Débora se recostó en la silla, apretó el botón del estimulador eléctrico y leves descargas le sacudieron desde los electrodos que había adherido a su cuerpo: en los pezones, el clítoris, los labios vaginales y el perineo —esa zona tan especial entre el coño y el ano—. Se dejó mecer por las oleadas de energía que basculaban entre el dolor y el placer, y un ronco y gozoso gemido escapó de su garganta.
—Mmm… Sí, me gusta.
Giró la rueda del regulador de potencia y lo elevó poco a poco. Según la punzada de dolor crecía, su excitación se multiplicaba y expandía. Sus dedos se internaron en el dilatado coño, juguetearon con los labios, acariciaron el torturado clítoris y exploraron el interior de la vagina. Cuando el dolor parecía ya insoportable, redujo la potencia sin detener el aparato y continuó masturbándose. Se pellizcó los sensibles pezones y estimuló el botón de su sexo con deleite.
—¡Oh, dios! Cómo me gusta. Disfruto como una perra.
En la pantalla del ordenador de su escritorio se reproducía la grabación de una de las cámaras que tenía camufladas por toda la clínica odontológica. Desde un lateral se observaba la sala de intervenciones, con el asiento reclinado en el centro y un hombre tumbado semidesnudo e inconsciente sobre él. La grabación era de esa misma mañana: Débora lo había drogado con el óxido nitroso que usaba de anestésico para las intervenciones —su procedimiento habitual para practicar los abusos sexuales— y luego se lo había follado sobre la silla.
En pantalla se veía a sí misma, con su espléndida figura vestida sólo con la bata blanca desabotonada y, debajo, un liguero negro, unas medidas a juego y los zapatos acharolados de tacón. Montaba a horcajadas sobre su víctima y se introducía en la vagina la polla del tipo, dura y erecta gracias a la paja y la mamada que Débora previamente le había practicado.
—¡Oh, sí! —dijo con la mirada clavada en el monitor—. Qué buena polla tiene el tío. ¡Joder, cómo me lo follé! ¡Me la metió hasta el fondo el cabrón!
En la imagen, sus caderas bombeaban atrás y adelante, arriba y abajo, en una danza desbocada que provocaba que sus nalgas temblaran y se bombearan al ritmo de las embestidas. Su larga y lacia melena, negra como azabache, fluía como una sedosa catarata, acariciándole la espalda.
—¡Eso es! —se animó a sí misma sin dejar de masturbarse—. ¡Fóllatelo, puta!
Su mano frotaba de manera virulenta todo su coño empapado, haciendo vibrar como un diapasón la miríada de terminaciones nerviosas que enraizaban en su clítoris; mientras lo atravesaba la dolorosa corriente eléctrica. Cogió de la mesa el grueso dildo metálico, se lo metió en la boca para empaparlo de saliva y se lo introdujo en el ano. Lo activó y una nueva descarga eléctrica saturó el interior de su esfínter. Junto con el estimulador, las corrientes eléctricas saturaron de sensaciones todos los puntos erógenos de su cuerpo: los sintió iluminarse como las luces de un árbol de Navidad. Se pajeó aún con mayor pasión.
En la grabación, su otro yo emitió un grito desgarrado al correrse, lo que desencadenó en su cuerpo otro orgasmo en el presente. Los espasmos fueron de tal magnitud que Débora casi se cae de la silla sobre la que estaba sentada. Apuró hasta la última convulsión de placer, apagó a continuación los estimuladores eléctricos y se desmoronó sobre el asiento. El interior de sus muslos, sus nalgas, todo su cuerpo estaba empapado en sudor.
—¡Ah, joder! Qué bueno ha sido. Casi mejor que cuando me lo follé esta mañana. Eres una puta viciosa, Débora.
Paró la grabación y cerró el archivo de vídeo. Habría más ocasiones para disfrutarla de nuevo. Al igual que las otras docenas de vídeos con otras tantas víctimas, que atesoraba desde que abriera la clínica dental. Tan relajada se sentía que le sobresaltó el sonido del timbre de la puerta de entrada.
—¿Quién coño será ahora?
Comprobó la hora en su reloj de pulsera: las tres y media. Aún faltaba media ahora para la primera consulta de la tarde. Refunfuñado, despegó los electrodos de su cuerpo, extrajo el consolador del ano y activó en el ordenador la cámara de la entrada. Un tipo alto y moreno aguardaba ante la puerta. No tenía nada de especial, pero por alguna razón le asaltó un mal presentimiento. Y su instinto no solía fallarle.
