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TODORELATOS » AMOR FILIAL » MI PERVERSA MADRASTRA (10)
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Fecha: 11-Jun-23 « Anterior | Siguiente » en Amor filial

Mi perversa madrastra (10)

Gabriel B
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Matías por fin se muda, y Ana Laura se compra el vestido para el casamiento. Version para imprimir

Capítulo 10

               Papá volvió al otro día, cosa que me decepcionó. Sí, mi corrupción en ese punto ya era algo que no solo reconocía y aceptaba, sino que abrazaba. Yo me quería seguir cogiendo a Ana Laura, y papá era un obstáculo. El hecho de que acabara de recuperarse de un infarto no hacía que me sintiera menos contrariado ante su regreso.

               Y sin embargo la lucha interna conmigo mismo seguía sin tregua. Pero lo que se oponía al chico lujurioso que quería seguir deleitándose con el perfecto cuerpo de su madrastra no era mi parte más noble, ni la más honesta. Lo único que me instaba a detener toda esa historia retorcida era una pizca de prudencia que me quedaba en algún recóndito lugar de mi ser. En efecto, si el asunto con Ana Laura seguía, sería cuestión de tiempo para que todo se fuera a la mierda. Fue pensando en eso que finalmente le dije a papá que aceptaba su oferta de irme a vivir solo.

               —¿Estás seguro pich… Mati? —dijo papá.

               Estaba en casa, y aunque le habían dado el alta médica le recomendaron guardar reposo, por lo que se encontraba en su cama. Parecía diez años más viejo. Le había largado el comentario sin mucho preámbulo. Temía que si no lo hacía de manera impulsiva luego terminaría por arrepentirme, y seguiría dilatando el tema de la mudanza de manera indefinida.

               —Sí, creo que va a ser lo mejor. Vos y Ana Laura recién están empezado su convivencia, y merecen su espacio. Y yo también tengo que empezar a hacerme una idea de lo que es vivir solo, sin que Cristina me esté lavando la ropa y limpiando el cuarto.

               —No seas tonto Mati, vamos a contratar a otra empleada para tu departamento. Vos estás para otras cosas.

               Conversamos un rato. Me explicó cómo iba a ser trabajar bajo sus alas. La verdad es que no tenía ningún interés de meterme en sus negocios, mucho menos cuando me dio a entender que eran bastante irregulares. Pero eso se lo diría más adelante. No tenía la cabeza para lidiar con varias cosas al mismo tiempo.

               Lo mejor era que ya había un departamento disponible para que lo ocupara. Podría mudarme cuando quisiera. Eso no me lo esperaba, pero no podía negar que me beneficiaba mucho. La tensión que sentía en esa casa era insoportable. Sentía una presión que jamás había experimentado. Ni siquiera cuando debía presentar un examen para el que no había estudiado lo suficiente me pasaba eso. Comprendí que se trataba de estrés. Una locura para alguien de mi edad que a esas alturas no debería tener ninguna preocupación.

               La docilidad con la que se había entregado Ana Laura la última vez me había hecho pensar que tendría la oportunidad de cogérmela una vez más. Pero no apareció más en la cocina durante la madrugada, ni encontré otro momento para poseerla. Aunque debo decir con orgullo que tampoco me esforcé mucho por encontrar ese momento.

               ¿Me había desahogado lo suficiente en ese maratón sexual que habíamos tenido en la misma habitación que compartía con papá? En ese momento quedé exhausto, incapaz de volver a poner dura mi verga durante lo que quedaba de la noche. Estaba saciado, sí. Y sentía que no necesitaba nada más en el mundo. Pero al otro día ya la quería ensartar de nuevo.

               En fin, todo eso llegaba a su fin. Me preguntaba si estando en aquel departamento completamente solo podría curarme de esta enfermiza obsesión que sentía por ella. Sabía que la distancia ayudaría mucho, pero ¿sería suficiente? Además ¿qué iba a pasar cuando viniera a ver al viejo por algún motivo? Estaría muy ansioso, lo sabía. Estaría a la expectativa de si ella estaría presente, de si podría encontrar un segundo de distracción del viejo para manosear ese perfecto orto que tanto me gustaba sentir en mis manos. De solo pensar en eso, mi cuerpo se estremecía.

