Capítulo 8
—¿Qué…? ¿Qué hacés? —balbuceé.
Estaba cada vez más consciente, pero mi instinto me decía que tenía que actuar como si aún estuviera muy atontada. Dante se había metido en la bañera. Yo estaba completamente desnuda, sentada en ella, con el chorro de agua caliente aún cayendo en mi cuerpo. Mi cabeza estaba a la altura de su cintura. El bulto que había entre sus piernas parecía más grande y amenazador que nunca.
—Tomá —me dijo Dante, entregándome una enorme esponja de baño en la que ya había frotado el jabón. El agua no tardó en hacer espuma en la esponja—. Limpiate ahí, y en los muslos —ordenó, señalando mi entrepierna expuesta.
¿Ahí?, me pregunté en mi mente. ¿Por qué le importaba que me higienice mi sexo? Claramente era algo que hacía cada vez que me bañaba, no debería hacer falta la aclaración. Estuve tentada de preguntarle por qué me había desnudado y llevado así hasta el baño. Pero, de a poco, la cosa empezaba a cerrarme. Vi en el grifo de la bañera mi tanga colgada. La misma que había usado en la cena con Dante. De pronto él la agarró. Se salió de la ducha, sin molestarse en correr la cortina para que yo dejara de estar al alcance de su vista, y abrió la canilla de la piletita que estaba frente al inodoro. Froté mis muslos con la esponja jabonosa, tratando de terminar de cerrar esa idea que estaba intentando armarse en mi atribulada cabeza. Dante usó el jabón en mi diminuta prenda íntima y sus manos se llenaron de espuma, al igual que la mía. Estaba lavando mi tanga. ¿Por qué?, me pregunté, atormentada. Bien podría haberla puesto en el lavarropas, pero claramente parecía haber cierto disfrute en tener en sus manos la prenda interior que acababa de usar y que… y que había manchado con orina.
—Me hice pis encima, ¿no? —pregunté.
Dante sonrió, tal vez por la manera inocente en que me había expresado. No me respondió, pero no hizo falta que lo hiciera. Recordé que, llegando a casa, me habían entrado unas tremendas ganas de orinar. Luego me dolió mucho la cabeza y finalmente me desmayé. Ahora, mientras frotaba con más intensidad mis muslos que se habían manchado con mi propia orina, estaba claro qué era lo que había pasado. Me había hecho pis encima mientras estaba inconsciente. Dante me desvistió y me llevó a la bañera. Resultaba obvio que era una situación extraña, inusual por no decir anormal. Pero no sabía con certeza en base a qué reprenderlo. ¿Qué tendría que haber hecho? ¿Dejarme tirada en el piso con mi tanga empapada aún puesta? Despertarme en esa situación podría ser incluso más patética que verme en la ducha. Aunque, eso sí, lo de bañarme frente a mi hijo era algo que no terminaba de cerrarme, y sin embargo tampoco atiné a exigirle que me dejara sola. Mi mente estaba cada vez más espabilada, pero aún no razonaba con total claridad.
Ciertamente, ya no sentía esa urgencia en la vejiga, lo cual terminaba por demostrar que la había vaciado mientras estuve inconsciente. Traté de ponerme de pie, pero me di cuenta de que estaba mucho más débil de lo que había imaginado.
—Dicen que es conveniente estar sentado cuando te baja la presión —comentó Dante. Ahora enjuagaba mi tanga. Parecía tener todo el tiempo del mundo para hacerlo. Los movimientos de sus manos eran lentos y delicados, y parecían materializar una infinita paciencia. Y se aseguraba de hurgar en cada milímetro de esa pequeña prenda íntima—. Y en un rato te voy a dar algo salado para que te suba un poco la presión —agregó después—. Si aún así seguís mal, te llevo al médico. Pero primero bañémonos. Esa pelea me hizo transpirar más de la cuenta. Me siento muy sucio.
—¿Bañémonos? —pregunté. Aunque pareció ser apenas un susurro que solo yo oí.