Se levantó y se colocó ante el espejo de cuerpo entero adosado a una de las paredes. Lo tenía exclusivamente para admirarse en él. De vez en cuando le encantaba masturbarse observándose. Abrir las piernas y contemplar el reflejo de su coño excitado recibiendo agradecido la estimulación de todo tipo de consoladores y juguetes sexuales. Le ponía muy cachonda verse desnuda, dándose placer a sí misma.
Se miró: estaba desnuda, salvo por unas medias negras con costura trasera que le llegaban hasta medio muslo y los zapatos de tacón. Había que admitir que era una hembra imponente a sus treinta años. Alta, estilizada, de formas rotundas y una anatomía tonificada por horas de natación en piscina. Su larga melena de cabello negro brillante y liso, con flequillo sobre la frente, cortado a escuadra y cartabón, contrastaba con el intenso azul marino de sus ojos. Los pómulos altos y afilados y los labios carnosos pintados de rojo oscuro como sangre configuraban un rostro hermoso, pero también gélido.
Y, es que, aun siendo una mujer de bandera, un pibón de esos que provocan que todas las miradas —de hombres y mujeres— se giren a su paso, le rodeaba sin embargo un aura que producía cierto tipo de rechazo; algo que incluso podía infundir temor. Igual que la escalofriante belleza simétrica del tigre: a través de su atractiva carcasa emergía la naturaleza voraz de una mantis religiosa.
El timbre sonó de nuevo, esta vez con un eco de urgencia.
—¡Ya va, maldita sea!
Como no tenía ganas de vestirse deprisa y corriendo, se enfundó la bata blanca sobre su cuerpo casi desnudo y se atusó la melena. Reflexionó unos instantes y buscó en el cajón del escritorio: sacó algo y lo metió en el bolsillo —mejor prevenir, se dijo—. Después dejó despacho, cruzó el pasillo y entró en el espacioso recibidor decorado con colores claros y luminosos. El mostrador de recepción se hallaba vacío desde que Ordalys, su bella e intrigante ayudante de rasgos exóticos y voz musical se despidiera días atrás; a causa de ciertas «diferencias» entre Débora y ella.
Abrió la puerta. En el descansillo aguardaba un hombre de edad parecida a la de ella, alto, moreno y de cuerpo atlético, vestido con unos vaqueros, camisa oscura y chaqueta de cuero. Débora lo auscultó de arriba a abajo y concluyó que el tipo le resultaba de lo más follable. Examinó el bulto de su paquete con escaso disimulo y notó que su entrepierna se humedecía. Contrólate, so zorrón —se recriminó mentalmente—, no es el momento.
—¿Qué desea? —preguntó.
—Buenas tardes —dijo el hombre—. ¿Es usted la doctora Débora Lanza?
—En efecto. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Detective Leonardo Cabarga —dijo, mostrando una identificación policial—. ¿Podemos hablar dentro?
Débora le invitó a pasar con una sonrisa —que camuflaba sus sentidos en guardia— y continuaron la conversación en el recibidor.
—¿Ocurre algo, detective?
—Vera, doctora Lanza. Hemos recibido una denuncia contra usted. Algo grave, he de decir.
—¿Una denuncia?
—Sí. De múltiples agresiones sexuales.
Débora mantuvo su fachada impasible, pero su mente bulló a velocidad de centrifugado.
—Y, ¿quién me ha denunciado?
—Eso no se lo puede decir. Pero nos ha proporcionado esto.
Del bolsillo de la chaqueta sacó un pendrive metido dentro de una pequeña bolsa de pruebas transparente.
—Contiene múltiples grabaciones realizadas en su consulta. Con lo que parecen ser pacientes inconscientes, presuntamente drogados y sometidos a todo tipo de vejaciones sexuales por su parte, doctora —pronunció el título con sorna, casi como un insulto—. Es indiscutible: se la ve a usted a la perfección, violando a mujeres y hombres indefensos.
Más allá del impacto de las acusaciones, una luz se hizo paso dentro de la cabeza de Débora, como un relámpago: ¡Ordalys! Su voluptuosa y artera exsecretaria. Sólo ella podía haber tenido acceso a las grabaciones almacenadas en el ordenador del despacho de Débora. Y sólo Ordalys poseía la motivación para traicionarla de esta manera. Curioso. No la creyó capaz de contratacar de tal manera. Sin duda la había subestimado como rival. Por un momento ardió en deseos de venganza, pero tendrían que esperar: ahora se enfrentaba a problemas más urgentes.
