Capítulo 7
—¿Y por qué te sacaste el vestido? —le pregunté a Nadia cuando me senté en la mesa para cenar.
Ahora mi madrastra vestía un pantalón de jean y un suéter blanco. Probablemente era la primera vez que la veía con tanta ropa. Aunque, como sucedía siempre, cualquier prenda que usara no solo no bastaba para esconder las sinuosidades de ese cuerpo escandaloso, sino que las resaltaban más. Ahora sus turgentes tetas se marcaban en la liviana tela de algodón, y el pantalón azul, de una tela que parecía gruesa y dura, intensificaba el aire escultural de sus piernas y glúteos.
—¿Decepcionado? —dijo ella—. Es que, después de que me lo pensé mejor, me pareció una tontería usar ese vestido acá adentro. Digo… para el video fue útil, pero ahora ya no tiene sentido.
—Lo que no tiene sentido es que te cambies de ropa a esta hora de la noche —retruqué yo.
No obstante, por un extraño momento sentí una puntada de decepción, por el hecho de que no utilizara aquella misma prenda que sí usó para que la viera el hombre de seguridad.
—Ey, no te confundas —respondió ella, visiblemente molesta—. Ya te dije que yo me pongo la ropa que quiero, y lo hago a la hora que quiera, y de la manera que quiera.
—Okey, sólo fue una observación —dije.
Nadia estuvo algo callada. Por momentos me observaba de manera subrepticia. Parecía estar a punto de decirme algo, pero luego se quedaba en silencio y mantenía la cabeza gacha, mirando el plato. Me dio la impresión de que estaba resentida conmigo. ¿Sería que lo de las nalgadas realmente la había molestado? Si era así, se lo merecía. Ella siempre me andaba presionando para que hiciera cosas raras. Sólo le había dado una dosis de su propia medicina. No obstante, su mutismo, aunque me pesara admitirlo, me resultaba inquietante.
Los canelones de jamón y queso estaban deliciosos. Había hecho la salsa como a mí me gustaba, y había abierto un vino bastante dulce que, si bien no era el mejor de los que había dejado papá, no estaba nada mal.
—Dejá, yo levanto la mesa y lavo los platos —dije.
No era tonto. Debía hacer mi parte para que ella siguiera haciendo de chef, cosa que se le daba muy bien. Aunque, pensándolo mejor, ya había colaborado bastante con lo del video. No me cabían dudas de que sus seguidores se babearían cuando vieran cómo ese ojete perfecto era azotado hasta quedar colorado. Todos imaginarían ser los dueños de aquella mano impetuosa que hacía contacto una y otra vez con esa parte del cuerpo tan anhelada de mi madrastra. Había visto cómo quedó el video. Ella con el torso apoyado en la mesada, en una actitud sumamente sumisa, largando gritos mientras recibía las nalgadas, con el vestido levantado hasta la cintura. No sabía muy bien cómo funcionaba esa plataforma en donde subía sus fotos y videos, pero seguramente haría sus buenos dólares con eso, y eso sería en parte gracias a mí, así que nunca podría echarme en cara que yo no colaboraba con los gastos de la casa.
Nadia entró a la cocina. Dejó sobre la mesada los cubiertos y los vasos que habían quedado en el comedor, para que los lavara. Me miró de reojo, una vez más, como si estuviera sopesando algo. O quizás más bien, como si quisiera desentrañar algo de mi interior con esa mirada intensa. Pero no dijo nada, ni tampoco se quedó a ayudarme a secar los cubiertos, como había imaginado que haría.
Tanto mejor. Siempre que la tenía cerca pasaban cosas raras.
Para mi sorpresa, siendo apenas las diez de la noche, se metió en su cuarto. Yo estaba en el living, viendo la televisión. Inesperadamente, me sentí mal. Bueno, no tanto como sentirme mal, sino que me embargó cierta zozobra que ya venía sintiendo desde la cena. Me preguntaba qué carajos le pasaba a Nadia. Era cierto que ella me había recalcado muchas veces que sentía una enorme confianza en mí, que me consideraba diferente, y que estaba segura de que yo no la lastimaría ni haría nada que no quisiera, y todo eso. Pero si pensaba que con lo de las nalgadas me había pasado de la raya, estaba muy equivocada. Yo solo le había seguido la corriente, y había subido un poco la apuesta, pero nada más. Y ni hablar del hecho de que ella podía haber puesto fin a esa escena en el momento que quisiera.
Y sin embargo, ese incómodo sentimiento seguía en mi interior.
Le envié un mensaje, preguntándole si ya había subido el video, y si así era, cómo le estaba yendo con eso. Pero me dejó en visto, y no respondió, cosa que me descolocó.