Dante se quitó la ropa interior. Su potente verga saltó al aire como un resorte. No solo era un miembro enorme. También era hermoso. Parecía tener una simetría perfecta y colgaba, levemente hinchado, junto a dos testículos perfectamente depilados, al igual que su pubis. Eso hacía que pareciera incluso más intimidante de lo que ese pedazo de carne ya de por sí era. Me di cuenta de que había sido una ingenua al creer que Jero poseía algo equivalente. La de su amigo era grande, sí. Bastante más que la media. Pero esto…
—No, dejame terminar. Después vos —dije, esta vez con mayor claridad.
—No seas tonta. Me viste miles de veces desnudo —retrucó él, ya en la bañera.
—Solo cuando eras un niño —murmuré yo.
—Me viste cogiendo con Emilia. Y eso fue hace apenas unos meses —insistió él.
—Eso no fue porque quise —me defendí.
—La cuestión es que no es momento para tu mojigatería —dijo él.
No era mojigatería. Era poner los límites claros (o al menos intentar ponerlos). Límites que debían existir entre una madre y un hijo. Pero no lo dije. No pude decirlo. Seguía aferrada a mi idea de que era mejor fingirme atontada. Probablemente pronto simularía haberme desmayado de nuevo.
Dante me quitó la esponja de la mano.
—No te preocupes. No es tu culpa que te hayas meado encima. Supongo que es algo que le puede pasar a cualquier adulto, en determinadas circunstancias —comentó.
Entonces frotó mi muslo con la esponja. Lo hizo con intensidad. Yo estaba acurrucada, con la cabeza gacha, el pelo cubriéndome parte del rostro, y las piernas flexionadas, con las rodillas contraídas. Pero mis piernas estaban separadas, y ahora mi hijo me masajeaba los muslos. Y yo no hacía nada. No me molesté en cerrarlas, ni en decirle que yo me encargaría de limpiarme. Cerré los ojos y me quedé inmóvil. Y fue ahí cuando sentí la esponja frotándose en mi sexo. Claramente mi mutismo e inmovilidad lo hacían sentirse con la libertad de hacer semejante cosa.
Era solo un pedazo de tela esponjosa y suave que se restregaba en mi vulva. Pero la mano que manipulaba ese instrumento era la de mi propio hijo. Estaba lo suficientemente lúcida como para comprender lo demencial que resultaba eso. No obstante, como siempre me pasaba, no sentí el horror que debería sentir en semejante situación. No me sentía asqueada, ni tampoco me embargó el impulso de apartarme de él. No pude juzgarlo. Ni si siquiera logré enojarme con Dante.
No me extrañó que se tomara más tiempo del necesario hurgando en mi sexo. Y yo se lo permitía. Y como si eso fuera poco, empecé a sentirme excitada. La esponja se frotaba continuamente en mi clítoris, en raudos movimientos circulares. Y yo no era de piedra. Mi cuerpo estaba muy sensible en esos tiempos. Temí empezar a gemir (apenas podía reprimirme), así que me reincorporé, no sin dificultad.
—Ya está bien. Yo termino de hacerlo —dije, esforzándome por mantener el equilibrio.
Miré a Dante. Hice un esfuerzo enorme para no mirar su miembro viril. Sin embargo, su rostro, su precioso rostro, sus fuertes hombros y su poderoso pectoral, igual me hacían estremecer de un placer inmoral.
Él no dijo nada. Seguía con la esponja en la mano. El agua caía directamente sobre mí, solo salpicando su escultural cuerpo. Enjabonó más la esponja, hasta que se llenó de espuma nuevamente. Luego la pasó en mi cuello. Me percaté, resignada, de que mi autoridad estaba cada vez más socavada.
Realmente no necesitaba una ducha completa. Ya me había bañado antes de salir de casa, obviamente. Pero él no parecía estar de acuerdo. Frotaba mi cuello con suavidad, y luego su mano descendió lenta pero inexorablemente. Y la esponja se frotó en medio de mis tetas, que estaban completamente descubiertas, casi como ofreciéndose a mi propio hijo. Y estaban hinchadas. Mis tetas estaban hinchadas, y los pezones se habían endurecido y lucían claramente puntiagudos. Vi los ojos verdes de mi hijo enfocados en uno de esos pezones. Lo sabía. Sabía que mi cuerpo estaba reaccionando de manera impúdica y se deleitaba observándome. Y ya no me miraba como un hijo mira a su madre. Desde hacía mucho que ya no lo hacía, pero ahora era muy evidente, y no se molestaba en ocultarlo.