—¿Me va a detener?
—Podría —respondió el detective con gesto ambiguo—. Pero quizás podamos evitarlo. Verás, Débora —pareció acariciar con lengua lasciva su nombre—, la verdad es que me ha encantado lo que hay aquí dentro —mostró el pendrive—. Me ha puesto muy cachondo. Y la protagonista. ¡Vaya! Sólo puedo aplaudirte. La verdad es que no he parado de hacerme pajas desde que llegó a mis manos. Así que he pensado que podríamos llegar a un acuerdo: tú haces algo por mí, algo que me guste, y yo hago que desaparezca la denuncia, como si nunca hubiese existido.
Se guardó la bolsita con la memoria en el bolsillo, se aproximó a Débora y comenzó a desabotonarle la bata. Ella permaneció fría como el hielo, sin pronunciarse sobre la propuesta, pero dejó que el hombre abriera la prenda y admirara su desnudez.
—Lo sabía —sonrió él, clavando la mirada en el oscuro triángulo del pubis—. Eres una auténtica cachonda.
Sus manos se posaron sobre el cuerpo de ella, acariciaron sus tetas, estrujándolas y pellizcando los pezones, y se deslizaron por su plano abdomen y las caderas hasta alcanzar el coño. Él la miró a los ojos y Débora sonrió, a modo de aceptación.
—Así me gusta. Si somos razonables ambos saldremos ganando.
La besó en la boca. Ella le correspondió. Sus lenguas se cruzaron y recorrieron el interior de sus bocas. Débora le mordió en el labio, fuerte, pero sin hacerle sangrar.
—¡Ah, sí! —dijo él excitado— Eres una mujer peligrosa, ¿verdad? Una pantera. Pues tengo algo para que te metas en esa boca de fiera salvaje.
Hizo un gesto con la cabeza hacia abajo, señalando el paquete que abultaba de manera notable el pantalón. Débora, solícita, volvió a sonreír y se arrodilló. Posó su mano sobre la bragueta y notó la dureza y el calor que albergaba en su interior. Soltó el botón y bajó la cremallera.
—Eso es —dijo el detective—. Sí, muy bien.
Metió su mano dentro y liberó la polla, dura, grande y gruesa como prometía.
—Te gusta, ¿verdad? Te encanta mi pollón. Venga, cómetelo. Lo estás deseando.
—Mmm… Sí —contestó ella, melosa—. Estás muy bien dotado, lo admito.
Débora se alegró de haber acertado en sus pronósticos sobre el miembro del policía. Sujetó aquel pedazo de carne, que llenó toda su mano. La verdad es que el cabrón la estaba poniendo cachonda de verdad.
—Una cosa más sobre nuestro «trato»: me entregarás el pen con las grabaciones cuando acabemos.
—Claaaro, nena —respondió él con tono paternalista—. Ahora cómemela, venga. Chúpame la polla.
Débora cogió la verga por la base, la aproximó a su boca y la lamió. Recorrió con la lengua toda la extensión del enorme miembro: el glande, la piel replegada del prepucio, el frenillo, todo el largo fuste… Mientras extraía los grandes huevos del pantalón y los estrujaba.
—¡Oh, sí! Lo haces muy bien, nena. Sigue, sigue así.
Ella abrió la boca formando con los labios un anillo de carne y se la introdujo despacio, empapándola con su saliva. La mamó como una experta, deslizando sus labios a su alrededor, subiendo y bajando a lo largo del tronco carnoso, ahora despacio, ahora deprisa, sin dejar un ápice de piel sin estimular. El detective sintió ascender a los cielos.
—¡Joder! ¡Eres la ostia, doctora! ¡Nunca me la habían chupado así!
Levitando de placer como estaba, no se percató del movimiento de la mano de Débora, que, despacio, se desplazó por su cadera hasta alcanzar el bolsillo de la bata. Extrajo de él una jeringuilla de contenido amarillento y larga aguja, que previamente había cogido del cajón de su escritorio, ante el mal presentimiento que le había producido el poli frente a su puerta cuando lo vio a través de la cámara. Con un rápido y certero movimiento la clavó en su ingle, apretando el émbolo hasta el fondo.
