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TODORELATOS » AMOR FILIAL » LOS OSCUROS DESEOS DE MI HIJO (3)
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Fecha: 29-Jun-23 « Anterior | Siguiente » en Amor filial

Los oscuros deseos de mi hijo (3)

Gabriel B
Accesos: 51.064
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Tiempo estimado de lectura: [ 33 min. ]
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Vanesa tiene un incómodo y erótico encuentro con su hijo en el baño de un bar. Version para imprimir

Capítulo 3

               Me quedé pasmada, como una adolescente descubierta infraganti cuando acababa de meter la pata hasta las rodillas.

               —Dante —dije, con un hilo de voz.

               Miraba a mi hijo, quien estaba a mi espalda, a través del enorme espejo del baño. Dante observó el cubículo del que acababa de salir, el cual tenía la puerta entreabierta. Luego me miró a mí. Pareció adivinar lo que acaba de pasar en ese pequeño espacio, o al menos parte de lo que había pasado. El hecho de que estuviera en el baño de hombres no era un detalle menor, y de seguro acababa de cruzarse con el tipo que había estado conmigo.

               —¿En serio? —dijo Dante, con una sonrisa divertida, pero nada escandalizado—. ¿Acá?

               —No te armes historias en tu cabeza. Te aseguro que estás equivocado —dije, y luego, reparando en algo en lo que debí haber reparado en primer lugar, agregué—. ¿Y vos qué hacés acá? ¿Me estás controlando?

               Un leve soplo de seguridad hizo que me pusiera firme. Después de todo, el que estaba fuera de lugar era él. Entre tantos lugares en los que podía estar, ¿justo había ido a parar a ese bar?

               —Pasábamos con Jero por acá cerca. Y quise aprovechar a ver si estabas bien —dijo, con total naturalidad—. Como no te vi por ninguna parte, me preocupé.  Te mandé un mensaje, pero ya veo por qué no me lo respondiste —agregó, alzando una ceja—. Después sentí ganas de hacer pis, y le pedí prestado el baño al barman. Lo que nunca hubiera imaginado es encontrarte acá. Cuando le cuente a Jero…

               Imaginar que el amigo de mi hijo pensara que estaba cogiendo con un desconocido en el baño de un bar me parecía demasiado. Ya suficiente tenía con que lo pensara mi propio hijo.

               De pronto entró otro cliente al baño. Cosa previsible, pues era un bar bastante concurrido, y si bien cuando había entrado había muy poca gente, a medida que pasaba la noche se sumaban más personas al local. Nos miró a ambos, aunque se quedó más tiempo observando mi trasero. Pero no lo hacía con descaro, sino que era como si no se diera cuenta de que se había quedado como hipnotizado con mis nalgas. No era la primera vez que me pasaba algo así. Dante se rio. Yo ignoré al tipo.

               —A Jerónimo no le vas a contar nada. Le vas a decir que me encontraste acá, que me viste bien. Y te lo vas a llevar.

               Cuando le decía esto lo apuntaba con el dedo, casi como si lo estuviera amenazando. El hombre que había entrado se había dirigido a uno de los mingitorios, y claramente nos estaba oyendo. De pronto me pregunté qué ideas se había hecho en la cabeza. ¿Pensaría que acababa de coger con mi propio hijo? Claramente no sabía de nuestro vínculo, pero igual eso me hacía sentir asqueada, además, la idea de que alguien pensara que lo acababa de hacer con un adolescente me parecía más denigrante que la versión original de la historia: que le había hecho una paja a un tipo.

               —Tranquila, tranquila. Voy a hacer lo que me decís. Lo importante es que estás bien —dijo Dante.

               Mientras decía eso me tomaba de la mano para apartarla de su cuerpo. Entonces me di cuenta de lo tonta que había sido. Lo había señalado con la misma mano que se había manchado de semen, y aún no me la había lavado, pues justo cuando pensaba hacerlo Dante había irrumpido en el baño. Y ahora mi hijo me tomaba de esa mano. ¿Se daría cuenta de que estaba pegoteada? ¿Quedaría olor impregnado en su propia mano?