Ahora los masajes circulares hicieron contacto con mis senos, pero solo de manera superficial. Esperaba el momento en el que la esponja, con la potencia de la mano de Dante manipulándola, se frotara diabólicamente en mis tetas. Que mis pezones sintieran el suave contacto de ese material blando e irregular, lo que hacía que se tornara levemente rasposo. Pero no lo hizo. ¿Por qué no?, me pregunté, decepcionada. ¿Por qué no lo hizo? Había frotado mi sexo sin miramientos, pero se negaba a hacerlo con mis tetas, y eso que estaban escandalosamente duras.
No me meé en las tetas, pensé, aferrándome a esa lógica disparatada, pero, de alguna manera, coherente. Me había pasado la esponja en mi entrepierna porque me había ensuciado ahí con mi propia orina. Dante realmente me estaba higienizando sin ningún interés oculto, si lo tuviera, aprovecharía también para manosear mis senos, me dije, sin terminar de creérmelo, pero queriendo creerlo con todas mis fuerzas.
Entonces me agarró de la cadera, y con una fuerza increíble, me hizo girar.
—No te vayas a caer —me dijo.
Apoyé una mano en la pared, para hacer equilibrio. Mis piernas temblaban, y me sentía mareada. El movimiento había sido muy brusco. Pero aún así Dante se había asegurado de que no me cayera. En su agresividad igual se mostraba protector.
Ahora estaba dándole la espalda. Mi trasero desnudo completamente expuesto ante él. Debía sentir vergüenza. Mucha vergüenza. Y debía cortar con esa absurda situación inmediatamente. Si fuese una buena madre lo haría. Pero supongo que no lo soy. Sin embargo, pude pronunciar algunas débiles palabras pensando que, quizás, en el futuro, me servirían para tener la consciencia tranquila.
—De verdad, puedo terminar yo —dije.
Pero no me hizo el menor caso. La esponja se frotó en mi espalda, mientras el agua caliente seguía cayendo en mi cuerpo. Sentía su respiración. Me pareció notarla levemente agitada. Su otra mano estaba en mi cintura. De pronto, ya casi recuperada (aunque aún sin evidenciarlo), sentí algo que ya había sentido antes. Una sospecha. Unas señales que iban más allá de la idea de que mi propio hijo sentía atracción sexual hacía mí (cosa que de hecho a esas alturas ya resultaba ridículo cuestionarme). Era la sensación de haber caído en una trampa. La sensación de que cada hecho que había ocurrido a partir de la vez en que lo vi cogiendo con su prima había sucedido de manera completamente premeditada. Una telaraña tejida cuidadosamente, con mucha paciencia, todo para llegar a este momento en donde madre e hijo se encontraban desnudos en la bañera, ambos claramente excitados.
Todo convergía en ese momento. Y cuando la esponja empezó a frotarse en mis glúteos, sin que yo siquiera me sorprendiera por ello, sin que ese masaje me resultara invasivo, ese hilo de pensamientos pareció ser confirmado. Y no era solo que estaba dejando que hiciera lo que quisiera, sino que en lo más profundo de mi ser, ahí donde estaban todos los pensamientos y fantasías que hacía lo posible por mantener escondidas, esperaba con ansia que mi pequeño hijo se decidiera de una vez a cogerme, a penetrarme con salvajismo. Lo deseaba, sí. Ya no lo podía negar. Cada fibra de mi cuerpo deseaba ser poseída por Dante.
Entonces me incliné levemente. Mis nalgas se separaron, dejando ahora mi pequeña hendidura trasera expuesta. Dante comprendió lo que pretendía, y pasó la esponja ahora por la raya que las dividía.