—¡Ay! ¡Qué cojones crees que estás haciendo, zorra!
El detective retrocedió con la polla dura y empapada de saliva y semen, junto a la que colgaba la jeringuilla clavada en su carne. Trastabilló, tropezó y se desplomó sobre el suelo. Quedó allí tumbado, con la picha semienhiesta emergiendo de su bragueta.
—¿Qué mierda me has inyectado, puta? —preguntó con voz pastosa, como si estuviera ebrio.
—Tranquilo —le respondió Débora, en pie ahora ante él—. No te matará. Sólo es un narcótico. Algo que siempre tengo preparado para las emergencias; como ésta. Ahora echarás un sueñecito y cuando despiertes nos divertiremos de verdad, machote.
Lo último que vio Leonardo con su mirada empañada por la droga fue la sonrisa de Débora. Sintió como su un áspid venenoso le mostrara los colmillos antes de clavarle su letal mordedura. Cuando despertó, embotado, no reconoció el sitio donde se encontraba, ni cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Tardó unos segundos en recordar qué había ocurrido y en identificar la sala de la clínica dental, gracias a las grabaciones contenidas en el pendrive: era dónde esa sádica ninfómana —«¡Maldita puta del diablo!»— cometía los abusos sobre sus indefensos pacientes. Cayó en la cuenta entonces de que se hallaba desnudo y atado a la silla de intervenciones.
—¡Mierda! ¡Joder!
Intentó liberarse, pero las ligaduras, tanto de sus muñecas como las de los tobillos, no cedían. Sin duda su captora sabía realizar nudos de experto. Cuanta más fuerza efectuaba, más se apretaban dolorosamente sobre su carne. Además, la droga que corría aún por sus venas le mantenía aletargado. Le costaba coordinar sus movimientos y contraer los músculos, como si fueran de gelatina. Apenas tenía fuerzas —«¡Qué porquería me habrá inyectado!»—. La doctora parecía saber muy bien lo que hacía. Temió demasiado tarde haberla infravalorado.
—Por fin has despertado, bello durmiente.
La voz de Débora sonó a su espalda, como si hubiese aguardado a que pensara en ella para manifestarse. Sólo faltaría que la muy puta pudiera adivinarme el pensamiento, pensó el detective. Ella caminó muy despacio a su alrededor, haciendo resonar los tacones de interminable aguja que calzaba, hasta detenerse ante él con actitud dominadora y desafiante. Se había desprendido de la bata y vestía un conjunto de lencería de cuero negro: tanga, sostén y corsé, una gargantilla con diamante incrustado rodeándole el estilizado cuello, y unas medias a juego, sujetas con ligas también de cuero casi a la altura de las ingles.
El policía hubo de admitir, incluso en su comprometida situación, que resultaba impresionante. El conjunto le encajaba como un guante a su cuerpazo. El perverso envoltorio de regalo para un peligroso manjar. Era una hembra como pocas había conocido antes; por no decir ninguna. Le ponía tan cachondo que se hubiese empalmado en ese mismo momento si no estuviese tan drogado como acojonado. ¿Qué pretendía hacer con él aquella psicópata?
—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó, intentado simular entereza y autocontrol— No puedes hacerme esto. Soy policía.
—Claro que sí, machote. Un poli corrupto, chantajista y abusador que creyó poderme someter con facilidad, ¿verdad? Y un poli muy bien dotado, he de admitir.
Dijo esto rozándole la polla con la punta de la fusta que portaba en la mano. Incluso flácido, el miembro destacaba por su tamaño. Primero se la acarició y luego le sacudió un golpe en el capullo. Él gritó.
—¡Joder!
—¿Qué estoy haciendo? —continuó ella, obviando sus quejas— Sólo lo que tú querías. Deseabas follarme, ¿no? Pues eso es lo que vamos a hacer: follar tú y yo. Ya verás qué bien lo vamos a pasar. Incluso he anulado todas las citas que tenía concertadas esta tarde, para que me tengas para ti solo.
—Espera un momento…
Le interrumpió con un nuevo latigazo en los genitales.
—Hay que tener cuidado con nuestros deseos —volvió a mostrarle su sonrisa de víbora—. A veces pueden cumplirse.
Aproximó entonces el estimulador eléctrico con el que había disfrutado antes de la inesperada visita y lo colocó sobre la bandeja que usaba para depositar los instrumentos dentales durante las intervenciones.