               También fueron muy tortuosos los días que antecedieron a la mudanza. Pero hubo algo que aplacó un poco mi ansiedad. Ana Laura había ido a visitar a su madre. Estaba seguro de que esa visita no era casual. Ella también habría de querer evitar la tensión sexual de esos días. Si ella estaba en casa, yo tendría la idea fija en querer cogérmela y podía correr un riesgo demasiado grande por culpa de mi obsesión.

               —Pensé que no tenía familia —le dije a papá, como al pasar, cuando me lo mencionó.

               —Es una mujer que tiene muchos problemas mentales —explicó el viejo—. Casi no tienen contacto. Pero cada tanto va a verla. No sé mucho de su relación, pero le hizo muy mal a Ani. Y bueno, ahora ya sabemos de dónde viene la locura de mi futura esposa —agregó después, soltando una carcajada.

               Me mudé una semana después de que el viejo volviera a casa. El departamento no tenía la majestuosidad de la mansión en la que estuve viviendo, pero era muy espacioso y elegante. Tenía pocos muebles, pero los suficientes. Comencé mi nueva vida. Papá se encargaba de todos los gastos y me pasaba una mensualidad, hasta que empezara a encargarme de algunos de sus negocios. Pero para eso parecía faltar unos cuantos meses. Siempre tenía la posibilidad de vender la casa que dejó mamá, pero por el momento no quería hacerlo, pues ahí tenía muchos recuerdos, como así tampoco quería vivir ahí solo, pues temía que me haría mal.

               Pensaba en Ana Laura todos los días, pero tal como lo había supuesto, la obsesión se sentía menos intensa ahora que no vivíamos bajo el mismo techo. Las primeras semanas fueron difíciles, sí. Me preguntaba si no había desaprovechado ciertas oportunidades. ¿No podría habérmela cogido dos o tres veces más? De solo pensar en ella se me endurecía la pija en cuestión de segundos.

               Invité a mis amigos de la secundaria: Jony, Dami y Diego. Gracias a ellos tenía la mente ocupada. Nos la pasábamos jugando a los videojuegos y tomando cerveza. También traté de que Adriana me visitara, pero a esas alturas ya no respondía mis mensajes siquiera. No podía culparla por eso, claro.

               Alejarme de Ana Laura fue como alejarme de las drogas. Sentía abstinencia, pero sabía que si la probaba de nuevo era probable que no pudiera volver a escapar de ella. No estaba listo para una nueva recaída. Durante los siguientes dos meses fui a la casa de papá solo cuatro veces. En general para buscar alguna cosa de la que fuera mi habitación, y en tres ocasiones papá estuvo presente. Hubo una, sin embargo, en la que fui con la excusa de que me había olvidado unos auriculares en algún lugar. Solo fue esa vez en la que no pude resistirlo. Entonces me aparecí sin previo aviso, esperando que el viejo no estuviese. Sabía que si me encontraba a mi madrastra simplemente me la cogería. Estaba con las manos sudadas y el corazón parecía querer salirse de mi pecho. Pero mi madrastra no se encontraba. Solo Cristina. En ese momento odié a la empleada doméstica. Pero cuando volví a Palermo me di cuenta de que me había salvado de una grande.

               ¿Sería posible prolongar mi abstinencia por más tiempo? Y no me refiero a la abstinencia sexual, claro está, sino a la abstinencia de someter sexualmente a mi hermosa madrastra. La corta experiencia me decía que sí. Que ya empezaba a sentir la diferencia. Que, si bien siempre estaba presente en mi cabeza, ya veía todo lo sucedido como un sueño lejano.

