Capítulo 4
Sentía una extraña euforia. Como si lo que acababa de hacer significara una victoria para mí. ¿Por qué motivo la pequeña humillación a mi hijo me hacía regodearme? Sospechaba que tenía ciertos celos que se esforzaba mucho por esconder, y ahora, viendo su gesto desencajado, lo confirmaba. Por más indiferente que se mostrara, Dante no soportaba la idea de que me acostara con alguno de sus amigos.
De a poco, la euforia fue remitiendo. Estaba en el patio del fondo. Aproveché para bajar la ropa que se estaba secando bajo el sol del tender. Me pregunté si no me había pasado de la raya. Nunca le había hablado así a Dante. Amenazarlo con cogerme a sus amigos, qué locura. Definitivamente la tarde en el supermercado con mi hermana me hizo excitarme. Sacudí la cabeza. La idea de que mis deseos sexuales estuvieran mezclados con pensamientos sobre mi hijo me parecía muy obscena.
Me miré la mano, extrañada. Todavía sentía en ella el tacto del miembro viril de mi hijo. En eso también me había propasado. Pero había sentido el impulso de acogotar su verga. El hecho de que sospechaba que quería aprovecharse de mi hermana me hicieron amenazarlo de esa manera. De pronto sentí un escalofrío. No había ningún tipo de intención pervertida en ese gesto. No le había acariciado la pija. Se la había apretado, incluso había hundido mis uñas en el pantalón, haciéndole sentir un leve dolor. Pero ¿él lo habría visto de esa manera?
Las sospechas de que su faceta incestuosa no se limitaba con su prima y su tía, sino que también deseaba a su propia madre, seguía siendo eso, una sospecha. Pero ahora caía en la cuenta de que no había sido buena idea tocarlo de esa manera tan inusual. ¿Por qué tuve que hacerlo?
Debía hablar con él. Pero aún no estaba preparada para preguntárselo directamente. ¿De qué manera una madre puede formular esa pregunta tan inverosímil? Hijo, necesito que me digas una cosa ¿sentís atracción sexual hacia mí? Qué absurdo. La sola idea me hacía reír.
Sin embargo, tenía que hacerlo de alguna manera. Aunque sea con indirectas. Su deseo por mi hermana Érica resultaba un buen punto de partida del cual aferrarme. Si me confirmaba lo que ya sabía, que se quería acostar con su tía, podría aprovechar para señalarle el enorme parecido físico que había entre ambas, lo que hacía más enfermizo aún ese deseo ya de por sí era enfermizo. A ver qué respondía a eso. Pero de solo pensarlo, todo mi cuerpo temblaba. Dante me resultaba intimidante. Es patético admitirlo, teniendo en cuenta nuestro vínculo, pero así era.
No obstante, debía hacerlo. Debía decirle que, si me había comportado de manera tan violenta, era porque sabía de sus oscuras intenciones.
Una punzada de angustia atravesó mi corazón. Érica, mi hermana, estaba enamorada de Octavio, mi difunto marido. Habían pasado dos décadas de aquello. Pero los primeros amores no suelen olvidarse tan fácilmente. ¿Sería posible que ella viera a Octavio cuando estaba con Dante? De hecho, ella misma me lo había reconocido. “Parece que estoy viendo a un fantasma”, había dicho mi hermana mayor. Y no podía más que comprenderla, porque a mí también me pasaba. Incluso en mis fantasías me sucedía. Aparté ese pensamiento de mi cabeza. Sentía mucha vergüenza por eso, y más ahora que mi hijo estaba a pocos pasos de mí.
Entré a la casa con el montón de ropas en mis manos. Dejé todo en el pequeño cuarto que se usaba para planchar, y me dirigí a la sala de estar. Dante no se encontraba.
Cuando volví a verlo, horas más tarde, se comportó con total normalidad. No parecía molesto, ni siquiera intrigado por mi exabrupto, cosa que me fastidió a la vez que me alivió. ¿Había entendido el mensaje? Cuando, unos días después, me dio el dinero para que yo misma se lo entregara a mi hermana, creí que así era.