Sentí un tipo de irritación que hasta el momento no había sentido. Algo que iba más allá de mis sentimientos iniciales hacia ella, impulsados principalmente por la desconfianza y por su torpeza y excentricidad. En ese momento no terminaba de percatarme de a qué se debía esa irritación, pero ahora me doy cuenta de que lo que me pasaba era que me sentía profundamente indignado. Sí, eso era. Indignación porque consideraba que se estaba produciendo una injusticia conmigo.
Así que, sin pensármelo mucho, con la ofuscación de ese momento, fui a hablar con ella.
—Nadia, no estarás molesta por… —dije, pero me interrumpí al verla, y al darme cuenta de que había irrumpido en su habitación de manera brusca.
Ella me miraba desde la cama, con fastidio.
—¿Así van a hacer las cosas ahora? —preguntó—. ¿No vas a respetar mi privacidad?
—Es que no me di cuenta. Pasé sin querer. No me lo pensé mucho —me expliqué, aunque sin pedir disculpas, ya que no me parecía para tanto—. Además, no es que sea la primera vez que te vea en ropa interior —agregué, ya que ella estaba sobre la cama, sin cubrirse con las sábanas, solo ataviada con un conjunto de ropa interior blanca.
—Me parece raro que todavía no termines de comprenderme —dijo ella. Se sentó sobre la cama, para luego abrir sus piernas de par en par, en una pose tan innecesaria como insinuante—. No me molesta que me veas así. Lo que me molesta es que entres a mi cuarto sin golpear la puerta. Que no me respetes, eso me molesta.
—Bueno, en realidad, es cierto que no termino de comprenderte. De hecho, por eso estoy acá —dije, resuelto a no dejarme pasar por encima solo porque cometí el error de entrar a su cuarto sin golpear, que además era un error que ella misma había cometido en su momento— ¿Estás molesta conmigo?
—No —contestó ella—. Solo algo decepcionada. Pero no me hagas caso. No es tu culpa. Es mía, por tener tantas expectativas puestas en vos.
—De qué carajos estás hablando —exclamé, para luego sentarme a los pies de la cama.
—Nada. De verdad, no me hagas caso.
—Me da la impresión de que te molestó que te nalgueara —dije.
Era increíble hasta qué punto algunas cosas empezaban a naturalizarse. Si hacía apenas un par de semanas alguien me hubiera dicho que le estaría preguntando a mi propia madrastra si estaba enojada porque yo la había nalgueado, no lo hubiera creído de ninguna manera. Pero, en fin, así estaban las cosas.
—¿Esa impresión te dio? ¿Y qué te hizo pensar eso? —dijo, irónica, cambiando de nuevo a un tono más belicoso—. Ah sí, quizás el hecho de que en ningún momento te pedí que lo hicieras —respondió—. Es más, vos me habías prometido que jamás me harías nada que no quisiera que me hagas, y que no me lastimarías.
Al decir esto sonaba realmente indignada. Esperaba que no se pusiera a llorar. No por primera vez temí que fuera una persona bipolar, o algo por el estilo, ya que cambiaba de humor de manera radical, de un momento para otro.
—¡Pero si vos no me dijiste que parara! —respondí, casi gritando, recordando que cada vez que la palma de mi mano impactaba con sus carnosos glúteos, ella profería unos grititos, pero no decía nada. Es más, cuando todo había terminado, se había quedado con el vestido levantado, y con el culo al aire, y me había preguntado si pensaba hacerle algo más. Pero esto último no iba a mencionarlo. No pensaba enredarme con su locura.
—Ya lo sé —dijo ella, lacónica.
—¿Entonces?
—Entonces, nada —contestó—. Sólo quiero que me jures que, si volvemos a hacer algo parecido, vas a respetar lo que hayamos acordado previamente.
—Está bien. Pero en realidad creo que lo mejor es que no se vuelva a repetir eso. Y mucho menos esa escena que armaste para Juan.
—Okey, lo de Juan fue una estupidez, lo reconozco —admitió ella—. Pero me alegro de que haya pasado un mal momento. Es más, hasta me escribió.
—¿Y qué te puso? —quise saber.
—Ni idea, ni siquiera lo leí —dijo, soltando una risita de nena traviesa—. Pero lo otro…
—Por lo otro te referís a lo de los videos, me imagino.
—Sí, eso. Bueno… Creo que hacemos un buen equipo.
—No me jodas.
—Es por eso que es muy importante que pueda confiar en vos —siguió diciendo, haciendo oídos sordos a mi comentario—. Que entiendas que es solo un juego, para que se divierta el público.
—Para que se divierta y se pajee querrás decir.
—Bueno. Sí. Eso.
—No puedo prometerte nada. No sé si voy a tener ganas de hacerlo de nuevo. No me gustan estas escenas.