               —No pasó lo que estás pensando que sucedió —dije, a la defensiva.

               Entonces abrí la canilla y empecé a lavarme las manos. Dante frunció el ceño.

               —Bueno, pero evidentemente algo pasó —dijo.

               El tipo que estaba meando por fin terminaba de hacerlo. Ahora se dirigía a donde estábamos nosotros. Era obvio que le llamaba la atención esa extraña pareja con la que se había encontrado. Y la conversación que estábamos teniendo habría de desconcertarlo mucho.

               Me aparté de ahí, y agarré unas cuantas toallas de papel.  Me pregunté si Dante sería capaz de deducir que había estado haciéndole una patética paja a ese hombre. Después de todo, si no habíamos cogido, no eran muchas las alternativas que había.

               —Bueno. Andate. Sacame a Jero de encima. Y ni se te ocurra decirle nada. Si no…

               —Si no qué —dijo él, aunque no de manera desafiante, sino más bien con mucha curiosidad.

               —Si no, me voy a encargar de que todos tus conocidos sepan que te andabas cogiendo a tu prima. Puede que algunos lo vean como una hazaña. Pero muchos te van a ver como un degenerado.

               El hombre, que ahora se lavaba las manos con una lentitud evidente, soltó un largo suspiro. Dante pareció sorprendido por haberlo expuesto de esa manera ante ese desconocido. Era obvio que jamás cumpliría esa amenaza, pero el hecho de haberlo dicho en voz alta había sido un duro golpe para él.

               Pero igual enseguida se recompuso. Me di un último vistazo en el espejo, y a través del reflejo vi cómo mi hijo me miraba el trasero de una manera evidente. Era la primera vez que hacía algo como eso. Nunca había sido de esos chicos a los que se les va los ojos de manera indiscreta hacia las zonas más apetecibles de las mujeres. No necesitaba hacerlo, pues podía ver a una mujer desnuda todos los días, si eso deseaba.

               Me di cuenta de que no podía poner en evidencia nuestro vínculo filial, pues ahora sí, aquel tipo que ahora se secaba las manos se escandalizaría, y ambos quedaríamos como unos depravados.

               Sin embargo, había algo en la mirada de Dante. No me observaba de manera obscena, sino más bien de una manera analítica. Como si en mi trasero hubiera una verdad que intentaba desentrañar. De repente sonrió. ¿Qué estaba viendo?

               —Bueno, te dejo. Pero no te olvides de volver a ponerte la bombacha —dijo, para luego darme un beso en la mejilla antes de irse.

               Me sentí una imbécil. ¿Cómo se había dado cuenta de que no llevaba la tanga? Cuando me la había sacado la guardé en la cartera, y después ni siquiera recordé volvérmela a poner.

               El tipo me miraba como un idiota.

               —¡¿Qué?! —le pregunté, exasperada.

               Murmuró una disculpa, orinó en un mingitorio, y por fin se fue. Me puse la tanga en un santiamén.

               Salí del baño, pero me quedé un rato en el pasillo, esperando que Dante se llevara a Jerónimo. ¿Por qué había tenido que ir a verme? ¿De verdad estaba preocupado o solo quería irrumpir en mi intimidad? También medité sobre lo de la bombacha. Entonces me metí en el baño de nuevo, pero esta vez en el de mujeres, y me miré en el espejo, de espalda. Ahí estaba la respuesta. El vestido era tan ceñido que la prenda íntima se marcaba en él, de manera sutil, sí, pero menos el elástico de la cintura se notaba, aunque había que hacer un esfuerzo considerable para notar la diferencia entre cuando tenía la tanga puesta y cuando no la tenía. ¿Qué hacía mi hijo escrutando mi trasero con tanta minuciosidad?

               La sospecha de que albergaba deseos prohibidos hacia mí resurgía con fuerza. Sacudí la cabeza. No tenía ganas de lidiar con eso en ese momento. Volví a casa, sintiéndome patética. Esta vez ni siquiera intenté masturbarme de nuevo, porque después de la experiencia en el bar, era obvio que me iba a ser más difícil que antes evitar que mi hijo apareciera en mi mente mientras intentaba alcanzar el clímax.

