo que Ana siente en estos momentos!», te juro que pensé.

—Te creo… te creo… —dijo Ana con voz ahogada y me sacó de mi aturdimiento. Había estado hablando conmigo mismo sin darme cuenta y solo su voz consiguió sacarme del trance.

Lo que vi al retornar a la realidad era una estampa inaudita. La mano derecha de Ana estaba escondida bajo la mesa, seguramente entre sus muslos. Con la izquierda sujetaba su cabeza bajo la barbilla muy echada hacia adelante y me tapaba la visión del brazo «pecador». Por la posición que teníamos en el sillón, se había visto obligada a cambiar de mano para poder ocultarla de mi vista mientras se tocaba por encima de la falda. Sus ojos brillaban y estaban semicerrados, y los labios se hallaban apretados formando una línea recta, haciendo juego con el rictus de su ceño.

¿Qué coño le pasaba?, me pregunté. Pero no había que ser muy hábil para entenderlo: Ana estaba a una fracción de segundo de correrse en sincronía con la niña que fue y que moría de placer dentro de la historia que le estaba relatando.

Solo fue una visión fugaz, porque Ana se percató de que yo había vuelto al presente y se recompuso a toda prisa. A continuación rió y aplaudió para dar por terminada mi historia, antes de excusarse para ir al baño a toda prisa. Mientras se levantaba, la falda se le recogió unos centímetros por detrás. Y, sin gran esfuerzo, pude ver como varias regueros de flujo se escurrían como riachuelos por sus muslos, empapando las medias y el liguero con su humedad más íntima.

*

Tardó bastante en volver. Se veía que esta vez la cola de los lavabos no la amilanó… O que precisaba más tiempo del habitual para hacer en el baño algo más que orinar.

Cuando al fin volvió, sonreía y el rictus de su ceño se había evaporado. Se sentó como si nada y preguntó fingiendo desinterés.

—¿Y al fin que pasó?

—En realidad… nada.

Me miró extrañada.

—¿Nada?

—No… te lo aseguro. Una vez que tu orgasmo terminó, mis piernas me obedecieron y me fui. No quería ni pensar en que te levantaras para ir al baño y que me pillaras allí. Además, algunas luces se encendieron en el hall y la casa cobró vida.

Su sonrisa pícara volvió a dibujarse de nuevo en su rostro.

—¿Y no necesitaste ir al baño para…? Bueno, ya sabes…

—¿Para lo mismo que tú has necesitado ir hace un momento…?

Soltó una carcajada y se ruborizó.

—¿Y tú qué sabes para que he necesitado ir…? Serás asqueroso…

Le di un pequeño toque en la nariz, conciliador.

—Bueno, vale, si quieres lo dejamos en empate… —propuse—. Yo también me pasé por el baño un par de minutos…

—De acuerdo, acepto… —confirmó tendiéndome una mano. Yo se la di sin reservas y el apretón de «acuerdo mutuo» fue sincero y caluroso—. Solo te diré una cosa…

—¿Qué cosa? —me interesé.

—Pues que espero que los dos minutos en el baño te fueran tan provechosos como lo han sido para mí.

Reímos cómplices y acordamos dar por terminada la noche.

*

Cuando le resumí la velada a Marta poco después, los dos ya en la cama, mi mujer se sintió tan acalorada o más que Ana. O al menos eso era lo que me confesó y que yo pude comprobar algo más tarde.

—Creo que ha sido una noche fructífera —comentó cuando finalicé mi narración.

—¿De verdad lo crees? —pregunté.

—Sí… —sonrió acariciándome la mejilla—. Habéis roto el hielo, lo que nos facilita seguir con nuestro juego… Y te liberas de ese peso que has llevado a las espaldas desde que ocurrió el «incidente» que tanto te ha quemado por dentro todos estos años.