—Está bien, pero en ese caso, más te vale que vayas buscando un trabajo. Yo no voy a mantener este departamento sola durante mucho tiempo. Y no lo digo porque no quiera hacerlo, ya que en todo caso sé que en el futuro, cuando vendamos el departamento, me vas a devolver los gastos. Pero el tema es que el contenido que subo normalmente, si bien tiene bastante éxito, no es tanto en comparación a lo que generan este tipo de videos.
—Entonces ¿ya lo subiste?
—Sí, está siendo furor.
—Okey, me lo voy a pensar —dije, poniéndome de pie, para dirigirme a la salida. Pero en el umbral me detuve—. Perdón por lo de las nalgadas —agregué.
Volví a mi cuarto, convencido de que mi madrastra me estaba contagiando su locura. Ahí estaba yo, sopesando nuevamente la posibilidad de colaborar activamente con su trabajo.
……………………………………
—Hay mucha gente —dije, preocupado.
Estábamos en el supermercado. Si bien se suponía que solo podía ingresar una sola persona por grupo familiar, mi madrastra y yo habíamos hecho de cuenta que íbamos separados, por lo que no tuvimos ningún inconveniente.
Era el día seis de cuarentena. En Ramos Mejía se había cortado el suministro de energía eléctrica a lo largo de una zona muy amplia, y nuestro edificio se había visto afectado. El ruido de los grupos electrógenos que habían encendido en los locales, para poder continuar trabajando, era muy molesto. Pero salir fuera de ese departamento en el que últimamente vivíamos encerrados me hacía bien. Además, durante el día no estuve del mejor humor. Había recibido un mensaje de la universidad a la que pertenecía en donde explicaban que, durante las primeras semanas, las clases serían de manera virtual. Y encima ni siquiera se aclaraba cuándo se reanudaría la presencialidad. Cada vez había más indicios de que todo lo relacionado con la pandemia deba para largo, y mientras más se alargaba el confinamiento, más lejos quedaba la posibilidad de vivir solo, ya alejado de esa bizarra etapa de mi vida, mezcla de película holiwoodense postapocalíptica y de manhwa erótico.
—Veamos en el otro pasillo —dijo Nadia, sin molestarse en seguir haciendo de cuenta que éramos dos desconocidos.
Yo iba caminando detrás de ella, quien llevaba el carrito de compras, sin dejar de pensar en lo fácil que le resultaba arrastrarme a sus locuras cada vez que quería. En ese momento usaba una falda floreada. Una prenda muy inusual en ella, que siempre se decantaba por shorts o calzas. Arriba lucía un top verde. Tanto los empleados como los otros clientes se quedaban idiotizados cuando notaban los pezones marcados en la tela, y luego la seguían con la mirada, sin importarles en lo más mínimo si yo era su pareja o no, y no dejaban de deleitarse con su orto hasta que ella se perdía de su vista.
Más de una vez me vi tentado a decirles que se trataba de una chica que vendía contenido erótico en internet. Muchos se alegrarían al saber que podrían verla con lencería erótica, o incluso desnuda si la apoyaban con unos dólares, cosa que además me beneficiaría. Pero ella no quería que en el barrio la conocieran por su trabajo. Una tontería, según pensaba yo. Si bien solo una minoría de sus fans eran de Argentina, y parecía improbable que la reconocieran por la calle, el número de seguidores iba aumentando constantemente, por lo que solo era cuestión de tiempo para que en el barrio (y en el edificio), se inventaran todo tipo de cosas debido al peculiar oficio que llevaba.
—Mierda. Vamos al de al lado —dijo Nadia, cuando vio que en el pasillo en el que nos habíamos metido también había muchos clientes—. Y eso que elegí un horario en el que no suele salir mucha gente —agregó después.
En efecto, era la hora de la siesta, y las calles parecían casi desiertas. Pero por lo visto no éramos los únicos que habíamos elegido ese horario para ir al supermercado. Una simple casualidad, o quizás sería que muchas personas se estaban cansando de seguir al pie de la letra las normas de la cuarentena.
—Quizás sea mejor allá —dije, señalando la otra parte del local, donde estaba el sector de los vinos. Parecía que no había nadie en ese momento. Además, era el último pasillo, por lo que a un costado sólo tenía una pared.
—Estás nervioso ¿No? —preguntó, aunque era evidente que ya conocía la respuesta.
—Para nada —contesté, mintiendo.
—Si me lo preguntás, me parece una tontería lo que voy a hacer. Pero a veces hay que ensuciarse las manos.
—Todo sea por el vil metal —respondí.