Estaba consciente de que no era buena idea ignorar lo que estaba pasando últimamente. La noche de sexo con su prima, el mensaje en su celular confesándole a su amigo el deseo que sentía por su tía, y finalmente lo que había hecho yo al amenazarlo mientras estrujaba su pija, esa misma pija que no tocaba hacía tantos años, pues hacía rato que había dejado de ser un niño. Sin embargo, sabiendo que me estaba comportando sumamente irresponsable al fingir que me había olvidado del asunto, también había en eso cierto confort. No tenía que hacer frente a esa terrible verdad que parecía haber en el corazón de mi hijo. Así como pasaban los días, bien podrían pasar semanas, meses, años, y todo esto quedar sepultado en el pasado, como si no fuera más que un mal sueño.
Mientras tanto yo seguía con los mismo problemas de siempre. No era capaz de entablar una relación con ningún hombre, y seguía sin poder llegar al orgasmo mientras me masturbaba, ya que siempre que lo hacía, la imagen de mi hijo irrumpía en mis fantasías más lujuriosas, cosa que me hacía sentir escandalizada y culposa, para luego abandonar mis tareas onanísticas, a regañadientes.
Y no es que eso fuera a repercutir en mi cuerpo de manera que me terminaría acostumbrando a la castidad. Al contrario. Cada día estaba más caliente. Lubricaba con increíble facilidad, y por las madrugadas me despertaba con la bombacha empapada.
Me sentía patética. No podía disponer de mi propio cuerpo. Y hubo un hecho que me hizo darme cuenta del enorme efecto que estaba causando todo esto, no solo en mi cuerpo sino también en mi mente.
Estaba limpiando la casa, escuchando música a todo volumen, con los auriculares en la oreja. Era viernes por la tarde. Dante se había ido a jugar un partido de fútbol con sus amigos. Estaba con la aspiradora en la mano, levemente inclinada, succionando el polvo en un rincón de la sala de estar. La excitación solía aparecer en los momentos más inverosímiles, y ese era uno de ellos. Mientras estaba inclinada, junté mis muslos. La presión entre ellos me hizo sentir un placer ridículamente intenso considerando lo simple del acto. “Necesitás coger con urgencia, Vane”, dije en voz baja, si bien la música había hecho que el sonido de mi voz no se escuchara.
Y entonces sentí que alguien me agarraba del brazo.
Largué un terrible grito de miedo. Esta vez sí, pese al auricular, pude oír mi propia voz aterrorizada. ¿Qué había creído que estaba pasando? Lo primero que me vino a la mente fue un delincuente encapuchado. Un delincuente que me robaría, pero además aprovecharía para violarme.
—Soy yo, má —dijo Dante.
Me miraba con una odiosa sonrisa de perfectos dientes blancos. Estaba conteniendo una carcajada, la cual no tardó en largar, ya imposible de reprimirla.
—¡Idiota! —le dije, enfurecida, largando un manotazo a su pecho—. ¡Me mataste del susto!
Y entones me largué a llorar como un niña. Lloré, desconsolada, no por el miedo que había sentido, ni por lo estúpida que me estaba sintiendo, sino por todo lo que estaba pasando últimamente en relación con él, mi hijo, y que ahora estallaba debido a esa broma tonta. Había hecho todo lo posible por inculcarle los mejores valores. En líneas generales, lo había logrado. Dante era un buen chico, de eso no tenía dudas. Pero había dejado el tema de la sexualidad de lado. Solamente le había explicado, en su momento, las cuestiones relacionadas con la anticoncepción y con las enfermedades de transmisión sexual. Pero nunca le había enseñado cómo tratar a una mujer. Nunca le había inculcado qué cosas estaban bien y qué cosas estaban mal en cuanto al sexo. Desde chico se había rodeado de mujeres. Estaba segura de que se había desvirgado de muy joven, y me había convencido de que a pesar de que era muy chico no necesitaría de mis consejos. Y ahora se había acostado con su propia prima, y albergaba esos deseos cuyo verdadero alcance desconocía por completo.
—Ey, mami, no pasa nada. Tranquila —me dijo.
Entonces me dio un fuerte abrazo. Yo lo retribuí, rodeando su cuerpo con mis brazos. Su hermoso cuerpo, marcado y duro, una escultura viviente entre mis brazos. Dante seguía susurrándome al oído que estaba todo bien, que no llorara porque entonces se sentiría muy culpable.