El cosquilleo en mi ano era delicioso. Incluso sentí cómo esa abertura prohibida parecía dilatarse solo por ese simple estímulo. Pero era imposible que me penetrara por ahí. Me destrozaría. Debía hacerlo de la manera tradicional. Y sin embargo, pensar en eso, en que una sola embestida de mi hijo bastaría para que me resultara imposible sentarme durante semanas enteras, me generó un extraño orgullo.
—Bueno, ya quedaste impecable —me dijo entonces.
Dejó de pasarme la esponja por el culo. El agua caía ahora ahí, enjuagándomelo. Ya no sentía la presión de la mano de Dante a través de la esponja. Mi hijo ya no tenía sus manos en mi trasero, y eso me hizo sentir terriblemente deprimida, absurdamente decepcionada, ridículamente enojada.
—¿Me dejás? —dijo él.
Me percaté que se refería a que le dejara espacio para que él se duchase. Di unos pasos atrás, y el recibió ahora el agua de la ducha, aunque solo en el cuerpo, porque el agua caliente en su herida, y sobre todo en su nariz, en la que aún tenía un algodón, podría ser molesta.
—¿Ahora me ayudás vos? —me preguntó después.
Vi su cuerpo totalmente mojado. Las miles de gotitas esparcidas en él, de alguna manera resaltaban sus atributos. Las abdominales se veían más definidas que nunca; los hombros parecían haber sido pulidos y afilados; sus muslos, siempre gruesos y potentes, ahora anunciaban que sus embestidas pélvicas debían ser terriblemente potentes.
Y ahí estaba su verga.
Estaba completamente erecta. Se veía tierna y ruda al mismo tiempo. Tierna por su color sonrosado, producto de la sangre que se agolpaba en ella. Ruda por las venas que atravesaban ese inmenso falo, y por el tamaño mismo de este, anunciando los destrozos que sería capaz de hacer con semejante instrumento.
Estaba caliente, tan caliente como yo. Pero entonces, ¿por qué no me había poseído hacía unos momentos, cuando tenía las piernas separadas y el culo en pompa, lista para ser penetrada? Nunca había imaginado encontrarme en esa pose frente a mi hijo, y él se había negado a actuar.
Podía ser que mi niño fuera un seductor por naturaleza, de esos que atraían a las mujeres sin esforzarse lo más mínimo. Pero era torpe al leer las señales, y dilataba los momentos más de lo necesario.
Me aferré a este error de Dante para detener esa locura de una vez. Me dije que aún estaba con la mente confundida por el desmayo. Más tarde me reprocharía mi actitud. Mientras tanto debía aprovechar la lentitud de Dante y evitar cometer el peor error de mi vida.
—No. Bañate vos solo —dije, saliéndome de la bañera—. Y hacé algo con eso —agregué después, señalando su iniesta verga.
Agarré un toallón, y sin molestarme en secarme, salí del baño, sin darme vuelta a mirarlo.
El camino a mi habitación fue como el de una película de terror. Mirando a cada rato sobre mis hombros, temiendo que mi hijo me siguiera, con esa monstruosa pija bamboleándose, para luego tumbarme en el piso y violarme. Solo que el temor que sentía no era el que debía sentir alguien que era perseguida por un monstruo. Era un miedo hacía mí misma. Miedo a que esta vez no tuviera la templanza suficiente para alejarme de él.
No obstante, una vez en mi dormitorio Dante no apareció. ¿Estaría molesto? Que se jodiera, pensé, irritada, aunque por los motivos equivocados, como siempre me pasaba.
Me sequé y me puse un camisón, sin molestarme en ponerme ropa interior. Debía masturbarme. Era peligroso hacerlo estando él tan cerca. Pero más peligroso era quedarme con esa calentura encima, sabiendo que por causa de ella podría llegar a hacer una verdadera estupidez.
Pero entonces Dante entró a mi dormitorio. Llevaba una pequeña toalla alrededor de su cintura. Su cuerpo aún húmedo. En la mano tenía una salera. Se acercó a la cama, en donde yo estaba acostada. Metió un dedo en la salera y lo sacó. Como el dedo parecía estar mojado, la sal se pegó a él, y ahora la primera falange de esa pequeña extremidad aparecía cubierta de blanco.