               Llené la bañera de agua caliente. Me desnudé y me metí en la bañera. Mi situación era absurda. Aún era muy joven, me faltaban todavía unos cuantos años para llegar a los cuarenta. ¿Cuándo iba a empezar a tener una vida sexual sana? Los extraños sucesos en torno a Dante no hacían más que poner en evidencia esa dificultad que tenía desde que Octavio falleció.

               ¿Y qué pasaba con mi hijo? Las probabilidades de que sintiera una fuerte atracción sexual hacia mí parecían cada vez mayores. Eso no podía ser normal. ¿Debía hablar con él? El solo hecho de abordar el tema se me hacía una locura. A lo mejor debía sugerirle que se hiciera ver con un psicólogo. No era una mala idea. Si lo de haberse cogido a su prima no era la suficientemente inusual como para empezar una terapia, lo de mi hermana Érica sí lo era.

               Pero otra vez, me negaba a enfrentar el problema. Me daba miedo lo que pudiera resultar de todo eso.

               Me pregunté qué estaría haciendo Dante. ¿Ya estaría penetrando a alguna chica? ¿Harían un trío con su amigo? La mujer que tuviera a esas dos criaturas para ella sola era una afortunada. Sacudí la cabeza. ¿Por qué no podía dejar de pensar en mi hijo en situaciones eróticas? Eso era enfermizo. Y por ese motivo luego no podía terminar de masturbarme. Qué locura, no poder disponer de mi cuerpo como quisiera. No poder alcanzar el orgasmo, aunque claramente no tenía ningún impedimento físico para hacerlo. Todo estaba en mi cabeza.

               Salí de la ducha. Me miré en el espejo. Iba al gimnasio tres veces por semana y hacía ejercicios todos los días, ya sea en casa, o saliendo a correr. Así era como a mis treinta y seis años, ese enorme trasero con el que había nacido se mantenía increíblemente firme. Mis senos estaban levemente caídos, pero eran grandes, con pezones oscuros y unas amplias areolas de una tonalidad más clara. Apenas tenía algunas diminutas arrugas alrededor de los ojos. y mi rostro siempre había sido bonito, aunque, con ese cuerpo, la cara era lo que menos me miraban los hombres.

               Mi hermana era casi tan bella como yo. Éramos muy parecidas. Y mi hijo se quería acostar con ella. ¿Había alguna chance de que en aquel mensaje se estuviera refiriendo a otra tía? Seguiría necesitando ayuda psicológica si sintiera atracción por alguna de las hermanas de Octavio. Pero al menos me quitaría un enorme peso de encima, y las sospechas con respecto a mí se desvanecerían. Pero mis excuñadas eran mujeres gruesas que ya contaban con más de cuarenta años. Octavio era el menor de la familia. Dudaba que un chico con gustos tan estereotipados como Dante se fijara en ese tipo de mujeres. ¿Quizás alguna de mis primas? Técnicamente serían sus tías. Había algunas que eran jóvenes y lindas. Pero no me podía olvidar que ese comentario que me perturbaba tanto había sido dicho en la misma conversación en la que hablaban de Emilia, la hija de mi hermana.

El efímero alivio que había sentido mientras hacía esas especulaciones, se desmoronó, como una castillo de naipes, con esa última conclusión.

…………………

               Unos días después fui de compras con mi hermana. Solíamos ir una vez por mes al supermercado, para abastecernos. A veces aprovechábamos un descuento por cantidad. Por suerte lo que había pasado entre Dante y su hija no había afectado en nada nuestra relación. Aunque no veía que en un futuro inmediato fuéramos a tener alguna cena familiar los cuatro juntos, al menos entre nosotras dos no había fisuras. Sin embargo, yo sabía algo que podría llegar a dañar nuestra relación: mi hijo se la quería coger.

               Cada vez que pensaba en eso sentía escalofríos, pues irremediablemente me veía obligada a volver a plantearme la posibilidad de que mi hijo también me quería coger a mí. De pronto, su noche de sexo con su prima ya no me parecía tan grave.

               —¿Viste cómo nos miran esos nenes? —preguntó de pronto Érica.