El abrazo se prolongó. Mi hijo me acariciaba la cabeza y me tranquilizaba con palabras dulces. Sentí su otra mano en mi cintura. Si la movía apenas unos centímetros más hacia abajo…
¿En qué estaba pensando? ¿Por qué tenía que venir aquella desagradable hipótesis en ese momento? No obstante, no podía dejar de hacerlo. Mis turgentes senos estaban apretados en el torso de mi hijo. Si un hombre cualquiera me diera un abrazo tan efusivo como ese, pensaría, din durarlo, que se estaba aprovechando de mi situación de vulnerabilidad para sentir mis tetas.
Pero, por otra parte, era imposible darme un abrazo sin que mis enormes atributos hicieran contacto con el cuerpo del otro. Tenía la mente podrida. Sin embargo, me quedé ahí, en sus brazos, mientras mi tristeza inicial desaparecía lentamente. Sentía el olor a transpiración mezclada con perfume y desodorante. Tenía una camiseta y un short de fútbol. Debería decirle que se fuera a bañar, pero a pesar de su suciedad, ese abrazo resultaba increíblemente cálido y reconfortante.
—¿Estás así por lo que me dijiste el otro día sobre tía Érica? —preguntó él, ahora acariciando mi espalda, aunque la otra mano seguía en mi cintura, muy cerca de donde mi cuerpo empezaba a tornarse increíblemente redondo—. No seas tonta. ¿Te pensás que porque me cogí a Emilia me voy a coger también a la tía? —agregó después, con una risa socarrona.
Era una mentira, obviamente. Él no sabía que yo había leído aquel mensaje, y nunca lo sabría. Pero quizás era mejor dejar que me mintiera. Aceptar su mentira. Lo importante era que no se acostara con su tía. Además, ella tampoco lo aceptaría ¿cierto?
No respondí. Me aparté de él. Aunque nuestros cuerpos seguían pegados. En ese momento me percaté de una cosa terrible. Su verga, su verga estaba haciendo contacto con mi cuerpo. No estaba dura, pero tampoco la sentía tan fláccida como debería sentirse. ¿Mi mayor temor era real?
Me dije que no. El contacto, el leve roce que había entre su miembro viril y mi pelvis, podrían por sí solos generar una reacción en su falo, aunque él no estuviera pensando en nada pecaminoso.
Me acarició la mejilla, en donde me habían caído las lágrimas. Me dio un terno beso debajo del ojo. Y entonces sucedió.
¿Qué había sido lo que me hizo hacer lo que iba a hacer en unos instantes? Era como un deja vu. Como tantas otras veces, veía en mi hijo el rostro del amor de mi vida, Octavio. Pero, en esta ocasión en particular, la visión fue increíblemente realista. Tal vez había pasado algo parecido con su padre en el pasado. Una escena como esta. Yo llorando. Él abrazándome para contenerme, acariciándome las mejillas para secarme las lágrimas. No lo recordaba, pero era muy probable que eso fuera lo que me pasaba, porque de verdad sentía que estaba viendo a Octavio.
Y entonces lo besé en la boca. Y no fue un beso en donde los labios apenas se unen para luego separarse. Fue un beso intenso y largo.
Dante quedó perplejo, y luego sonrió.
—Hacía mucho que no me besabas así —dijo.
Traté de ocultar la turbación que sentí al percatarme de lo que acababa de hacer. Por suerte el propio Dante me había dado la respuesta que me salvaría de ese demencial momento. Cuando era chico, hacía mucho, le daba besos en la boca. No es una costumbre habitual en mi país que una madre bese en la boca a su hijo, pero tampoco es algo del todo raro. Y, por supuesto, no lo hacía con ninguna mala intención. Era un tierno beso de una madre a un hijo y nada más que eso. Luego, cuando creció, ya dejé de hacerlo, como es natural.
—Es que hacía mucho que no me abrazabas de esa manera —respondí yo, recordando lo cariñoso que era cuando niño.
