Unos días después, mientras desayunábamos, una llamada entró en el móvil de Laura. Salió de la cocina y estuvo hablando media hora. Cuando por fin terminó se acercó hacia mí.
—¿Con quién hablabas? —la amonesté en broma señalando mi reloj de pulsera.
—Era África. Hacía años que no hablábamos, teníamos muchas cosas que contarnos. Quiere que nos veamos. Hemos quedado mañana. ¿Te importa?
África y su marido, Ramón, eran dos amigos de nuestra época universitaria. La relación había perdurado tras acabar nuestros respectivos estudios, pero en cuanto empezaron a llegar los hijos nos habíamos distanciado.
—¿Qué…? No me fastidies, cielo… Ufff… qué pereza…
No es que no me apeteciera verlos, pero nuestros amigos eran muy «finolis», por decirlo suavemente, y la cita me obligaría a vestir de chaqueta y corbata. En mitad de las vacaciones, aquello me sabía a cuerno quemado.
—Venga, cariño —Laura usó toda su artillería para llevarme al huerto—. No es para tanto, tampoco vamos a estar toda la noche. Solo cenar y luego una copa. ¿Qué van a ser… tres horas…?
—Está bien, está bien… —acepté sin mucha lucha, por aquellos tiempos a Laura no podía negarle casi nada.
Me comentó el plan en detalle: África iba a reservar mesa en el restaurante de uno de los mejores hoteles de Huelva, aprovechando que ellos veraneaban en un pueblo no muy lejano, al igual que nosotros. Nos encontraríamos allí a las nueve y media.
Tras la cena, tomaríamos una copa en algún sitio, aunque África recomendaba hacerlo en la sala de fiestas del mismo hotel, de ese modo no habría que mover los coches entre el tráfico de Huelva.
*
A las nueve y media accedíamos al restaurante, puntuales.
Apenas nos habíamos sentado, cuando la señal de llamada del móvil de mi mujer comenzó a atronar. Laura pulsó el icono verde tras enseñarme la pantalla en la que se veía el nombre de África en letras mayúsculas. Algo no iba bien, me dije.
Laura habló con su amiga durante unos instantes y, tras colgar, me resumió lo que yo ya adivinaba por la expresión de su rostro.
—El niño pequeño… sarampión… varicela, o lo que sea… Noche de urgencias, casi seguro…
—¡Jo-der! —me quejé.
—Vamos, cielo, no te enfades… —me tomó de una mano—. ¿Qué hubieras hecho tú en su lugar?
—Vale, vale… —acepté sin muchas ganas. Me había vestido como de boda para ir a una cita a la que no quería ir y allí estaba, dispuesto a un mano a mano con mi mujer.
Laura, siempre apaciguadora, me hizo una propuesta:
—Mira, utilicemos esta noche como la noche de «la pareja». Al fin y al cabo nos tocaba ya. Cenemos primero, y luego nos tomamos una copa como habíamos acordado. Yo invito.
Su sonrisa angelical me desarmó en segundos, como no podía ser de otra manera. Así que ordenamos la cena y brindamos con un Rioja elegido por Laura, que parecía haber seguido un curso de sumiller por internet.
—¿Dónde has aprendido tanto? ¿No te habrás echado un novio experto en vinos?
Me dio un cachete en la mano y me reprendió.
—No digas bobadas, yo no necesito novios… Te tengo a ti y con eso me basta y me sobra…
Nos dimos un breve morreo y comenzamos a cenar.
*
—¿Dónde vamos ahora? —pregunté al acabar mientras pedíamos la cuenta.
—Ya te comenté que África había propuesto la sala de fiestas de este mismo hotel. Dice que está muy animada en esta época y, además, nos ahorramos dar vueltas por Huelva buscando aparcamiento, con lo complicado que está.
Me pareció la mejor idea. No tenía el cuerpo para andar de acá para allá. Parecía que África se había vuelto más conservadora con la edad. En otra época habría propuesto quemar la noche por toda la ciudad.
Unos minutos más tarde brindábamos con el San Francisco bautizado de ginebra de Laura y mi cubalibre de Bacardí. En esta ocasión sí habíamos conseguido mesa, aunque no fuera por suerte, sino por los cincuenta eurazos que me sacaron por ella. Un hotel con ideas progresistas, pensé, si quieres sentarte, lo pagas. Si no, ajo y agua y a beber de pie.
—¿Bailamos? —dijo mi mujer minutos después para sacarme, una vez más, de mi zona de confort.
No es que me apeteciera en especial, pero seguir los dos callados como momias tampoco era un buen plan.
—¿Por qué no…? —acepté; los dos cubatas que llevaba encima, sin contar con el vino de la cena, actuaron como catalizador.
Sudamos sobre la pista una media hora y luego nos volvimos a la mesa.
Pedí una segunda ronda y brindamos por enésima vez. Los ojos de Laura se mostraban chispeantes y vivaces. Estaba para comérsela. Y me la habría comido de inmediato si no hubiéramos estado rodeados de tanta gente.
*
De nuevo, tras el rato de diversión sobre la pista, parecía que la noche decaía entre nosotros. La conversación se había reducido a casi cero. Apenas algún comentario para meternos con alguno de los bobalicones que bailaban como patos.
Al cabo, Laura me miró y me tomó una mano. Cuando pensé que iba a proponerme que diéramos por terminada la fiesta, me sorprendió:
—¿Te apetecería hacerlo…?
—¿Qué…? —Había entendido perfectamente a qué se refería, pero necesitaba que me lo confirmara para tomármelo en serio.
—Sabes de sobra a lo que me refiero, cariñín… —bromeó—. ¿Te atreves o no…?