—Tomá un poco, te va a hacer bien —dijo, acercando el dedo a mis labios.
—No hace falta, ya estoy mejor —dije.
Pero Dante arrimó más el dedo y me obligó a separar los labios. La sal hizo contacto con mi paladar. Era un sabor muy fuerte. Me vi obligada a succionarlo, y de esa manera empezar a segregar abundante saliva que se mezcló con la sal, para luego tragarla.
Estaba consciente de la imagen reprobable que daba. Mi hijo, semidesnudo, con su dedo en mi boca, y yo succionándolo, en un gesto indiscutiblemente pornográfico.
Y entonces Dante me acarició la mejilla con ternura. Casi con una ternura infantil. Y luego me dejó.
Otra vez lo hacía. Otra vez me dejaba cuando estaba lista para participar en el acto sexual más prohibido en el mundo. ¿Podría ser que no se percatara de mi momentánea predisposición? Era probable, pero lo dudaba.
Así que me desnudé y me masturbé, sin importarme si Dante aparecía y me descubría en esa situación, como ya lo había hecho. Y también gemí y grité. Supuse que en esa ocasión mi hijo no encontró excusas para ir a mi dormitorio, pues ya sabía que tenía la costumbre de autosatisfacerme cada tanto, y que era sumamente escandalosa cuando lo hacía.
…………………………..
Toda la preocupación y los temores que me habían acompañado hasta el momento, ahora se convirtieron en una persistente intriga. ¿Qué quería Dante de mí? No encontraba el sentido a muchas de las cosas que había hecho. Si no pensaba poseerme, ni lo de la ducha, ni lo de las prendas eróticas que me había regalado, ni sus miradas indiscretas, ni sus besos reiterados, ni sus manos acariciando las zonas que ningún hijo adolescente debía tocar, nada de eso tenía ningún sentido. ¿Por qué atormentarme tanto? ¿Por qué llevarme a ese límite en el que había dado por hecho que mi hijo copularía conmigo?
Después de aliviarme con la masturbación mi sensatez regresó, aunque bastante débil, consciente de que ese deseo, esa predisposición a cogerme a mi propio hijo, podría reaparecer en cualquier momento.
Por la mañana concluí que era hora de poner fin a todo eso. Me sentía más fuerte. Si bien sin poder negar la oscura verdad que había en mi corazón, sí sentía una determinación que en ese momento se me antojó incuestionable.
Fui al dormitorio de mi hijo a primera hora. Golpeé dos veces la puerta y entré sin esperar a que me dijera que pasara. Pero él tenía los ojos cerrados. Siempre había sido de dormirse profundamente. Y si a la noche se había dormido muy tarde, sería muy difícil despertarlo. Igual lo intenté.
—Dante, tenemos que hablar —dije en voz alta.
Mi hijo no dio la menor señal de haberme escuchado. Ni siquiera se removió en la cama. me acerqué a él y lo sacudí por los hombros. Ahí sí pareció notar mi presencia. Pero se limitó a balbucear algo, para luego extender velozmente su mano, como si pretendiera empujar a alguien invisible, para finalmente seguir durmiendo como un bebito.
Bien podría haber esperado unas horas, hasta que estuviese despierto y espabilado, pero ya había pospuesto demasiado esa incómoda conversación. Agarré el cubrecama y lo hice a un lado junto con las sábanas. El prodigioso e intimidante cuerpo de mi hijo apareció ante mi vista.
Estaba completamente desnudo.
Nunca había imaginado que Dante dormía de esa manera. Desde hacía tiempo que se negaba a comprarse pijamas. Pero había pensado que cuanto menos usaba su ropa interior y alguna remera para dormir. En cambio estaba como dios lo trajo al mundo (Como yo lo traje al mundo, en realidad). El hecho de que estuviera depilado hacía que su desnudez resaltara aún más.