Entonces agarró mi rostro con ambas manos. Sus labios se arrimaron a los míos. Me sentí espantada, pero no podía esquivar el beso que intentaba darme, porque eso haría que el beso que yo misma le había dado no fuera algo espontáneo y natural, como pretendía que fuera. Así que me besó. Un tierno beso en los labios. Y después me dio otro, y luego otro.
—Bueno, ya estoy mejor. Gracias por mimarme —le dije.
Me aparté de él. En ese instante, mientras lo hacía, me pareció notar que su miembro viril se encontraba más hinchado que hacía unos momentos. ¿Se había excitado al besarme? No, no podía ser eso, me repetí. Y sin embargo sus ojos verdes brillaban más de lo normal, como si estuvieran húmedos.
No me animé a bajar la vista para corroborar qué tanto había crecido el bulto en su entrepierna. Me fui a mi habitación. Ahí me percaté de algo terrible. No había sido solo Dante el que había sufrido una reacción en su cuerpo. Yo misma tenía los senos hinchados y duros, y mi sexo húmedo. Si bien me había sentido excitada mientras limpiaba la casa, ahora la calentura era mucho mayor.
Me di una ducha. Sentí el impulso de masturbarme, pero ya sabía cómo iba a terminar eso. Si la imagen de mi hijo irrumpía siempre en mis fantasías sexuales, después de lo que había pasado, la cosa iba a ser peor. Me recriminé por la reacción de mi cuerpo. Me dije una y otra vez que era algo normal, que mi excitación venía de antes de que Dante me abrazara y de que yo lo besara, que si luego esa excitación se incrementó fue solo por el repentino recuerdo de Octavio, y por la fricción de nuestros cuerpos, los cuales generaban ciertos efectos involuntarios. La hinchazón de su verga de seguro también había sido por eso. Pero a pesar de excusarme con estos argumentos, no podía dejar de atormentarme por lo que había pasado. ¿Y ese beso? No quería pensar en eso. Ojalá pudiera borrarlo de mi memoria.
Durante el resto del día estuve nerviosa. La presencia de Dante no hacía más que perturbarme. Salí a dar un paseo. Me sentía presa en mi propio cuerpo. Necesitaba urgentemente un desahogo sexual, pero no podía concretarlo. No me animé a repetir lo de aquella noche en el bar. No sabiendo cómo podía terminar eso.
Los hombres no dejaban de darse vuelta a mirarme, o de tocarme la bocina desde sus autos. Algunos incluso se animaron a invitarme a llevarme a donde fuera que me dirigiera. Por supuesto que no acepté. Me había puesto una calza negra y una remera musculosa, prendas que dejaban mi exuberante figura expuesta. Era ridículo, podía tener al hombre que quisiera, pero seguía sola, Por primera vez me pregunté si no sería necesario hacer terapia. Mi vida no era normal, y cada día que pasaba se tornaba más anormal. ¿Cuántas mujeres atravesaban las situaciones que yo atravesaba con mi hijo?
Volví a casa, frustrada. Ya estaba anocheciendo. Por suerte Dante ya no se encontraba. Me dejó un mensaje avisándome que no cenaría conmigo. Iba a preguntarle en dónde estaba, pero decidí no hacerlo. Ya estaba grande, mientras no se metiera con mi hermana, que hiciera lo que quisiese. Incluso podría volver a acostarse con Emilia y no me escandalizaría tanto como la primera vez. No porque no me pareciera una actitud reprochable, sino porque ahora sabía que sus peculiares inclinaciones sexuales podrían adquirir tintes mucho más oscuros.
Comí una ensalada, y me quedé en el living viendo una película. Pero no me podía concentrar en ella. Me sentía rara. Mi cuerpo temblaba y sentía como si tuviera fiebre, aunque no me dolía la cabeza ni estaba resfriada. Fui a acostarme temprano. Me quité la ropa, y antes de ponerme el pijama me miré en el espejo, de perfil. Mi trasero seguía teniendo una firmeza insólita considerando lo enormes que eran mis nalgas. ¿Cuánto me duraría esta perfección? Porque sí, por muy presuntuoso que suene, mi cuerpo era perfecto. Era el cuerpo que todas las mujeres anhelaban tener. Y a mí no me había costado ninguna cirugía. Lo único que hacía para mantenerlo así era ir al gimnasio con regularidad. Las sentadillas prolongaban mi juventud. Mis senos también estaban muy bien. Estaban levemente caídos, lo que era normal debido a su enorme tamaño. El vientre estaba plano. Mi pelo era largo, negro y brilloso. ¿Cuál era mi problema? ¿Cómo podía ser que hacía tanto tiempo no podía alcanzar el orgasmo?