               Conocí a una chica en un bar de mi nuevo barrio. Ludmila. Tenía veintitrés años, varios más que yo, lo que hacía sorprendente que se fijara en mí. Era una rubia simpática con un lindo trasero. Me divertía con ella, nos llevábamos bien en la cama. No le llegaba a los talones a Ana Laura, pero era una buena distracción. Por el momento debía conformarme con eso. Cualquier chica linda y buena que conociera solo podía aspirar a ser una agradable distracción. No lo digo con orgullo. Ni tampoco considero que Ludmila, o la chica que fuere, sean las más perjudicadas en ese asunto. El más afectado era yo, quien en realidad necesitaba aferrarme a una verdadera relación. Necesitaba enamorarme de alguien y tener una relación sana. Solo un verdadero amor podría romper ese sentimiento tan tóxico que tenía por mi madrastra. Pero para ser sincero eso me lo planteo ahora. En ese momento ni se me ocurría la idea de poder enamorarme de alguna chica. Estaba convertido en un manojo de lujuria y desesperación.

Hasta ahora había podido esquivar el contacto con Ana Laura, pero era cuestión de tiempo para que nos volviéramos a ver. Íbamos a ser familia, y el casamiento sería en apenas unas semanas.  

               Fue el mismísimo viejo el que se encargó de arruinar todo. Sin saberlo, obviamente.

               —Pichón, ¿estás en tu departamento? —me preguntó, después de llamarme al celular. Le respondí que sí, pues estaba tirado en la sala de estar viendo televisión—. Bajá ahora por favor. Necesito que me hagas un gran favor.

               Una vez que bajé me lo explicó. Ese día Ana Laura elegiría su vestido de novia, y papá se había comprometido a darle el dinero en efectivo. Pero ahora le acababa de surgir un imprevisto relacionado con sus negocios, como siempre. Así que me entregó el abultado sobre a mí.

               —Estamos en el siglo veintiuno, ¿sabías? Podés hacerle una transferencia, o que use una tarjeta de crédito —le dije.

               —Es que su tarjeta ya no tiene más crédito por el momento —explicó—. Y bueno, ya sabés pichón, no todo lo que tengo es en blanco, y a veces hay que gastar la guita así.

               —Ah, por ahí venía la mano —dije, aunque en realidad ya lo sabía, solo lo estaba molestando.

               El local en donde pensaba comprar el vestido estaba por Palermo, y papá tenía un estacionamiento también en el barrio. De ahí que el encuentro familiar se produjese ahí. Solo que el viejo desapareció y ahora debía esperar a mi madrastra ahí.

               Obviamente me puse ansioso, y en lo primero que pensé fue en que me la iba a coger. Pero si me quedaba ahí en portería solo se limitaría a agarrar el dinero e irse. Ella siempre terminaba accediendo cuando era intimidada de alguna u otra manera, y en ese contexto, en la vereda de mi nuevo barrio, no podría hacer mucho.

Me propuse entrar al departamento. Le diría que no podía bajar, que estaba ocupado. Inventaría cualquier excusa. Entonces ella tendría que subir, y ahí pasaría lo que tenía que pasar. Sin embargo, le di un poco de tiempo. Si no aparecía en cinco minutos pondría en marcha el plan. Todavía estás a tiempo de zafar, zorrita, pensé. Pero justo cuando me disponía a entrar, sintiendo una punzada de dolor al percatarme de que tanto esfuerzo había sido en vano y que volvería a las andadas con mi madrastra, me llegó un mensaje de voz de papá.

               —Pichón, Ani ya está en el local probándose vestidos. Por favor, llevale la plata. Te debo una grande —decía.

               Por lo visto daba por sentado que lo haría. Me pasó la dirección por mensaje. Quedaba a cinco cuadras de ahí. Le dije que le dijera que en quince minutos llegaría, que mientras tanto se probara los vestidos.

               Mientras caminaba ese trayecto no me sorprendió que en todo momento debí concentrarme para evitar tener una erección y quedar expuesto ante gente a la que me podía cruzar en otro momento. Lo logré a medias. Cuando miré hacia abajo me encontré con que se había formado un considerable bulto debajo de la bragueta. No estaba dura, pero había engordado considerablemente.