—¿Qué es esto? —preguntó el policía entre enfadado y asustado.
—Tranquilo, cariño —respondió Débora, melosa— Sólo es un juguete. Verás qué divertido.
Adhirió los electrodos en el cuerpo del hombre, pese a sus movimientos de resistencia y sus quejas: pezones, polla, testículos…
—¡Quítame esto, puta! ¡Te lo advierto!
—Venga, hombre. Te perderías toda la diversión. ¿De qué me adviertes?
—¡Si no me sueltas te lo haré pagar! ¡Te voy a meter la polla por todos tus agujeros hasta que revientes!
—Mmm… Promesas, promesas… Qué macho eres. Me pones muy caliente —se pellizcó las tetas y se acarició el coño sobre el cuero de la lencería—. Pero te veo un pelín demasiado agresivo. Habrá que ajustar eso.
Desapareció a espaldas del detective unos instantes —lo que acrecentó el temor de éste— y cuando regresó enarbolaba una jeringuilla en la mano, similar a la anterior.
—¡Ni se te ocurra! —gritó él— ¡Otra vez no!
—Tranquilo, machote. Es una dosis menor. Esta vez no perderás la consciencia. Contigo voy a hacer una excepción, porque ya me conoces: te dejaré disfrutar plenamente de mis atenciones. Tan sólo te sentirás más… dócil.
Pese a sus aspavientos, Débora le clavó la aguja en el muslo interior, junto a los testículos. Sus ojos destellaron una sádica excitación. El efecto fue inmediato. Leonardo sintió levitar, como si hubiese desaparecido su masa corporal. Su mente se aletargó, decelerando su velocidad de pensamiento, y dejó de ofrecer resistencia. No era sólo que no tuviera fuerzas para pugnar con sus ataduras. Es que había desaparecido la voluntad para intentarlo.
—Eso es, muy bien —dijo Débora elevándole los párpados para comprobar la dilatación de sus pupilas—. Estás listo para jugar conmigo. ¡Qué ganas tengo! ¡Estoy supercachonda! ¿Tú no?
Paseó su mirada por todo el cuerpo del hombre, admirando su fornida anatomía, los músculos trabajados, el poderoso torso cubierto de abundante vello. Le agarró la flácida polla y simuló un gesto apenado.
—Fíjate. Con lo dura y grande que la tenías cuando querías metérmela en la boca. Habrá que ponerle remedio, ¿no crees?
Comenzó a masturbarlo. Retiró la piel del prepucio para desvelar el rugoso glande, jugueteó con la abertura de la uretra, acarició el fuste, sobó y estrujó el escroto y los huevos. No tardó en lograr una erección.
—Esto es otra cosa —dijo con orgullo—. Ahora sí te reconozco, machote.
—¡Si serás puta!
Apenas había pronunciado él el insulto cuando una descarga eléctrica convulsionó su cuerpo.
—¡Aaah!
—Esa palabra tan fea otra vez.
—¡Puta! —insistió él con rabia.
Débora activó de nuevo el aparato y el cuerpo del detective volvió a sacudirse. Esta vez mantuvo la descarga más tiempo. Cuando paró, Leonardo sintió que sus pezones y genitales fueran a romperse de dolor. La piel le ardía. Su erección se vino abajo más rápido de lo que había tardado en aparecer.
—¡Oh! —exclamó Débora con pena fingida, mirando el arrugado miembro— Qué poco aguantas. Pensé que eras más hombre.
¡Maldita zorra! —bramó casi sin aliento— Suéltame y te demostraré lo hombre que soy.
—¿Qué te hace pensar que continuarás siendo un hombre cuando acabe contigo? Veremos si eres capaz de que se te levante ese pollón.
Le sacudió una nueva descarga, más larga aún. Leonardo gritó, pero no se atrevió a decir nada esta vez. Y menos a volver a insultar a Débora: su capacidad de resistencia estaba agotándose.
—Eso es, machote. Vas aprendiendo cuál es tu lugar. Y ahora sí, vas a demostrarme lo hombre que eres.
Cogió el dildo metálico que había estado usando antes, en su despacho, y se lo metió en la boca. Lo lamió de manera lujuriosa, como si practicara una mamada. La erección de su prisionero comenzó a regresar con timidez; quién, a su pesar, no podía apartar la mirada de su fascinante torturadora. Esta, sin previo aviso, se sacó el consolador de la boca y lo insertó de un golpe en el ano del hombre.