En lugar de ponerme el pijama fui a abrir uno de los cajones de mi ropero. Era un cajón especial, pues ahí guardaba mis dildos. Elegí uno que aún no había utilizado. Me lo había regalado Érica en mi cumpleaños número treinta y seis. Era un consolador que imitaba un enorme pene negro. Un pene gordo y largo.
La imagen del enorme bulto de mi hijo acudió a mi mente una vez más. Respiré hondo. Esta vez no iba a dejar mi deseo de lado a causa de Dante. Me daba cuenta de que ese temblor y ese calor que sentía en todo mi cuerpo era a causa de la excitación que desde hacía tiempo no podía culminar en un orgasmo. Toda la calentura de mi entrepierna ahora estaba presente en cada célula de mi cuerpo. Necesitaba tomar las riendas de mi vida sexual de una vez por todas, y ese enorme dildo negro sería el comienzo. Luego dejaría las estupideces de lado y me cogería al tipo que quisiera cogerme, y asunto acabado.
Me tiré a la cama, boca arriba. Separé las piernas y las flexioné. Tenía el dildo en una mano y su control remoto en la otra. Era un vibrador, obvio. Agarré el falo de silicona y lo dirigí hacía mi palpitante hendidura. Lo hundí. La sensibilidad de mi cuerpo era impresionante. Los cinco centímetros de circunferencia se hicieron sentir enseguida. Escuché mi propio jadeo. Eso era. No necesitaba pensar en ningún hombre, ni siquiera en un acto sexual. Solo necesitaba la sensualidad de mi propio cuerpo desnudo, y ese enorme consolador que me había regalado la pervertida de mi hermana. No necesitaba rememorar las noches de pasión con Octavio…
—¡Puta madre! —grité, impotente.
El solo hecho de recordar a Octavio fue suficiente para que la imagen de Dante en situaciones obscenas atormentara mi alma. Pero no desistí. Hundí más aquel falo negro. Se sentía bien. Necesitaba hacerlo. Tenía que hacerlo. No podía seguir así, ya no solo sin coger, sino sin siquiera alcanzar el clímax.
Lo hundí más, mucho más. El aparato tenía veintidós centímetros de largo. Estimaba que ya tenía quince de ellos adentro de mi sexo. Las paredes uterinas se dilataban a medida que aquella pija ficticia avanzaba. Entonces apreté el botón de encendido. El dildo empezó a vibrar. No me había dado cuenta, pero estaba graduado en su mayor potencia. Al principio fue algo violento. Largué un grito de temor, pero no exento de placer. Unos segundos después me acostumbré a esas violentas vibraciones.
Eso era. Hice un esfuerzo increíble porque no aparecieran pensamientos inoportunos en mi cabeza. Pero, como debí suponer, intentar esto bastó para que esos pensamientos aparecieran. Así que simplemente me relajé. Dejé que la vedette de esa fiesta individual que estaba teniendo fuera el tacto. Mis pensamientos últimamente solo me servían para perturbarme. Solo tenía que sentir el placer en mi sexo, contagiando inmediatamente al resto de mi cuerpo.
Por fin lo estaba consiguiendo. Por fin lograba masturbarme sin pensar en… Me negué a rendirme en esa nueva recaída. Simplemente seguí hundiendo el falo de silicona en mi concha. Mis gemidos eran cada vez más intensos. Me di cuenta de que un hilo de baba se estaba escapando de mi boca. Me mojé una mano con la lengua y acaricié intensamente mis senos con ella, mientras la otra mano seguía taladrándome. Mi espalda se arqueó. El placer era simplemente magnífico. Podría tener esa cosa adentro mío por horas. Pero algo me decía que el orgasmo llegaría enseguida. Tantas semanas sin haber tenido uno habían logrado que mi excitación se fuera acumulando. Ahora, ya con los veintidós centímetros vibrantes hundidos en mi sexo, me percataba de lo caliente que estaba. Apenas recordaba ese nivel de lujuria de mis primeros años con Octavio.