Saqué el celular de mi bolsillo, y seguí a Nadia, que iba arrastrando el carrito y poniendo algunas cosas en él. Pero, aunque se esmerase por parecer normal, no se asemejaba a ninguna ama de casa que conocía. Se había puesto tacones altos, y meneaba las caderas de una forma exagerada, una forma que solo a las mujeres como ella no les sentaría ridículo, pues era una de las tantas maneras que tenían de derrochar su sensualidad, cosa que siempre dejaba felices a los hombres, y admiradas a las mujeres.
A cada paso que daba, la pierna que quedaba atrás permanecía rígida, de manera tal que el glúteo sobresalía, como si se inflara dentro de la pollera. Si la visión se concentraba en esas dos nalgas, como lo hacía cada tipo que se la cruzaba, resultaba un movimiento hipnótico, casi mecánico, en donde una nalga se contraía para dar paso a la otra, una y otra vez. Mis amigos podrían estar un día entero viendo caminar a Nadia, y serían felices sólo con eso.
Ahí estaba yo, metido de nuevo en una de sus locuras. Y es que si bien su argumento era simple, no dejaba de ser certero. Debíamos hacer todo lo que podíamos para generar la mayor cantidad de ingresos posibles. La cosa estaba difícil en el país. Yo había enviado decenas de currículums, y ni uno solo había sido respondido, y los gastos del departamento no eran insignificantes, ni mucho menos.
Nos acercamos al sector de los vinos. Mis manos estaban transpiradas. Esperaba que no se resbalara el celular justo cuando debía utilizarlo. Debía hacer todo en el primer intento, no quería tener que repetir esa bochornosa tarea de nuevo.
Nadia dio media vuelta.
—Ahora —dijo.
Encendí la cámara de video. Ahora mi madrastra aparecía en escena. Agarraba una botella de vino y la metía en el carrito. Después giró hacía mí. Su rostro estaba cubierto, pero me di cuenta, por la expresión de sus ojos, que se le había formado esa sonrisa de nena traviesa que yo ya conocía. Ese era el momento en que lo haría.
Miré a todas partes, a ver si no aparecía alguien. Se escuchaban algunas voces muy cercanas, pero nadie a la vista. Habrían de estar en otros sectores, comprando otras cosas que no tenían nada que ver con el alcohol.
Entonces Nadia se detuvo. Se apoyó en al carrito. Inclinó su cuerpo hacia adelante. Procedí a enfocar su trasero, que por el momento había cesado de hacer ese hipnótico movimiento. La pollera floreada era tan ceñida que, si se la miraba bien, permitía adivinar la forma de la tanga que llevaba debajo, la cual quedaba en relieve. Como era de esperarse, era diminuta, con las tiras finísimas.
Y entonces, así como yo lo había hecho el día anterior, esta vez ella misma se levantó la pollera, lentamente, hasta dejar su culo al aire, cubierto apenas por una tanguita roja, que la cubría tanto como una mano puede tapar el sol. Miró a cámara de nuevo. Así es, la loca de mi madrastra estaba en culo en medio del supermercado. Caminó unos pasos, y esta vez el sugestivo movimiento de su duro trasero era realizado casi al desnudo.
Luego se bajó la pollera y siguió caminado como si no hubiera pasado nada.
Miré a todas partes, con temor a que hubiera alguien agazapado en algún lugar y hubiera visto todo lo que habíamos hecho. Sería una absoluta vergüenza que nos echaran de ahí por exhibicionismo. Pero he de reconocer que, quizás por primera vez en la vida, sentía la adrenalina que genera estar haciendo algo incorrecto, y sobre todo, el miedo a ser atrapado infraganti.
No había nadie, sin embargo, en ese momento me di cuenta del terrible error que había cometido. La vinoteca a simple vista parecía un lugar ideal en cierto sentido, pues estaba en un rincón del supermercado, y no había clientes más que nosotros en ese momento. Pero había omitido un pequeño detalle. En el techo, por encima de los estantes, había colocada una cámara de seguridad, cuya luz roja estaba encendida, y apuntaba directamente al pasillo en el que estábamos nosotros.
Me puse rojo de la vergüenza. Pero no le dije nada a ella, deseando que simplemente fuera una cámara puesta para persuadir a los ladrones, cosa que había leído que solían hacer ciertos negocios que no contaban con el presupuesto para instalar un sistema de seguridad fiable.
—¿Salí bien? —preguntó Nadia, estirando la pollera de nuevo, quizás por temor a que no haya quedado prolija, cubriendo todo lo que tenía que cubrir.
—Tan bien como puede salir un culo en cámara —contesté.
—O sea que salí bien.