Dante dormía boca arriba. Despatarrado, en una pose que me parecía imposible que le resultara cómoda. Las piernas como queriendo irse en direcciones opuestas. Y roncaba muy fuerte. Era un ronquido que sería muy molesto para la mujer que durmiera a su lado. Octavio no roncaba así, recordé de pronto. Y sin embargo, más allá de eso, Dante se parecía muchísimo a su padre. Aunque, además del ronquido, mi difunto marido nunca había trabajado su cuerpo con tanta disciplina como lo hacía mi hijo, ni tampoco tenía un falo tan grande como el de él.
Me di cuenta de que mi admiración hacia la perfección de Dante ya había dejado de estar relacionada directamente con el recuerdo de su padre. Dante simplemente era hermoso, y yo no podía dejar de mirarlo. Por más que estuviera roncando, con un hilo de baba saliéndole de la boca, y en esa postura anormal, no podía dejar de admirar ese cuerpo cuyos músculos parecían estar trabados a propósito, incluso mientras dormía.
Y ahí estaba su maravillosa verga.
Tenía una erección. Parecía ser la típica erección mañanera que aparecía en los hombres jóvenes. Probablemente ni siquiera estaba teniendo sueños lujuriosos. Simplemente era una reacción espontánea de un cuerpo joven y lleno de energías. Una hermosa reacción que se materializaba en ese pene duro como el acero, que ahora estaba erguido de tal manera que el glande sobrepasaba su ombligo.
Se me hizo agua la boca (literalmente). Sentí que las piernas me temblaban y que mi sexo palpitaba. La determinación que había tenido hacía unos minutos desapareció por completo, reemplazada por la lujuria prohibida que había estado intentando reprimir desde incluso antes de que yo me reconociera a mí misma que era víctima de esas sensaciones tan retorcidas. Porque, ¿para qué seguir mintiéndome?, si desde que lo vi cogiendo con su prima un interruptor en mi interior se había activado. Un interruptor que le daba la orden a mi mente de soltar todas mis ataduras.
Dante seguía durmiendo. Sus ronquidos iban alternando en intensidad, pero siempre estaban presentes. Si bien eran muy molestos, me generaban cierto alivio, ya que confirmaban que de verdad seguía dormido.
Recordé la vez en que apreté esa verga con mis manos. En aquella ocasión estaba fláccida. ¿Cómo se sentiría ahora? Lo había sacudido por el hombro con bastante fuerza y no se había despertado.
¿De verdad estoy pensando en eso?, me pregunté, reprendiéndome. No obstante, unos instantes después me encontré extendiendo mi brazo lentamente hasta alcanzar ese impresionante rabo. Me dije que no estaba claudicando. No había descartado la idea de hablar con él y poner fin a todo eso. Simplemente lo dejaba para más adelante (quizás en ese mismo día). Mientras tanto, cometería ese crimen que no tendría víctimas. Quizás si lo hacía, una vez que materializara esos deseos tabú, la realidad me caería encima y podría empezar a razonar con sensatez.
Envolví el grueso miembro, y me encontré con que mis dedos apenas eran lo suficientemente largos como para envolverlo por completo. No ejercí mucha presión en él. Solo me limité a frotarlo suavemente y a percibir su textura. Lo encontré caliente, y levemente pegajoso. Las venas se marcaban en la carne, produciendo un violento relieve que yo sentía con mis manos. Y su dureza era impresionante. No había nada más duro que la pija de un adolescente cuando tenía esas erecciones mañaneras.
Su miembro era tan hermoso como el propio Dante. Mientras aún envolvía ese fierro de carne en mi mano, no dejaba de ver a mi hijo. Si se despertaba, tenía tiempo de soltarlo. Simplemente le diría que fui a despertarlo para hablar con él.
Me percaté de que lo que estaba haciendo iba mucho más allá de dejar fluir mis impulsos incestuosos. Literalmente estaba abusando de mi hijo. Y no me importaba en lo más mínimo, porque él también había aprovechado muchos momentos de indefensión míos para hacerme cosas que no debía hacer. ¿Me habría tocado mientras estaba desmayada? ¿Me habría penetrado? A juzgar por el hecho de que me había orinado encima, era probable que no lo hiciera. Pero nada me aseguraba que no hubiera metido esa monstruosa pija en mi boca. ¿Sería capaz de hacer algo como eso?