               El local tenía expuesto un par de maniquís con vestidos de fiesta en la vidriera. Observé a través del cristal y no alcancé a ver a nadie. Intenté entrar, pero la puerta estaba cerrada con llave. Por lo visto solo atendían a clientes ya conocidos y a gente que pedía una cita. Enseguida apareció una empleada. Me escudriñó con sus ojos. Parecía que estaba decidiendo si era un ladrón o no. La verdad es que no tenía las mejores pintas.

               Abrió un poco la puerta, pero una cadena seguía impidiendo que cualquiera pudiera entrar.

               —Estoy con Ana Laura. Le tengo que dar algo —dije.

               El nombre pareció tranquilizar a la mujer. Por fin me abrió. Me di cuenta de que el sobre que sostenía con la mano estaba húmedo. Mis dedos transpiraban copiosamente.

               —¿Es el hermano? —me preguntó la mujer, mientras me acompañaba hasta donde supuse que se encontraba mi madrastra.

               —Sí —le respondí enseguida.

               No estaba seguro de por qué decía esa mentira. Pero sí es cierto que desde el momento que entré al local empecé a especular con acostarme de nuevo con ella, e intuitivamente creí que esa mentira podía llegar a beneficiarme.

               Ana Laura estaba en uno de los probadores. No tenía nada que ver con los pequeños cubículos de los locales de ropa que yo conocía. Era enorme, al igual que el espejo. La vi de arriba abajo. Tenía un vestido largo y ceñido, de color blanco. La espalda estaba desnuda y en la pierna derecha había un enorme tajo que dejaba a la vista su sensual pierna.

               —Wow, estás perfecta hermanita —dije.

               —Ah, viniste vos —dijo, algo decepcionada.

               La empleada pareció contrariada por la actitud de su clienta. Pero esbozó una sonrisa de vendedora.

               —¿Qué pasó que no vino tu papá? —dijo mi madrastra, mirándose de perfil.

               El vestido le quedaba perfecto. Y tenía el pelo recogido con dos aros grandes en sus orejas. Estaba hermosa. El enorme escote de la espalda terminaba justo cuando comenzaba el trasero, cubriendo con una precisión milimétrica exactamente hasta donde empezaba la raya del culo. Y su trasero se veía delicioso, apretado por esa suave tela. Tuve que esforzarme para no quedarme viéndola de manera obscena.

               —Lo de siempre, cosas de negocios. Seguro que te mandó mensajes y no los leíste —dije.

               La vendedora parecía algo confundida. Se estaría preguntando si éramos hermanos con diferentes padres. Pero si lo éramos, ¿por qué mi padre tendría que ir a llevarle el dinero que yo tenía ahora? Me dio gracia involucrar a una completa desconocida en nuestra historia, aunque claro, dudaba de que fuera capaz de deducir nuestra verdadera relación.

               —Te queda perfecto. Sos muy hermosa, querida —le dijo la mujer.

               —Me encanta el vestido, y cómo me queda. Pero me parece demasiado provocador para un casamiento. Mejor me pruebo el otro —opinó mi madrastra.

               —Claro, querida —dijo la vendedora.

               Fue a buscar el otro vestido. Entonces Ana Laura se quitó el que tenía puesto, quedando en ropa interior frente a mí. Los pensamientos más obscenos acudieron a mi mente en ese instante. Pero la mujer no tardó en volver con el otro vestido.

               Me miró de reojo, aparentemente intuyendo, ahora sí, que había algo raro entre nosotros. Ana Laura se puso el otro vestido. Era de color blanco, con encaje. Era corto y las mangas y la falda eran acampanadas. Demasiado suelto para mi gusto, pues de esa manera escondería sus impresionantes curvas. Pero igual le iba bien, como cualquier cosa que se pusiera. Además, parecía el más adecuado para un casamiento.

               —Este me gusta más —dijo.

               De repente alguien tocó la puerta del local.

               —¿Me disculpan? Vuelvo en un segundo. No esperaba a nadie a esta hora —dijo la empleada/vendedora, que probablemente era en realidad la dueña.