—¡Ah, joder!
—Venga, hombre. Encima de que lo he lubricado y lo he calentado para que no estuviera frío.
Era evidente lo mucho que Débora se estaba divirtiendo.
—Y lo mejor —continuó, sardónica— es que también funciona con batería.
El detective abrió los ojos como platos antes de que la descarga eléctrica le abrasara el recto.
—¡Dios!
Sin darle respiro, Débora activó el otro aparato y el hombre creyó morir de dolor. Sin embargo, esta vez su polla permaneció dura y erguida: la excitación sexual lograba sobreponerse al sufrimiento. Más aún, el dolor mutaba en placer.
—Mmm… —ronroneó Débora—. Mira esto. Al final sí vas a ser un hombre.
Detuvo las descargas y se enfundó dos guantes negros, a juego con la lencería que vestía, que cubrieron sus antebrazos hasta el codo.
—Mira que bonitos —dijo, admirándolos—. ¿Y sabes lo mejor? Son aislantes frente a la electricidad. No me digas que no te vuelven loco.
Implacable, activó de nuevo ambos aparatos eléctricos y, mientras el hombre se retorcía de dolor, ella lo masturbó con ambas manos. Con una le pejeaba la polla en toda su extensión, cubriendo y descubriendo el glande con el prepucio; mientras, con la otra le masajeaba y estrujaba los huevos. La doble sensación de insoportable dolor y delicioso placer parecían a punto de hacerle perder la razón al detective.
—Te gusta, ¿verdad? Te gusta que te pajee el cipote, ¿eh? Y te encanta que te provoque dolor al mismo tiempo, ¿verdad, machote?
—¡Sí! ¡Sí! —gritó él, agónico.
—¿Quieres que pare? ¿Qué deje de torturarte y te libere?
—¡No! ¡Sigue, sigue! ¡No te detengas!
—Sí —dijo ella, triunfante—. Sabía que eras de los míos. Ah, cabrón. Me estás poniendo supercachonda. ¡Estoy a cien!
Redobló su masaje masturbatorio sin detener las descargas eléctricas, hasta que lo congestionada polla estalló en una furibunda eyaculación.
—¡Oh, dios! ¡Me corro, joder! ¡Me corro!
Un chorro de interminable esperma manó de la uretra, embadurnó el glande y el fuste y se desparramó sobre la enguantada mano de Débora. Ella miró con deleite el geiser de blando y cremoso fluido. Apartó una de las manos de los genitales de Leonardo, se la metió en el interior del tanga y se pajeó hasta correrse ella también.
—¡Ah, joder! ¡Qué gusto!
Detuvo las descargas eléctricas y el detective se derrumbó sobre la silla, agotado y dolorido, pero satisfecho. Su verga, brillante por sus propios jugos, palpitaba: sus dilatadas venas parecían a punto de reventar.
—¡Dios! —exclamó—. Ha sido tremendo.
—¿Has conseguido lo que buscabas cuando llamaste a mi puerta?
El la miró sin responder, sopesando si le estaba gustando o no a lo que aquella fascinante mujer le estaba sometiendo. O ambas cosas a la vez. Su mente centrifugaba con un sinfín de contradictorias sensaciones.
—¿Preparado para el segundo asalto?
La pregunta de Débora sonó más bien a afirmación teñida de amenaza.
—¿Qué…?
Sin darle tiempo a más reacción, la doctora se desprendió del tanga y el sujetador. Buscó en el interior de uno de los muebles y extrajo un descomunal consolador doble: empalmadas por la base, dos enormes pollas gruesas y venosas se balanceaban en su mano; su negra superficie gomosa brilló al reflejar las luces led del techo.
—Ahora te voy a follar hasta el fondo —dijo, enseñando su perfecta dentadura en una sonrisa que a Leonardo le recordó a un depredador dispuesto a devorar a su presa.
—¡No, no! Espera, eso no…
Indiferente a sus quejas, Débora se colocó el consolador entre las piernas e introdujo uno de sus lados dentro de la vagina. Penetró con suma facilidad en el dilatado y empapado coño.
—Mmm… Me encanta —miró al policía, perversa y lujuriosa—. Verás cómo te va a gustar.