¿Y yo?, me pregunté. ¿Sería capaz de hacerlo?
Como toda respuesta empecé a masajear con más vehemencia la verga de mi hijo. Al hacerlo, mi mano empezó a hacer un sonido similar a un chasquido. Pero Dante seguía dormido. Noté, maravillada, que del pequeño orificio que estaba en el glande, salía un brillante líquido viscoso. Presemen, me dije inmediatamente.
Claramente en ese momento ya estaba completamente pervertida, porque no dudé ni un segundo en pasar el dedo índice por el extremo superior de la verga de mi hijo, e impregnarlo de presemen. Un hilo fino de la sustancia se estiró hasta desaparecer mientras yo alejaba mi dedo de él.
Entonces me llevé el dedo a la boca.
Tenía un gusto peculiar. Como si fuera salado y dulce al mismo tiempo. Y no era desagradable. De hecho, se me antojó delicioso. Succioné el dedo, sin soltar la pija de Dante con la otra mano.
¿Qué había en ese momento en mi cabeza? Es cierto que el propio Dante, con estrategias maquiavélicas, me había orillado a encontrarme en esa situación. Pero claramente una mujer normal no estaría haciéndole una paja a su hijo mientras este dormía. Había algo mal en mí. Probablemente Dante solo había heredado la pulsión incestuosa de mí misma. En algún momento me había planteado ir a un psicólogo, pero ahora me percataba de que lo mío ya era para un psiquiatra. Y aún asumiendo esa dura verdad, no me detuve.
Me incliné, sin apartar la vista de mi hijo, y sin dejar de aguzar los oídos para prestar atención a cuando dejara de roncar, y entonces me llevé el falo a la boca.
Como era de esperar, debí abrir mucho mi boca para poder engullir semejante instrumento. Lamí el carnoso mástil suavemente. Era extraño. Hacer eso no es algo que genere placer. Pero en ese momento sentí que mi sexo se empapaba, mientras saboreaba la verga de mi hijo. Era el goce de lo prohibido.
Y una vez que lo probé fue como cuando un adicto prueba la cocaína. No pude desprenderme de esa pija. Ya estaba hecho. No había nada peor que pudiera hacer, así que ya no tenía motivos para reprimirme. Me di el gusto de saborearla sin ninguna restricción.
De pronto me pregunté qué pensaría Dante si se despertara y se encontrara con su instrumento lleno de saliva. Eso sí que sería difícil de disimular, me dije. Así que, sin dejar de mamársela, me dispuse a hacerlo hasta que acabara. Una vez que su entrepierna estuviera llena de semen, la saliva pasaría desapercibida. La idea de que eyaculara mientras dormía se me hacía sumamente erótica.
No hace falta decir que aún hoy no puedo creer que haya llegado a ese extremo de inmoralidad. Pero es que en ese punto estaba embriagada de esa sabrosa verga que no podía sacarme de la boca, como un bebé se niega irracionalmente a desprenderse de su chupete.
Y entonces sucedió lo obvio. Lo que debí saber que sucedería. Dante dejó de roncar, y ahora estaba gimiendo. Lo observé mientras se espabilaba, tratando de darse cuenta en dónde estaba parado, en un estado similar al mío cuando me desperté en la bañera. Y lo peor es que no atiné a quitarme su miembro de la boca. No había tenido el reflejo. Al contrario, había quedado petrificada.
Dante dirigió su mirada hacia mí. Yo por fin solté su verga, haciendo un sonido de sopapa. Intenté alejarme, y salir corriendo de ese dormitorio, quizás con la esperanza de que mi niño, aún atolondrado por el sueño interrumpido bruscamente, pensara que todo eso en realidad estuviera sucediendo en el mundo onírico.
Pero cuando traté de apartarme, me fue imposible hacerlo. Dante me agarraba del brazo con fuerza, inmovilizándome. Luego me atrajo hacia él. Mi corazón empezó a palpitar frenéticamente.
Va a pasar, me dije. De verdad va a pasar. Mi hijo por fin me va a coger.
Continuará
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