               Ella llevaba el carrito de las compras. Yo me encontraba tan ensimismada que ni siquiera me percaté de qué me estaba hablando.

               —¿Qué? —pregunté.

               —Aquellos pendejos que se quedaron en el pasillo de atrás —explicó ella—. No pueden dejar de mirarnos. Ni disimulan. Y hablan entre ellos de nosotras.

               Me di vuelta a mirar. Eran tres chicos con uniforme escolar. Cuando me vieron, algunos disimularon, uno bajó la mirada, otro hizo de cuenta que había encontrado algo en la góndola. Pero uno de ellos, un chico rubio y alto, se quedó mirándome con descaro.

               No lucíamos de una forma particularmente llamativa. El tema era que nuestros cuerpo en sí mismo eran muy llamativos. Ambas lucíamos unos simples pantalones de jean, que al ser muy ceñidos resaltaban la forma de nuestras caderas y glúteos.

               —Disimulá, boluda —dijo mi hermana.

                Le había sostenido la mirada al chiquillo por más tiempo del conveniente. No era nada nuevo que unos adolescentes me miraran con deseo. Pero normalmente hacía de cuenta que no notaba esas miradas, y listo. Solo que con Érica la cosa siempre tenía que ir por más allá. Le gustaba llamar la atención tanto como a mí, solo que a ella también le gustaba que los hombres supieran que ella notaba sus intenciones.

               —¿Te gustan tan chicos? —pregunté, intrigada.

               A diferencia de mí, Érica no tenía problemas con llevarse a la cama al tipo que le gustaba. Su última pareja le había durado tres años. La pobre había estado segura de que era el hombre con quien iba a envejecer. Cuando quedó soltera a los treinta y cuatro años, perdió la fe en el amor, pero no se privó de gozar con su cuerpo.

               —Qué sé yo. Me gusta sus fachas. ¿No viste qué bonitos son? —respondió.

               —Pero ¿te los cogerías? —pregunté, con brusquedad.

               Érica soltó una carcajada. Tenía la boca y los dientes grandes. Cuando era chica, eso era lo que menos le gustaba de su cuerpo. Pero a medida que fue creciendo se percató de que eso que ella, y las mujeres en general, veían como un defecto, a los hombres tendía a parecerles sumamente erótico. Al menos la enorme boca les gustaba. De pronto imaginé a mi hermana engullendo una enorme pija. Con esa boca no le costaría nada hacerlo. Una pija gruesa como la de Dante…

               —No grites, boluda ¿qué te pasa? —dijo ella, riendo.

               —Perdón, no me di cuenta de que hablé en voz alta —dije, susurrando después de que me puse al lado de ella—. ¿Y…? —agregué después, insistiendo en mi pregunta.

               —Nunca estuve con unos nenes tan chicos —dijo ella—. Hasta parecen más chicos que Emi. Eso sí, sabés cómo deben montar… —agregó después.

               Se detuvo en una góndola de fideos. Se agachó para agarrar un paquete que estaba muy abajo. Pero cuando se irguió, pareció darse cuenta de que no era el que quería, y volvió a agacharse para ponerlo en su lugar.

               —Que puta que sos —dije.

               —¿Por qué? —dijo Érica, haciéndose la tonta.

               —Dale…, a mí no me podés engañar —dije, entre divertida y escandalizada—. Les estás haciendo un show a esos pendejos, poniendo el culo en pompa. No te hagas la tonta.

               Érica rio.

               —¿Decís que se dieron cuenta de que lo hice a propósito? —preguntó.

               Mi hermana tenía un tono de voz que evidenciaba su despreocupación. A diferencia de lo que pasaba con mi hijo, cuya despreocupación tendía a inquietarme, lo que me pasaba con Érica era que me contagiaba. De repente estaba hablando sobre la posibilidad de que se cogiera a un adolescente como si nada.

               —Ni idea. Pero si seguís así, vas a hacer que uno de ellos tenga una erección y se le note. Como la del tipo de la playa. ¿Te acordás? —dije, recordando unas viejas vacaciones en donde un hombre se había quedado mirándonos en la playa. Ambas estábamos en bikini y nos habíamos quedado paradas cerca de donde él estaba, bajo una sombrilla. Cuando lo miramos de reojo, notamos que tenía la pija dura como una roca.