—Sí, tienes razón… —asentí—. Necesitaba contárselo para liberarme de esa carga… Y por fin lo he hecho…. Uff… Me sentía tan culpable… ¿Cómo pude quedarme y mirarla como un vulgar voyeur? ¡Ana era una cría! Te aseguro que nunca pensé que llegaría el día en que sería capaz de hacerlo.

—Pues ya está hecho —dijo al tiempo que bajaba su mano a mi entrepierna—. Y ahora… ¿podrías echarme uno rapidito…? La historia y la forma en que la has vivido con Ana me han puesto a más de cien. Anda, porfa, no me digas que no…

—Claro, cielo, no creas que yo soy de hielo… Estoy como tú o peor… Necesito resarcirme de la nochecita al lado de tu querida hermana…

Le tomé la boca y comencé a comérsela con desesperación.

*

 

Extracto del diario de Ana

 

Buenas noches, querido diario. Tengo que contarte algo alucinante que me ha pasado con Fran.

Como ya te comenté antes, esta noche hemos salido él y yo solos a cenar y a tomar copas. Mi hermana se ha disculpado con una excusa tan sosa que a nadie se le podía engañar de que era fingida. Pero bueno, parece que la cosa ha salido bien, sobre todo por la historia super increíble que me ha contado Fran.

Resulta que, cuando yo tenía quince años, el me sorprendió masturbándome en mi habitación. Y por esa tontería se quedó medio traumatizado, o algo así, sintiéndose rastrero por haberse quedado a mirar siendo él ya un hombre y yo casi una niña (qué manía la de los mayores de pensar que a los quince todavía eres una niña).

En fin, que se ha pasado media vida sufriendo en silencio por haberlo hecho y no se lo había contado a nadie excepto a Marta. Incluso a ella tardó en confesárselo no sé cuánto tiempo por lo mal que se sentía.

Qué inocente, el pobre Fran. He tenido que morderme la lengua para no decirle que lo que él vio aquella tarde era algo que hacía como un ritual todos los días tras llegar a casa del colegio. Incluso, a veces, lo hacía acompañado de una o dos de mis amigas. Y, mientras nos entraba el gusto, nos peleábamos por conseguir la única revista de chicos medio desnudos que la hermana de una de ellas nos había conseguido.

A mí, sin embargo, lo de la revista me daba igual. Cuando me masturbaba a solas, prefería soñar con mi príncipe azul. Y, aunque estaba medio enamorada de un chico del colegio de al lado del mío y a veces fantaseaba con él, en quien más me gustaba pensar era en Fran. Sí, en el novio de mi hermana, aunque fuera el último hombre en la tierra al que pudiera aspirar.

¡Si él lo supiera! Si el supiera que aquella misma tarde, cuando me miraba alucinado, seguramente pensaba en él. Pero nunca lo sabrá, querido diario, será tu secreto y el mío. O, quién sabe, quizás algún día se lo cuente si llega el momento.

Recuerdo que los orgasmos fantaseando con Fran eran el doble de intensos y de largos que cuando lo hacía pensando en mi amor del colegio. Así que me lo imaginaba montado en un caballo blanco (a veces con alas y a veces sin ellas) y viniendo a rescatarme de la prisión en la que algún brujo me tenía sometida, y me masturbaba con un ansia incontrolable.

Una vez liberada por Fran (a veces imaginado con un antifaz, otras con barba o con capa de superhéroe), me desnudaba desgarrándome la ropa y sacaba su enorme verga de hombre hecho y derecho. Y, aunque yo gritaba por el dolor, él me empalaba una y otra vez haciendo coincidir su empuje dentro de mí con el orgasmo bestial con el que me corría ayudada por mis dedos, viendo su rostro cercano al mío y sintiendo su aliento en mi cuello y en mi boca.

En fin, cosas de adolescentes, diario, te lo puedes imaginar.

Hasta mañana, querido, ahora voy a recordar aquellos tiempos, siguiendo los pasos de la historia contada por Fran. Y voy a volver a pensar en él como cuando era niña. Buenas noches.

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