Se situó entre los muslos del hombre. El intentó cerrarlos para impedirle el paso, pero Débora activó el estimulador y la descarga eléctrica lo paralizó, lo que ella aprovechó para extraerle el dildo eléctrico del ano e insertarle el enorme pollón. Lo deslizó en su interior hasta que su pubis rozó los cojones del detective. Las convulsiones le impidieron quejarse por el dolor que le produjo la extrema dilatación de su esfínter.
—¡Sí, eso es! —exclamó la dentista, desatada— ¡Te estoy follando, cabrón! ¡Voy a follarte hasta que me supliques que pare!
Empujó con fuerza, bombeando adentro y afuera como el implacable émbolo de un motor a plena potencia.
—¡Toma esto! ¡Tómalo todo, puta!
Las sucesivas embestidas contra el sufriente culo del policía eran subrayadas por el sonido pegajoso de ambos cuerpos sudados chocando entre sí; las tetas de Débora bailaban como címbalos al ritmo de su desenfrenada danza. Detuvo la descarga eléctrica, permitiendo relajarse a la tensa anatomía de Leonardo. Sus gritos, en principio de dolor, fueron transformándose en gemidos de placer según la salvaje follada de su dominadora se recrudecía.
—¡Oh, joder! —exclamó ella— ¡Estoy a mil! ¡Voy a correrme de nuevo!
Salió del interior Leonardo, se sacó el empapado consolador de sus entrañas y se montó sobre las caderas del hombre. Se insertó el durísimo miembro de él en el coño, en ebullición como un volcán incandescente.
—¿Quieres que te folle? —le preguntó.
—¡Sí! ¡Fóllame, joder, fóllame!
Activó de nuevo el estimulador y las oleadas eléctricas que recorrieron el cuerpo del detective, incluyendo su polla, invadieron la vagina de Débora. El impacto de la energía desencadenó el orgasmo: cabalgó como una amazona salvaje sobre las caderas de Leonardo y gritó desbocada cuando el éxtasis la dominó.
—¡Dios! ¡Dios! —gritó él también— ¡Me corro, joder! ¡Me corro otra vez!
El mutuo orgasmo fue de tal intensidad que sólo las ataduras que lo sujetaban a la silla impidieron que ambos cayeran al suelo. Débora apagó el estimulador y el policía emitió un gemido de alivio. Ella se extrajo el miembro empapado de él, se apartó para limpiar el chorro de semen que se deslizaba de su entrepierna y, en pie, lo miró altiva y burlona con sus ojos de un azul gélido. Él le correspondió la mirada.
—¡Dios! —dijo casi sin aliento— Estoy destrozado. ¡Ha sido el mejor polvo de mi vida!
—Estoy segura —replicó ella peinándose con coquetería.
—Ahora, ¿qué?
—Ahora —respondió Débora— te explicaré lo que vamos hacer. Esta bonita sesión que acabamos de compartir ha sido grabada con las cámaras que ya conoces. Yo conservaré las grabaciones a buen recaudo y no las enviaré a, por ejemplo, tus compañeros de comisaría o tu mujer —dirigió la mirada a la alianza que Leonardo lucía en su dedo—. Y tú, a cambio, archivarás la denuncia contra mí. Y, por supuesto, me quedo con el pendrive que muy amablemente me has traído.
—Y —continuó antes de que él replicara— no te molestes en intentar conseguir las grabaciones de hoy. Ya están en la nube.
El detective reflexionó antes de contestar.
—Y, ¿qué pasa con la denunciante? No puedo garantizar que no persista. Supongo que tendrá copia de las grabaciones.
—Oh, no te preocupes. Ordalys es cosa mía.
El tono en la voz de Débora provocó un escalofrío en Leonardo.
—De acuerdo —dijo éste al fin—. Tenemos un trato. Sólo una cosa más.
Sostuvo un silencio dramático ante la mirada interrogativa de Débora antes de continuar.
—¿Volveremos a vernos? Me gustaría repetir este polvazo —su voz casi sonó a súplica.
El rostro de Débora dibujó una enigmática sonrisa, se aproximó al mueble y enarboló unas grandes tijeras. Su mirada se clavó en los genitales de Leonardo.
—¡Eh! ¡Espera un momento! —la voz del hombre tembló de miedo—. Si no quieres, no pasa nada. No volverás a verme. ¡Te lo juro!
—Lo que voy a hacer —se aproximó ella con las tijeras— es cortarte las ligaduras. Para que vuelvas a tu casa. Tu mujercita te estará esperando.