—¡Mierda! —me quejé, cuando la imagen de mi marido penetrándome era reemplazada por la de mi propio hijo montándome.
¿Cómo podía siquiera tener ese tipo de pensamientos? Eran muy parecidos. Dos gotas de agua. Era por eso, y por ningún motivo más, me dije, dándome ánimos. Me había detenido por unos segundos, pero el negro falo seguía vibrando dentro de mi cuerpo. Seguí con lo mío. Estaba decidida. Esa noche iba a tener un orgasmo, cueste lo que cueste.
Cueste lo que cueste…
A pesar de mi gran esfuerzo, Dante seguía apareciendo en mi cabeza. ¿Por qué me había besado? ¿De verdad me había devuelto el beso que yo le había dado, o se había aprovechado de la situación para concretar algunas de sus perversas fantasías? ¿Por qué me había abrazado de esa manera? En realidad, no había nada anormal en ello, ni siquiera había visto algún gesto que lo delatara en primera instancia. Y sin embargo, sabía que no era un chico normal. Sus deseos no eran como los de cualquier chico.
Me encontré con que esta vez, a pesar de estar pensando en él, no me detuve. Seguía manipulando el dildo, retirándolo algunos centímetros para luego hundirlos de nuevo, con total violencia. Y estaba haciendo eso mientras recordaba el abrazo y los besos que me había dado mi hijo.
Esta vez no me detuve. Pero a cada segundo que pasaba resultaba más difícil continuar con ese masaje sin pensar en mi hijo. Era tan hermoso. Igualito a Octavio. Pero ya estaba harta. Estaba resuelta a alcanzar ese orgasmo que ahora sentía increíblemente cerca. Estaba segura de que, si seguía durante uno o dos minutos más, por fin lograría mi objetivo.
Así que mientras gemía con un exacerbado placer, ya dejé de luchar contra esos pensamientos tan impuros. Después de todo, ya había hecho todo lo que podía, y no es que fuera culpa mía lo que me estaba pasando. Un montón de situaciones de un lejano pasado se mezclaban con otras del presente, y generaban que, en ese mismo momento, mientras estaba desnuda en mi habitación, con ese dildo ridículamente grande, estuviera pensando en mi propio hijo en situaciones eróticas.
Recordé a Dante, encima de su prima, largando el semen de su intimidante pija. Lo recordé semidesnudo, al otro día, convenciéndome de que no volvería a cogerse a Emilia. Lo recordé sudado con el equipo de fútbol, y luego abrazándome. Mis senos pegados a su cuerpo, su miembro frotándose sutilmente en el mío, sus caricias, sus besos, sus ojos húmedos.
Me rendí ante esos pensamientos, ante esas sensaciones. En ese momento de frenesí no pude encontrar ninguna excusa que me libere de la culpa. Simplemente me entregué a esa perversión, creyendo que en cuestión de segundos desaparecería junto con mi calentura. Se esfumaría luego de que largara los últimos jadeos de placer.
Y sin embargo no sucedía. El orgasmo no estaba tan cerca como había creído. Y eso que mis músculos ya estaban tensados. Mis senos durísimos, mis pezones puntiagudos, como no recordaba haberlos tenido nunca.
Y ahora, por primera vez aparecían imágenes que nunca habían aparecido. El recuerdo de lo que había pasado por la tarde se extendió. Era como ver una película con un final alternativo. Después de que Dante me diera esos tres besos en la boca, yo me separé de él, tal como había sucedido. Pero él me agarró de la muñeca y me atrajo con violencia. Yo le pregunté que qué pasaba. Él me dio otro beso. Pero esta vez sus labios se separaron y su lengua se metió en mi boca. ¿Por qué estaba pensando en eso? Me oía gemir en mi habitación vacía. ¿Alguna vez había gemido de esa manera? Era casi como si estuviera sufriendo. Casi como si estuviera siendo castigada brutalmente. Pero ese gemido, ya convertido en alarido, era ciento por ciento producto del placer. De esa verga sintética que tenía en mi mano, y de esos pensamientos que ya no podía controlar.