Le dije que pasara por caja ella sola, que no quería que nadie nos preguntara que por qué habíamos entrado juntos siendo que eso no estaba permitido. La vi desde cierta distancia, mientras el cajero la atendía. Lo cierto es que el tipo no se veía raro, y tampoco había un intercambio de miradas entre los otros empleados, algo que de seguro sucedería si la habían descubierto haciendo sus travesuras. Así que, más tranquilo, salí por la misma puerta por la que había entrado.
—Usted es un campeón ¿sabía? —me dijo el tipo que atendía en la entrada, recibiendo los paquetes que dejaban los clientes antes de ingresar al local. Me hizo un gesto con la cabeza, señalando hacia arriba. Ahí me di cuenta de que el monitor estaba en una esquina, sobre un estante. Me puse más rojo de lo que estaba, y salí de ese local.
Así que ese tipo había visto cómo Nadia se levantaba la pollera. Lo bueno era que no me había tirado la bronca por el exhibicionismo. Pero no dudaba de que no tardaría en contarle a sus compañeros lo que había sucedido, y el chisme se esparciría más rápido que el coronavirus.
—¿Estás bien? —preguntó ella, cuando nos encontramos en la salida, notando mi turbación.
—Había una cámara —reconocí, pues pensé que mientras antes lo hiciera, mejor.
—Qué boludos, no nos fijamos en eso —comentó ella.
—No, no se nos ocurrió lo más obvio.
—¿Y será que nos vieron? —preguntó, preocupada.
—Al menos ese de allá, sí —respondí, señalando al tipo que me acababa de cruzar en la entrada.
Ella lo observó, a través de la pared de vidrio. El tipo la saludó con la mano.
—Qué pajero —dijo—. Ahora va a pensar que por haberme visto el culo tiene derecho a hacerse el vivo conmigo.
—Si se llega a propasar con vos, decímelo —dije, mientras empezábamos a alejarnos.
—No necesito un caballero con armadura que me defienda, enfrentándose en duelo a quienes me agreden — respondió ella.
—No me voy a batir a duelo con nadie, solo digo que… —dije, sin poder terminar de hilvanar la idea—. Bueno, en esta estamos juntos ¿no?
Nadia me agarró del brazo, y fuimos caminando juntos los metros que quedaban hasta el edificio.
—Sí, tenés razón. Igual no pienso ir a ese supermercado por un buen tiempo, para evitar momentos incómodos. Ya de por sí hay montones de tipos que se creen que, porque me visto de determinada forma, los estoy invitando a cogerme. Imaginate lo que debe estar pensando ese chico.
—Bueno, no lo conozco, quizás no sea alguien prejuicioso —dije, aunque no estaba en absoluto convencido de eso.
—Debe pensar que soy una puta, como todos —dijo, tajante.
—No exageres. No todos piensan así. Estamos en el dos mil veinte ¿sabías? —dije, asombrándome a mí mismo por intentar que no se sintiera paranoica por lo que acaba de pasar.
—En fin, ya no quiero hablar de esto.
No lo mencionamos, pero ambos estábamos conscientes de que sólo era cuestión de tiempo para que la vida que llevaba en las redes sociales, donde vendía sus fotos en las que salía desnuda, se mezclara con su vida cotidiana. Era algo que ella temía, pero a la vez sabía que tarde o temprano iba a suceder. No faltarían los prejuiciosos y las envidiosas de siempre que no tardarían en señalarla con el dedo.
Como el edificio continuaba sin electricidad, tuvimos que subir los once pisos por escalera. A mi madrastra no le costó nada hacerlo. En la cartera llevaba unas sandalias que se colocó luego de quitarse los zapatos. Su pollera le incomodaba un poco subir los escalones, pero si bien era muy ceñida, parecía tener una tela algo elastizada.
Yo me sentí completamente agotado cuando apenas iba por el segundo piso. Quizás ahí debí darme cuenta de que algo no estaba bien: Si bien no era de hacer deportes ni mucho menos de ir al gimnasio, era extremadamente joven, y no tenía sobrepeso, ni ningún problema físico, por lo que la fatiga tendría que haber llegado mucho después.
Nadia me miraba de reojo, mientras yo subía con la respiración agitada. No dijo nada, ni siquiera se burló. Más bien al contrario, parecía preocupada. Iba en todo momento varios escalones por delante, por lo que en todo ese interminable trayecto tuve su trasero por encima de mi cabeza. Cuando entramos al departamento, me metí en el cuarto.
Unos minutos después me envió un mensaje. “¿Estás bien?” decía. Le contesté que sí, que no pasaba nada. Sin embargo, seguía inusitadamente agotado, y me dolía la cabeza. Me tomé una aspirina, y me recosté sobre la cama.