               No parecía haber nadie más en el local. Me acerqué a Ana Laura. La abracé por detrás. Apoyé mi verga hinchada en su trasero.

               —¿Qué hacés? ¿Estás loco? —susurró.

               —Te extrañé mucho —dije, percatándome de que era totalmente cierto. Extrañaba eso. Su cuerpo, su piel, su temor, su sumisión.

               La agarré del mentón. Ella intentó evitar que girara su rostro, pero al final cedió. Le comí la boca de un beso.

               —Basta, por favor, soltame. Me vas a dejar como una puta delante de esta mujer —suplicó mi madrastra.

               La solté, pero lo hice lentamente, y cuando la fui liberando de mis brazos, acaricié sus caderas y luego palpé su orto. La miré a través del enorme espejo del probador. Como de costumbre, era difícil saber qué tenía esa mujer en la cabeza. Su expresión después de ser manoseada por su hijastro no era muy diferente a la que podía tener mientras comía, o mientras caminaba por la calle.

               Tuve que acomodar mi verga porque ahora sí tenía una potente erección. Incluso después de hacerlo había algo que sobresalía ahí en mi pantalón. La mujer volvió y me pareció que había descubierto mi excitación, pues su mirada se desvió un instante a mi entrepierna. Era demasiado tarde para sostener la prudencia que me había acompañado durante los últimos meses y que se había roto hacía unos minutos. Era probable que nunca volviéramos a ver a esa mujer después de esa simple transacción comercial, pero el mundo era chico, y papá tenía uno de sus estacionamientos muy cerca de ahí. No podía estar seguro de que los chismes no llegarían a sus oídos, aunque sí me consolaba pensar que era improbable que ocurriera.

               Pensé que Ana Laura iba a tardar una eternidad más en decidirse, y que iba a probarse muchos otros vestidos. Pero al final se decantó por ese.

               —Me llevo este —dijo.

               Se lo quitó, y se lo entregó a la vendedora, quedando nuevamente en ropa interior. ¿Me estaba provocando? La mujer lo tomó y fue a ponerlo en una bolsa, supuse. Ciertamente era difícil controlar mi erección teniéndola media desnuda frente a mí, y encima ahora habíamos quedado a solas de nuevo. Ana Laura agarró el pantalón que colgaba en un gancho del probador, y se lo puso. Pero antes de que pudiera subírselo hasta la cintura aproveché para magrear su culo de nuevo.  

               Se lo estrujé con violencia, impidiendo que se lo terminara de poner. Vi su reflejo en el espejo. Me estaba mirando con exasperación, pero no me intimidó en absoluto y no dejé de manosearla hasta que escuché que la vendedora volvía a acercarse. Entonces sí me alejé. Luego me encargué personalmente de pagarle.

               Cundo salimos, me dijo algo que no me esperaba.

               —Vayamos a tomar un café.

               No hizo falta que le respondiera. La seguí. Parecía caminar todo lo rápido que podía para dejarme atrás, pero eso solo servía para que yo tuviera una perfecta vista de su contundente orto, lo que estimulaba mi galopante lascivia. Entramos a un local que estaba a dos cuadras del que acabalábamos de salir. Ana Laura se acomodó en una de las mesas del fondo, que estaba alejada de las ventanas, como si quisiera esconderse. Aunque lo cierto era que si papá nos viera ahí tomando un café no debería sospechar nada.

               El mozo se acercó a atendernos. Como era de esperar, no pudo evitar quedarse mirando a mi madrastra más tiempo del normal. Hasta parecía que se puso nervioso, tuvo que hacer un considerable esfuerzo para apartar la vista de ella. De hecho, pareció sacudir la cabeza levemente cuando por fin lo hizo, como si intentase despertarse de un sueño profundo. Ana Laura le sonrió. Una sonrisa que jamás me regaló a mí. Una sonrisa afable que invitaba a sentirse cómodo.

               —Siempre estás seduciendo, ¿eh? —dije, con una punzada de celos.