               —¿De qué edad fue el tipo más joven con el que estuviste? —le pregunté.

               No hablábamos con frecuencia de nuestra sexualidad. Además, ella sabía de mi abstinencia, y no le gustaba incomodarme con eso. Pero cuando la cosa fluía naturalmente, éramos muy explícitas.

               —Qué curiosa que estás, hermanita —dijo Érica. Después pareció hacer memoria—. Estuve con un chico de veintidós, este mismo año —respondió—. Pero después se me hizo el enamorado y tuve que sacármelo de encima.

               Esa última frase era muy similar a la que había dicho Dante refiriéndose a Emilia.

               Veintidós años, pensé. Era mucho más chico que ella. Pero entre dieciocho y veintidós años había un abismo de diferencia. Un chico de dieciocho apenas comenzaba su vida adulta. No había manera de que mi hermana se cogiera a mi hijo. Era bastante promiscua, casi tanto como Dante. Pero no podía ser que ella también tuviera esos impulsos incestuosos, y encima con alguien tan joven.

               —Pero no sabés cómo cogía ese pendejo —agregó Érica, deleitándose en el recuerdo—. Lástima que se enamoró el boludo.

               Los chicos que nos acosaban con la mirada se acercaron a donde estábamos nosotras.

               —¿Pensás que se van a animar a hacer algo? —pregunté, entre ansiosa y asustada.

               —No sé. Hagámonos las tontas. Quedémonos acá, a ver si nos dicen algo.

               —Entonces… sí te gustan así de chicos —dije, sintiendo una punzada en el corazón.  

               —A ver… no estaría con alguien tan tan chico. Pero viste cómo es la vida. A veces la cosa pinta y listo.

               Y a Érica solía pintarle todo tipo de aventuras inverosímiles, cosa que me generaba tanto fastidio como envidia. Los chicos fingían observar la misma góndola que nosotras. Pensé que mi hermana se iba a agachar de nuevo. Pero se limitó a poner su pierna derecha adelante, flexionándola un poco, sacando culo. La verdad es que por nuestra contextura física privilegiada no necesitábamos esforzarnos mucho para vernos sexys. Con esa simple pose podía llenar la cabeza de esos chicos con las fantasías más obscenas.

               —Dale, boluda, hacete la diosa. Quiero ver qué hacen. Nada más —me dijo Érica.

               Le seguí la corriente. Imité su pose, y fingí que elegía minuciosamente qué fideos llevaría. Sentí las miradas de los tres chicos clavadas en nosotras. Los escuché murmurar. ¿Qué estaba haciendo? De repente me sentí terriblemente excitada.

               Los chicos se arrimaron más a nosotras. Me estremecí. El chico al que me había quedado mirando, el alto y rubio, se puso en medio de nosotras.

               —Da para unos fideos con tuco, ¿no? —le preguntó a sus amigos. Los otros asintieron.

               —No, Mateo, tallarines no. Mejor foratinis —comentó uno de los chicos. 

               El tal Mateo fue por los foratinis. Mi hermana y yo estábamos muy cerca una de otra, así que cuando el chico se metió entre nosotras, sus brazos rozaron los nuestros. Cuando agarró el fideo, se arrimó un poco más a mí. Su cadera rozó la mía.

               —Son mis preferidos —me escuché decir.

               Los otros dos parecieron animados por mi comentario. Un chico delgado de pelo largo se me acercó por detrás. Mi hermana me sonrió como la puta que era. Y ellos vieron su provocadora sonrisa.

               —No me digan que ustedes saben cocinar. Con lo chicos que son —dijo Érica.

               De pronto sentí que mi corazón palpitaba con violencia. Me sentía acorralada por esos adolescentes. Estábamos en un lugar público, pero igual sentía la impresionante tensión sexual que había en ese reducido espacio. Unas frases insignificantes y unas poses provocadoras habían sido suficiente para despertar la lascivia de esos desconocidos.

               —Yo cocino. Estos dos solo saben hacer huevos fritos —dijo el tercer chico.