En un instante de lucidez me dije que no había nada malo en ello. Que yo era consciente de que tener relaciones con mi propio hijo sería algo antinatural. Que jamás haría algo como eso que estaba haciendo en mi imaginación. En ese instante me exoneré a mí misma. Me dije que solo era una víctima de mis circunstancias. Me dije también que lo que había en mi cabeza en ese momento solo lo sabría yo y nadie más. Y lo que había en mi cabeza era mi hijo, con su magnífica pija desnuda.
Completé esa irreal fantasía que había aparecido tan inconvenientemente. El beso de Dante era apasionado, como si deseara hacerlo hacía tiempo. Sus manos fueron a donde iban las manos de cualquier hombre que tenía la suerte de besarme. Mi hijo me estrujaba el culo con violencia, y yo no solo se lo permitía, sino que lo disfrutaba. Entonces nuestros labios se separaron. Dante me tumbó en el piso, me bajó el pantalón y me cogió ahí mismo. Sentí su gruesa pija en mi sexo. Era una verga tan grande como el dildo que estaba usando.
Me di cuenta de que algunas lágrimas se deslizaban por mi mejilla. ¿Por qué lloraba? Probablemente en el fondo, en la parte más consciente de mi ser, me sentía totalmente impotente. Pero ahora no era esa parte consciente la que me dominaba. Era la parte más primitiva, más elemental. Esa parte que necesitaba concretar lo que había empezado, y que se había resignado ante la idea de que sería imposible hacerlo sin que mi propio hijo se convirtiera en el protagonista de esas fantasías tan obscenas.
Entonces, esta vez sí, sentí cómo un electrizante placer, un infinito goce, explotaba en mi entrepierna, y se expandía por todo el cuerpo. Cada átomo de mi ser se estremeció. Fui presa de movimientos espasmódicos salvajes, imposibles de contener, y de hecho no quería contenerlos, quería dejar que me atravesaran para siempre.
Fue un orgasmo tan intenso que me hizo dudar de si realmente había tenido un orgasmo anteriormente.
Quedé rendida, totalmente agitada. Sentía mi corazón aceleradísimo. Estaba transpirada, como si hubiera corrido una maratón.
Y entonces escuché un ruido. Al principio no entendí qué pasaba, no porque jamás hubiera escuchado ese sonido, sino porque había estado tan concentrada en mi placer, que recién ahora caía a tierra de nuevo. Era el sonido de la puerta que se había abierto.
Miré hacia el umbral, horrorizada, sabiendo con lo que me iba a encontrar, incluso antes de verlo.
Ahí estaba Dante, mirándome con una cara de espanto que me hizo sentir que mi corazón se encogía. ¿Por qué estaba ahí? No atiné a gritar, ni a decir nada. La situación era tan surrealista, que me sentí incapaz de reaccionar.
Estaba desnuda. El dildo ya apagado a un costado. Pero mis piernas aún abiertas, con el sexo muy dilatado expuesto ante mi hijo. Y entonces sucedió otra cosa que haría que esa situación humillante lo fuera aún más. Mi cuerpo se estremeció, como si hubieran quedado todavía residuos del orgasmo que había tenido hacía unos segundos. Mis piernas temblaron e hice un movimiento pélvico involuntario.
Dante me miraba. Su espanto había desaparecido, ahora solo quedaba la estupefacción.
—Perdón. Es que pensé que te había pasado algo —dijo, balbuceando—. Es que como te escuché gritar, me asusté, y…
No pudo terminar la frase, cosa por la que no podría culparlo, pues yo misma no podía articular palabra. Y tampoco podía reprenderlo por quedarse mirándome, incapaz de desviar la mirada, porque yo misma no pude atinar a cubrir mi cuerpo desnudo.
—No me pasó nada —dije por fin, descubriendo que aún me encontraba agitada—. Simplemente me estaba masturbando.
—Claro. Perdón —dijo Dante, y se fue de la habitación.
Continuará
Los capítulos cinco y seis de esta serie ya están disponibles en Patreon, para quienes quieran apoyarme con una suscripción. Aquí los subiré cada quince días. Pueden encontrar el link de mi Patreon en mi perfil.