               —No hice nada —dijo ella—. Y de todas formas, no tengo por qué darte explicaciones. Más bien decime vos si cada vez que nos veamos va a pasar lo mismo de recién. Eso no tiene sentido. Algún día tiene que terminar.

               —No puedo creer que de verdad te vas a casar con papá —dije, ignorando su pregunta, aunque igual estaba pensando en ella.

               —Mi relación con Aníbal es cosa nuestra. Él es lo suficientemente grande como para decidir si es buena idea casarse conmigo o no. Pero quiero que me respondas, ¿cuándo se va a terminar esto? ¿No vamos a parar hasta que alguien nos descubra? Lo de recién fue muy arriesgado.

               No se me escapó que en su última pregunta nos incluía a ambos. Como si reconociera que todo lo que había pasado también era su responsabilidad. El mozo dejó las dos tazas de café sobre la mesa. Se hizo un silencio profundo durante unos segundos.

               —Entonces no corramos riesgos —dije—. Sigamos cogiendo, pero asegurémonos de que nadie se entere. Por ejemplo, si vamos ahora a mi departamento, papá no tiene por qué sospechar nada. Si por casualidad se entera, le podemos decir que vos querías conocer mi nuevo hogar, y listo. Es más, lo mejor va a ser que se lo digamos independientemente de si lo pregunta o no, porque si se entera y no le decimos, ahí sí puede sospechar.

               Ana Laura rio. Sacudió la cabeza como si no pudiera creer lo que estaba escuchando.

               —¿Qué clase de hijo sos? —dijo—. ¿Alguna vez te preguntaste eso? Veo que estás muy pendiente de lo que yo hago, del tipo de relación que pueda tener con Aníbal, pero parece que nunca te ponés a analizar lo que estás haciendo. El daño que podés causar. Y no, yo no soy responsable de las decisiones que tomás. En el mejor de los casos soy responsable de incentivarlas, pero la decisión es siempre tuya.

               —El viejo siempre fue un pésimo padre —dije, con sinceridad—. Aunque es cierto que lo que hago está mal. Eso lo tengo claro.

               —¿Entonces? —preguntó ella.

               —Entonces… supongo que es todo cuestión de poner las cosas en una balanza. Por un lado, está el hecho de que sos la mujer de papá, sí. Pero también es cierto que él la hizo sufrir a mi mamá, por cogerse a muñequitas como vos. Bueno, ninguna tan linda como vos, pero ya me entendés. Así que supongo que ese sentimiento de revancha hace que no me importe traicionarlo tanto como debería. Y ojo, que te digo que no me importa tanto como debería, no que no me importa. Sí, a veces me siento una basura. Pero hay dos cosas que me hacen dejar de lado mis recriminaciones. La primera, papá no sabe nada de lo nuestro, así que para él es como si no sucediera. La segunda y la más importante es que coger con vos, echarte un polvo, someterte como si fueras mi juguete sexual es la experiencia más intensa y hermosa que pueda existir, y cualquier cosa que pueda pasar vale la pena por haberte echado esos polvos que te eché.

               —Bueno, ya lo hiciste, ya te sacaste las ganas. Ahora tenemos que dejar esto atrás.

               —Pero las ganas siempre vuelven.

               —No seas caprichoso.

               —Lo soy, y no me importa lo que digas. Vos sos mi capricho. Sos mi máximo deseo, y sé que si te presiono un poco te voy a tener.

               Ana Laura mezcló el café con la cuchara, como si hubiese algo muy interesante en el fondo de la taza.

               —No entendés. O, mejor dicho, lo entendés, pero no te importa —dijo ella—. Yo tengo muchos problemas. Y de alguna manera canalizo todo eso en el sexo. Vos lo que hacés es aprovecharte de esos problemas. Sos un abusador. ¿Es que no te das cuenta de eso?

               Hablábamos en susurros, inclinándonos hacia adelante para que el otro escuchara. Era la primera vez que teníamos una conversación tan larga, y por algún motivo eso hacía que me olvidara de las ganas que tenía de enterrarle mi verga en alguno de sus orificios.