               Se trataba de un joven de baja estatura, pero muy corpulento. Sus músculos se marcaban en su remera ajustada. Me percaté de que los tres mocosos eran muy lindos. Érica tenía razón.

               Me di cuenta de que el tercer chico estaba muy cerca de mi hermana, detrás de ella. De pronto extendió la mano para agarrar un paquete de fideos. Entonces se arrimó un poco más. vi, por el rabilo del ojo cómo se apoyaba en Érica. Los miré de reojo para confirmar lo que sospechaba. El chico apoyaba su pelvis descaradamente en el enorme culo de mi hermana. Y ella ni se inmutaba. No podía creer lo que estaba viendo.

               De pronto sentí una mano en mi trasero. Mi cuerpo se estremeció, pero no atiné a moverme de ahí. Estaba petrificada. El que me estaba manoseando era Mateo, probablemente incitado por la actitud de Érica. Y como veía que yo no reaccionaba, ahora lo hacía con mayor intensidad. El chico de pelo largo se puso a mi lado. De esa manera nos tapaba, haciendo difícil que los otros clientes nos descubrieran. Pero su papel no se limitaría al de ser un escudo humano. No tardó nada en meterme mano, pellizcando la nalga que su amigo dejó libre.

               —¡Vamos, Erica! —dije.

               Me aparté con brusquedad. Mi hermana me siguió. Dejamos el carrito con un montón de mercadería en medio del supermercado. Me subí al auto. Esperé a que Érica se subiera y arranqué. Miré por el retrovisor, como si temiera que esos adolescentes depravados nos estuvieran siguiendo.

               —¡Sos una hija de puta! —le dije a mi hermana, furiosa.

               —¿Yo? —dijo ella, sorprendida, y también herida—. ¡Si vos te dejaste manosear más que yo! —agregó después.

               Lo medité un instante y me vi obligada a reconocer que estaba en lo cierto. Cuando yo me había liberado de Mateo, ella ya se había hecho a un lado, y el chico bajito no la tocaba. Solté una carcajada espontánea. Para mi alivio, mi hermana también se rio.

               —Perdoname Eri. Estoy recontra estresada y nerviosa —dije.

               —Y caliente —agregó ella.

               —¿Tanto se nota? —dije.

               Soltamos otra carcajada. La tensión de hacía unos minutos había desaparecido. Con mi hermana siempre era así.

               Mientras la llevaba a su casa, le conté de mi patética cita. De mi incapacidad para coger con alguien que no fuera mi difunto marido. Pero no agregué que desde hacía unas semanas ni siquiera era capaz de masturbarme, porque eso tenía que ver con Dante.

               —Pendejos de mierda. Tocarnos así en público —dije, indignada.

               —Bueno querida. Nosotras queríamos saber hasta dónde eran capaces de llegar si los provocábamos. Bueno, ahora lo sabemos.

               —¡Eso es lo que vos querías! —repliqué, aunque no estaba molesta.

               —Siempre lo mismo. Siempre todo culpa de Érica —dijo ella, también sin atisbos de enojo—. Lo mismo hacías cuando nos quedábamos hasta tarde a jugar a policías y ladrones con los chicos del barrio. O cunado le tomábamos el vino a papá. Siempre era idea mía, sí. Pero vos te enganchabas. Y después me retaban a mí por ser la mayor.

               —Ay, perdón —dije, apesadumbrada, acariciando su mano—. Tenés razón. Yo te seguí el juego porque quise. No sé qué me pasa últimamente.

               —Ya te lo dije. Te pasa que estás caliente —dijo ella.

               —Es que no puedo. Quiero, pero no puedo —dije—. ¿De verdad te los hubieras cogido? —pregunté de nuevo.

               —Y te digo que ahora me calenté bastante. Pero no, era un franeleo y ya. ¿Qué iba a hacer? ¿Cogérmelos a los tres?

               —Hay un amigo de mi hijo que me quiere coger —dije, de pronto, sin haberlo meditado.

               —Ah, por eso tantas preguntas —dijo ella—. ¿Y vos? ¿Te lo querés coger? —preguntó ella.