No por primera vez, en medio de esa cuarentena, pensé en papá. Sin embargo, sí era la primera vez que me pregunté cómo es que había conquistado a una mujer como Nadia. Sabía que él tenía mucho éxito con las mujeres. Prueba de ello era la cantidad de novias veinteañeras que había tenido en los últimos años. Pero es que Nadia estaba en otro nivel. Era de esas chicas que son deseadas por todo el mundo, y a su vez, eran pocos los que se atreverían a encararla de manera sincera. Es decir, como ella misma había dicho, muchos hombres le dirían cosas, no solo por su cuerpo voluptuoso, sino por la manera sensual en que se vestía. Pero serían muy pocos los que realmente intentarían seducirla. ¿Cómo lo había logrado papá?
Ella decía tener aversión hacia los tipos que la cosificaban, que la trataban como un mero objeto sexual. Pero también había dicho que a papá le gustaba exhibirla entre sus amigos, que disfrutaba que su mujer se mostrara desnuda en las redes, y hasta fantaseaba con la idea de que alguno de sus amigos descubriera que vendía packs de fotos. Había algo contradictorio en todo eso ¿cierto?
Lo pensé un rato, y creí encontrar una respuesta. ¿Por qué Nadia se había molestado por las nalgadas que le había dado? Según decía, porque eso no estaba pactado. Pero bien que ella me había pedido que le levantara la pollera y masajeara su orto con fruición. ¿Acaso eso no me daba derecho a darle unos cuantos azotes? Evidentemente, ella no lo consideraba así. Quizás ese era el núcleo de la relación con papá. Él respetaba al pie de la letra los límites que ella le imponía. Sin embargo, ¿Eso no significaba que él era un sumiso? Supuse que a muchos hombres no les importaría ocupar el lugar de sumiso en una relación con una hembra como Nadia.
Me acaricié la verga. Como era de esperar, ya estaba hinchada. Pensé en la posición en la que me encontraba. ¿Cuántos hombres como yo darían lo que fuera por estar en mi lugar? Mis amigos, sobre todo Edu y Toni, se reían de mí cuando les contaba sobre lo que sucedía con mi madrastra. Y si les contaba lo de los últimos días, me tratarían de demente.
Pero, por otra parte, el hecho de que se trataba de mí era justamente el motivo por el que estaba pasando por esas bizarras situaciones. Y es que dudaba de que Nadia le pidiera a cualquier otro lo que me pedía a mí. Y mucho más improbable me parecía que otro hombre tolerara las cosas que yo toleraba.
Sí, eso era. Ella confiaba en mí, tal como lo había dicho incansables veces. Sabía que nunca intentaría nada con ella, pues era la mujer de papá. Sabía que yo entendía que, si me pedía que la toque, o que le saque fotos desnuda, era una cuestión puramente laboral, o como mucho, artística. Cualquier otro en mi lugar se hubiera pasado de listo apenas la viera andando por la casa en tanga. Pero yo, salvo haber manifestado alguna incomodidad sobre el asunto, me había comportado con normalidad. Al igual que cuando la ayudé a broncearse… Bueno, en realidad en esa ocasión había tenido una leve erección. Pero como ella misma había dicho, eso era algo normal. Y es que yo no soy de madera, y mi cuerpo reacciona ante determinados estímulos, como le sucedería a cualquier otro.
Me levanté de la cama, negándome a masturbarme pensando en ella nuevamente. Me sentía más agotado de lo que ya estaba, y mi cuerpo me dolía en todas partes.
Me fui al baño principal. Quería darme una larga ducha. Eso me haría bien. El agua caliente cayendo en mi cuerpo sería muy confortable. Luego dormiría unas horas y estaría perfecto. Yo rara vez me enfermaba. Papá siempre resaltaba eso, como si fuera un logro mío.
Me desnudé y noté, sin asombro alguno, el abundante líquido preseminal que había salido de mi verga, y que había manchado mi ropa interior, y se había adherido al vello púbico, haciéndolo brillar en determinadas partes.
Me metí bajo la ducha. El agua, lejos de aliviarme, pareció cascotear mi cuerpo dolorido. ¿Qué mierda estaba pasando? Sin embargo, me quedé bajo el agua, en una actitud masoquista quizás.
Papá, pensaba, ¿Cómo carajos pudiste conquistar a Nadia?, pero más difícil que conquistarla aún (lo que ya era mucho decir), ¿Cómo hiciste para mantener una relación estable con alguien como ella?
Enjaboné mi cuerpo. Agarré mi verga, aún hinchada, y la coloqué bajo el agua que caía en forma de lluvia. Por suerte en esa zona no sentía dolor. Me masajeé con la mano jabonosa. A mi pesar, con solo un par de movimientos, ya se puso dura de nuevo.