               —Yo no soy un abusador —fue lo único que dije en respuesta. Luego pregunté—. ¿Te gustó coger conmigo?

               —Ya te lo dije. Me gusta coger. Punto. Si lo hago con otro tipo es problema mío, o en todo caso problema de Aníbal y mío. Pero estar con vos ya es más complicado. Sé que hiciste un gran esfuerzo por mudarte, y te lo agradezco mucho. Pero ahora te pido que te esfuerces un poco más. Que te comportes normalmente cada vez que nos encontremos. Aníbal ya se dio cuenta de que casi no nos hablamos y sabe que debe haber un motivo detrás de eso. Ya me lo recriminó en una discusión que tuvimos, y seguro que ahora te mandó a vos a propósito para obligarnos a pasar un rato juntos. Tenemos que poder compartir ciertas actividades sin que te pongas loco como ahora.

               —¿Y la primera vez? —pregunté—. ¿Esa te gustó?

               —No escuchaste nada de lo que dije, ¿no? —preguntó ella a su vez.

               —Sabías que iba a estar en la cocina. Sabías que te iba a querer coger —dije, aún ignorando lo que me decía, aunque escuchaba cada una de sus palabras—. No podés decirme que eso fue abusar de vos. Hice exactamente lo que querías.

               —Es que justamente, estoy mal. Vos no sabés las cosas que pasé cuando era más chica. Ahora estoy repitiendo eso, de alguna manera. Dejo que hagan con mi cuerpo lo que quieran, como me pasaba de más chica. Y vos te aprovechás de eso.  

               Así que ese era su gran secreto. De ahí provenían sus actitudes impredecibles. Pero no podía permitir que la conversación virase por ahí. Si lo hacía, me vería obligado a compadecerme de ella, y no era el momento de hacerlo. Ya indagaría en otro momento sobre su pasado, aunque ya me hacía una idea de por dónde venía la mano.

               —¿Me vas a dejar en paz, o me vas a obligar a contarle a Aníbal? Y no me importa que yo también salga perdiendo con eso. Pero esto es insostenible. Prefiero perder todo antes que seguir con esta locura.

               Me sentí avergonzado. Sabía que tenía razón. Y ahora sospechaba que yo tenía problemas mentales tan graves como los de ella. ¿Pero cómo evitar sentirme como me sentía cuando estaba con ella? Ya lo había probado todo, y nada había funcionado. Incluso ahora, después de unos meses de no verla, y en los que me convencí de que estaba mejorando, la obsesión por mi madrastra resurgió con más fuerza que nunca.

               —Una última vez —dije—. Una última vez, y te juro que nunca más te voy a tocar un pelo. Una última vez, necesito eso.

               —Vos sabés que eso no es cierto —dijo Ana Laura—. Aunque ahora estés seguro de desear eso, después vas a querer hacerlo de nuevo.

               Con eso dio por terminada la conversación. Pidió la cuenta. El mozo pareció notar que el ambiente estaba raro. Él mismo parecía muy tenso. Yo sabía que mi madrastra tenía razón. Estaba loca, e igual razonaba con mayor lucidez que yo. Y lo que acababa de decir era la pura verdad. En ese momento estaba tan desesperado por acostarme con ella que de verdad estaba dispuesto a hacer esa promesa. Pero solo bastaría con tenerla cerca una vez más para querer cogérmela de nuevo.

               Y, sin embargo, dentro de su lucidez parecía incapaz de ver la solución más obvia: ella debería irse. Debería suspender la boda y dejar a papá. Estaba claro que no estaba enamorada de él. Pero claro, el factor económico incidía mucho en su decisión de seguir adelante con el casamiento.

               Esto me generó indignación y bronca. Cuando estábamos saliendo del café, la agarré de la muñeca.

               —¿Qué hacés Matías? Me estás lastimando —dijo ella.

               —Vení conmigo —dije, llevándola casi a rastras en dirección a mi departamento.

               Continuará

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