               —No sé. Es lindo. Pero es muy chico. Y encima es amigo de Dante. Aunque sería una buena venganza por cogerse a mi sobrina en mi propia casa.

               Érica empezó a reír como una loca.

               —Estos chicos… —dijo.

               —¿Vos no lo ves como algo malo? —le pregunté.

               —¿Qué cogieran? Qué se yo. Supongo que es normal. Son jóvenes. Lindos. Están calientes. Piensan en sexo todo el día.

               —Y son primos —agregué.

               Nunca nos habíamos visto en una situación en la que teníamos que hablar de incesto, así que no conocía la postura que ella tenía al respecto. Hasta ahora.

               —Y son primos —repitió, poniéndose seria—. Pero no, no lo veo como algo malo. Simplemente lo veo como algo complicado. ¿Te imaginás qué raro sería si se pusieran de novios? ¿O si se casaran? Una vez leí que cuando dos primos engendraban un hijo, tenían mayores probabilidades de que el niño nazca con alguna deformidad, o con síndrome de down. Pero más allá de eso, no creo que sea algo malo malo. Simplemente está mal visto por la sociedad.

               Ahí estaba de nuevo, pensé, compungida. Era el mismo discurso de Dante, o al menos uno muy parecido. ¿Acaso era yo la equivocada?

               —Bueno, quizás no sea algo tan grave como me pareció en un principio. Otra cosa sería que te cogiera a vos. Eso sí que sería una locura —dije, aprovechando para preguntar indirectamente lo que desde hacía rato quería preguntarle. ¿Sería capaz de acostarse con mi hijo?

               La miré de reojo. Érica abrió grande los ojos y separó lo labios. Sonrió, pero no largó una carcajada, cosa que sería lo que más me aliviaría.

               —Qué boluda que sos. Mirá si me voy a coger a mi sobrino. Lo conozco desde que nació.

               —Ya sé, te estaba jodiendo —dije, haciéndome la tonta.

               —Hablando de Dante —dijo ella, dejando el tema anterior de lado—. No los quería molestar con esto, pero viste… Las deudas de la tarjeta de crédito me están matando. Y ya me retrasé un mes con el alquiler. Dicho de otra forma, estoy en el horno.

               Mi hermana tenía la mala costumbre de gastar más de lo que ingresaba a su cuenta bancaria. En realidad, era sumamente irresponsable en lo referente a lo económico. Pero no la podía reprender por eso. El papá de Emilia jamás se hizo cargo como correspondía. Así que ella debió salir adelante sola, con la ayuda de algunas de sus parejas en algunas etapas de su vida. No podía culparla si le gustaba comprarse ropa linda e ir de viaje. Yo llevé una vida humilde pero abundante mientras estaba con Octavio. Y ahora que Dante era moderadamente millonario, vivíamos holgadamente.

               —Te presto, no hay problema —dije—. Pero en realidad tendría que hablar con Dante. Yo no dispongo de esa cantidad. Pero seguro que no va a tener problemas. Si las adora a ustedes.

               —Sí, es divino Dante. Pero eso te quería decir. En realidad, ya hablé con él —dijo.

               —¿Qué? ¿Cuándo? —pregunté, sorprendida.

               —Hace unos días —respondió ella—. En realidad, estábamos hablando de lo que pasó con Emilia. Y bueno, después la conversación derivó en otros temas. Cuando me quise dar cuenta le estaba contando de nuestros problemas económicos, y él enseguida se ofreció a prestarme.

               —Bueno, hubiera preferido que primero lo consultes conmigo, pero al final lo importante es que te pueda ayudar.

               —¿Te enojaste? —preguntó de pronto.

               Tenía el ceño fruncido. Mi cabeza iba a mil por horas.

               —No, para nada. Solo estaba pensando —dije—. Te vamos a ayudar cada vez que necesites. Pero también estaría bueno que seas un poco más responsable con tus finanzas.

               —Claro, sí, obvio —dijo ella.

               Me sentí culpable inmediatamente, por contradecirme con lo que estaba pensando hacía unos instantes.

               —No me hagas caso. Estoy muy alterada porque no cojo hace dos años —dije.