Estaba claro, nunca iba a pasar nada con ella. Además, yo no quería que eso sucediera. Y por si eso no bastaba, era la mujer de papá. Ella solo me permitía esas cosas porque sabía que yo no me aprovecharía de la situación. ¿Quién en su sano juicio soportaría tener a semejante culo en sus narices, con la autorización de ella misma de estrujarlo, y se limitaría a hacer eso y nada más? Dudaba de que existieran muchos hombres que no intentarían correrle la tanga a un costado y cogerla ahí nomás.
Pero de nuevo, ninguno de esos hombres llegaría nunca a estar en esa situación, porque mostrarían sus garras tarde o temprano, y ella jamás les confiaría ser los coprotagonistas de sus videos eróticos. Claro, eso debía ser. Yo mismo era el responsable de estar en esa situación. Mi integridad me había colocado ahí.
Sin embargo, la abstinencia se estaba haciendo demasiado pesada, y la única mujer con quien interactuaba era con ella. Y el encierro seguía prolongándose, y la reputísima madre que parió al mundo.
Bajo esa dolorosa ducha, no pude sacarme de la cabeza el perfecto ojete de mi madrastra, moviéndose sensualmente bajo esa falda, o con el vestido levantado, para recibir mis nalgadas. ¿Cómo se había sentido? Duro y suave. Esas dos simples palabras describían perfectamente a una de las situaciones más estimulantes que había experimentado en mi vida.
Y sin embargo sabía que no podía hacer más que eso. No, no era sólo que no podía, era que no debía. Y tampoco era solo que no podía ni debía, era que no quería.
No, no quería. No quería cogerme a mi madrastra. Y sin embargo ahí estaba, empezando a masturbarme, con las manos resbaladizas por el jabón, que se frotaban frenéticamente en el tronco. Y el cuerpo me dolía, y sospechaba que había levantado fiebre, pero ahí estaba. Si no descargaba mi lujuria en ese mismo instante, no tardaría en convertirme en un troglodita, igual a esos que siempre detesté, que piensan con la verga en lugar de hacerlo con la cabeza. A mí no podía pasarme eso. ¡Yo tenía principios!
Y entonces acabé. El semen saltó en línea recta hacia arriba, y cayó sobre mis propios genitales. En la intensidad del goce, había retrocedido un poco, por lo que el agua ya no caía sobre él, así que el líquido viscoso se deslizaba lentamente por mi tronco y mi peluda pelvis.
Y entonces me percaté de algo terrible. Las pocas energías que me quedaban habían sido absorbidas por el orgasmo. Sentí que el dolor en el cuerpo ahora me atravesaba con mayor intensidad. Mis piernas temblaron, me sentí mareado. Atiné a agarrarme de la cortina del baño, pero fue en vano. Los ganchos que pasaban a través del caño se fueron soltando uno a uno, debido a mi peso, y entonces caí al suelo, sentado de culo.
—¡León! ¿Pasó algo? —preguntó Nadia del otro lado de la puerta, ya que había escuchado el escándalo de la cortina.
Le dije que no pasaba nada, pero me di cuenta de que apenas estaba susurrando. Y entonces sentí que se disponía a abrir la puerta.
—¡No, no entres! —exclamé, pero la voz salió apenas más fuerte que la primera vez.
Así que Nadia entró. Por primera vez la vi desencajada. No sólo estaba preocupada, sino asustada.
—¡¿Qué pasó?! —quiso saber.
—Nada, andate por favor —le dije.
La cortina había caído del otro lado de la bañera, por lo que me encontraba completamente expuesto. Aunque, desde la distancia en que estaba ella, suponía que la bañera me tapaba mis vergüenzas.
—Pero ¿qué te pasó que te caíste? —preguntó ella, desviando la mirada, al ver que me encontraba sumamente abochornado.
—Desde hace un par de horas que me duele todo el cuerpo —dije.
—A ver, ¿Podés levantarte? —preguntó, aún con la vista desviada.
Yo me agarré del costado de la bañera, y me ayudé para impulsarme hacia arriba. Pero mi brazo no aguantó el peso, y caí de culo nuevamente.
—A ver, basta de tonterías. No vas a ser el primer hombre que vea desnudo. Y no hace falta recordarte que vos me viste en bolas más de una vez.
Quise decirle que si la había visto desnuda era porque ella lo había querido. Pero no alcancé a decir nada, pues ya se había acercado.
Fue entonces cuando se percató de que mi desnudez era lo que menos me avergonzaba. Parecía que le costaba sacar la vista de mis genitales, manchados con mi propio semen, el cual, para colmo, era increíblemente abundante.
—Ah —dijo.
—Yo me arreglo —dije, intentando ponerme de pie.
—A veces es mejor dejar el orgullo de lado —contestó—. No seas tonto, y quedate ahí donde estás.