               Érica rio, cosa que me tranquilizó.

               —Pero igual tenés razón —dijo.

               —¿Te acordás cuando nos mudamos? —pregunté, de pronto.

               —Te referís a cuando nos mudamos con papá y mamá a Villa Devoto, me imagino.

               —Sí Eso. Ahí conocí a Octavio.

               —Sí, lo recuerdo como si hubiese sido ayer —comentó ella, risueña—. Éramos la atracción del barrio. Todos los chicos gustaban de nosotras. Pero algunos se hacían los interesantes.

               —Pero había uno solo que tenía nuestra atención —comenté.

               —Sí, y vos te lo quedaste, wacha —me dijo ella.

               Mi corazón empezaba a acelerarse.

               —¿Qué tanto te gustaba? —pregunté.

               —Ay nena, hoy estás metiendo el dedo en la yaga como loca —dijo ella, sin perder su hermosa sonrisa—. Qué se yo. En ese momento me gustaba mucho. Sufrí como loca durante algunos meses.

               —Eso no lo sabía —dije, lacónica.

               —Es que cuando quiero ocultar mi sufrimiento, soy una gran actriz —dijo ella.

               —Espero que ahora no estés haciendo lo mismo.

               —No. Quedate tranquila. Estoy bien sola. Bah, con Emi. Eso sí, a veces me comporto como una adolescente calientapijas, como recién en el super —dijo.

               —Está igual, ¿no? Dante digo… Está igual que Octavio.

               —Sí. A veces creo que estoy viendo un fantasma —dijo ella.

               Sonreí, afable. ¿Relacionaría ese último comentario mío con la insinuación que había hecho sobre la posibilidad de que se acostara con mi hijo? Conociéndola como la conocía, daba por hecho que su reacción sería hacerse la tonta. En eso nos parecíamos mucho.

               Dejamos las compras para otro día. Por suerte el ambiente se distendió bastante. Y la anécdota del supermercado quedaría para la posteridad.

               Pero una vez en casa me atormentaron mis pensamientos. Dante se quería coger a su tía. La misma tía que disfrutaba de provocar a adolescentes. La misma tía que se había sentido atraída por el amor de mi vida, al mismo tiempo que yo. Eso había pasado hacía décadas, y había quedado sepultado, como si nunca hubiera pasado. Pero ahora ella me confirmaba que sus sentimientos por Octavio habían sido mucho más fuertes de lo que había creído. Y Dante se parecía tanto a él… Si pensaba en todo eso de manera individual, mis miedos parecerían ridículos. Pero si se sumaban… Y a todo eso había que agregarle el préstamo que Dante estaba a punto de hacerle. Érica le debería dinero, pero, sobre todo, le debería gratitud. ¿Sería ese el último empujón que necesitaría mi hermana para caer ante las garras de mi hijo? ¿Estaba siendo exagerada? Mi instinto me decía que no.

               Cuando llegué a casa me encontré con Dante, quien estaba desparramado en el sofá, viendo algo en el celular.

               —¿Todo bien? —preguntó.

               Me acerqué a él, y me puse en cuclillas. Extendí mi brazo, y llevé mi mano a su entrepierna. Dante quedó petrificado. Mis dedos se apretaban en su poderoso miembro viril. Lo hacía con fuerza. Y no solo eran mis dedos. Mis uñas también de hundían en la gruesa tela del pantalón, como queriendo atravesarlo para hincarse en su carne.

               —No se te ocurra propasarte con mi hermana —le dije—. Si lo llegás a hacer…

               —¿Qué? Si lo llego a hacer ¿qué? —preguntó él, desafiante.

               Mi primer impulso fue decirle que le cortaría la pija. Cosa que iba en sintonía con lo que le estaba haciendo. Pero se me ocurrió algo más realista.

               —Si lo hacés. Me voy a coger a tus amigos. No solo a Jerónimo. Me voy a meter en todos tus círculos sociales, Y vas a pasar a ser el chico al que todos se cogen a su madre. Y no te molestes en fingir que no te importa, porque sé que sí te molesta.

               Solté su verga, y lo dejé con la boca abierta, sin saber qué decir.

               Continuará

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