Para mi sorpresa (aunque no tanto), Nadia se quitó el top que cubría su torso, y luego hizo lo mismo con su pollera floreada, para colgar las prendas en un gancho. Quedó solamente con el conjunto rojo, cuya tanga ya había tenido el gusto de ver en el supermercado.
Y entonces se metió en la bañera conmigo.
—¿Qué hacés? —pregunté, ahora poniéndome de pie a duras penas.
—Dejá de hacer esfuerzos innecesarios. Cuando termine, te ayudo a ir a tu cuarto.
Cuando termines ¿con qué?, quise preguntar, pero cuando vi que mi madrastra me daba la espalda para sacar la regadera de donde estaba, me di cuenta de lo que pretendía.
—No te preocupes, le pudo haber pasado a cualquiera —aseguró.
Salió de la bañera, aun sosteniendo en su mano la ducha. Su cuerpo y parte de su ropa interior estaban mojados, supuse que por eso se había quitado la ropa, para no mojarla. Ahora apuntaba el chorro de agua a mi entrepierna. El líquido empezaba a limpiar el semen que había quedado en mi verga y en mi pelvis, y ahora se deslizaba por la bañera, e iba a parar al desagüe.
—Frotate un poco con la mano, para limpiarte bien. Eso no lo puedo hacer por vos —dijo mi madrastra, intentando sonar graciosa, aunque lo único que logró es que me sintiera más ridículo de lo que ya me sentía.
Me enjaboné, y luego enjuagué mi miembro viril. Al hacerlo, no pude evitar que se hinchara levemente otra vez. Nadia ahora miraba a otra parte. Pero eso no cambiaba nada, ya me había visto en la peor situación posible.
—Listo —dije.
Agarró una toalla, me envolvió con ella, y me ayudó a secarme. Cuando terminamos de hacerlo, agarró la toalla, y la colgó, dejándome nuevamente desnudo frente a sus narices. Me indicó que me apoyara en su hombro al salir de la bañera. Así lo hice, lentamente, sintiendo mi cuerpo terriblemente dolorido a cada movimiento que hacía.
—Secate bien ahí —dijo Nadia, señalando con un movimiento de cabeza mi entrepierna, cuando ya me encontraba frente al espejo. Me entregó la misma toalla que había usado. Tanto mi cabello como mis testículos, que tenían abundante vello pubiano, estaban todavía mojados. Así que froté intensamente ahí, para terminar con esa penosa tarea de una vez.
Nadia me envolvió ahora con otra toalla seca, y me ayudó a ir a mi cuarto.
—Debe ser solo una gripe —alcancé a decir, mientras entraba a la habitación—. Estos cambios de temperatura me habrán hecho mal —agregué, recordando que las últimas semanas el clima no terminaba de decidirse por tener temperaturas otoñales o veraniegas.
—Una gripesiña, como dice el pelotudo de Bolsonaro —dijo Nadia, riendo—. Nosotros sabemos muy bien qué es lo que tenés —agregó después, más seria.
—Pero entonces, tenés que alejarte de mí. Si no, te voy a contagiar.
—Yo ya estoy contagiada, tontito —respondió ella. Hizo a un lado las sábanas—. Dale, metete en la cama. Te voy a ayudar a vestirte. Tenés que estar bien abrigado.
—No, si ya me arreglo solo —dije yo.
Nadia tironeó de la toalla, hasta que me despojó de ella, dejándome en pelotas otra vez.
—Metete en la cama —dijo.
Le hice caso. Me subí a la cama, no sin esfuerzo, mientras ella buscaba una remera, ropa interior, y un pantalón de jogging que yo usaba como pijama.
—Eso… eso fue por Érica —aclaré, refiriéndome a la eyaculación que mi madrastra había visto hacía unos minutos.
—Lo entiendo. No tenés que darme ninguna explicación. Masturbate todo lo que quieras, siempre y cuando dejes el baño limpio.
Me colocó el bóxer hasta las rodillas, pero yo hice el último esfuerzo para subirlo hasta la cintura, y que por fin me cubriera mi verga que, para colmo, ya parecía querer despertarse en cualquier momento. Luego hizo lo propio con el pantalón y la remera.
—No te preocupes. Yo te voy a cuidar —comentó después, para luego darme un beso en la frente.
Nadia, semidesnuda, salió de mi habitación, y me dejó solo.
—Y yo voy a cuidarte a vos —quise decir, pero apenas pude murmurar algo cuando ella ya cerraba la puerta a su espalda.
Continuará
Los siguientes capítulos de esta serie ya están disponibles en Patreon, para quienes quieran apoyarme con una suscripción. Aquí los subiré semanalmente. Pueden encontrar el link de mi Patreon en mi perfil.