Miré mi reloj de pulsera. Las dos y media. Lo que en realidad me apetecía era volverme a la casa de veraneo y meterme en la cama. A dormir, por supuesto.
—¿Qué te pasa? ¿No me dirás que eres un «gallina»…? —dijo retándome con la mirada.
—Lo siento, cariño —repliqué—, pero no cuela… Esa frase estaba de moda en los noventa, pero ahora sale en tantas películas que no provocan ni risa.
—Ya veo, ya… —me miró socarrona—. Y si te dijera: ¡sujétame el cubata…!
Entonces sí que me eché a reír. Me incorporé sobre mi asiento y le di un nuevo morreo, paseando mi lengua por sus labios que sabían a un carmín nuevo para mí. Maravilloso sabor, en cualquier caso.
—¿Eso es un sí? —volvió a la carga tras el morreo con sonrisa lobuna.
¿Por qué tuve la sensación de que lo deseaba de una forma vehemente? ¿Tan cachonda le ponía aquel juego que en otro tiempo más bien solo soportaba, o incluso odiaba?
—Vale… —dije con mi mirada de villano favorita. Improvisaba según iba hablando—. Pero si quieres jugar, lo haremos a mi manera.
—¿Me estás subiendo la apuesta, maridito…?
—Por supuesto, mujercita…
—Bueno… Pues tu dirás… —Empujó su espalda contra el respaldo de la silla y se cruzó de piernas en un movimiento tan obsceno que si había alguien a mi espalda, por fuerza tenía que haberle visto las bragas.
Sonreí encendido por su actitud y le solté el plan que inventaba sobre la marcha. No supe por qué no paraba el juego antes de empezar. ¿Quería yo aquello o solo le seguía la corriente?
—Verás… En esta ocasión no esperarás a que te entre un tío, si no que tu irás a por él. Y, por supuesto, yo elegiré el tío…
—¿Cómo…? —se le notó algo incómoda con mi idea—. ¿Vas a obligarme a actuar como una buscona…?
—Ajá… —mantenía mi sonrisa de niño travieso—. Y eso no es todo. Tendrás que ser tú la que le ataques a él y no al revés. Una manita en la cintura… un toquecito en el brazo… Ya me entiendes…
—Vale, ¿y qué más…? —pareció enfurecerse—. ¡Ni de coña, tío!
Con mis exigencias la estaba empujando a retirarse y aún no se había dado cuenta. Moví los brazos imitando el aleteo de un ave.
—¿Quién es ahora la gallina, eh…? Clocloclo…
—Serás cabronazo… —sus ojos brillaban como el fuego, estaba a punto de aceptar mis reglas. ¡Joder, no! Comprendí que tenía que ponérselo más difícil.
—Ah, y lo mejor… —dije.
—¿Aún hay más...?
—Sí, cariño, aún hay más… —susurré chulesco—: Tendrás que echarle las manos al cuello y susurrarle al oído.
—Si, claro… —volvió a quejarse—. ¿Y le meto la lengua en la oreja, no…? ¿O mejor le morreo… antes de hacerle una mamada con facial…?
Sonreí complacido con su enfado.
—No me tientes, no me tientes…
Pensé en las reglas que le estaba imponiendo. ¿Me estaba pasando? Seguramente. No entendí por qué dudaba de si lo estaría haciendo para que dijera que no. La respuesta era clara: «en efecto, no quería que aceptara». El juego como tal estaba bien cuando yo la forzaba —más o menos— en nuestra época de novios. Cuando ella lo pasaba mal al tener que hacer lo que yo le pedía. Ahora era ella la que proponía, la que parecía disfrutar de las sensaciones que le provocaban el asedio de un hombre que no fuera yo. Y eso ya no era tan agradable.
Tenía que reconocerlo: con la perspectiva del tiempo el juego ya no me gustaba tanto. Al menos con Laura. A la mierda lo que pensaran los demás, Laura era mi mujer y no quería compartirla con nada ni con nadie. Mis celos enfermizos hacían acto de presencia y me mataban por dentro. Lo había comprobado hacía unos días en el disco bar, con el ligón larguirucho.
Me había hecho mayor. Era una putada, pero era así. Y nada más. El morbo que recibiría a cambio de aquellos jueguecitos idiotas no compensarían ni una fracción mínima de los celos y la angustia de verla tontear con otro.
—Bueno, si no quieres… —dije y sonreí complacido. Había ganado la partida, el juego quedaba suspendido.
Pero Laura era mucho más madura que cuando solo era mi novia, y por enésima vez me sorprendió.
—¡Yo no he dicho eso…! —casi gritó—. ¡Acepto…! Elige el tío que quieras y prepárate a sufrir…
Su sonrisa era de nuevo lobuna… Como la del zorro antes de comerse a la gallina. La escruté la mirada. Sospeché que actuaba de farol. Llevaba cartas bajas y me retaba para que fuera yo el que se retirara de la partida. Y yo no podía hacerlo, me tenía pillado por los huevos.
—¡Elige el tío que quieras, vamos…! —insistió—. ¡No tenemos toda la noche…!
Joder, me estaba ganando con una miserable pareja de cuatros. Maldije por lo bajo. No tenía más remedio que aceptar la apuesta.
Miré a nuestro alrededor. Tenía que buscar a alguien que estuviera solo entre toda la marabunta de hombres que iban o venían, que bailaban, que vacilaban a las chicas tirándoles la caña. No iba a ser fácil encontrar al adecuado. Sobre todo, porque tenía que encontrar a alguno que pareciera un mosquita muerta, no fuera a terminar mal la broma como unos días antes y el asunto llegara a las manos.
«Al menos —me consolé— este sitio es caro y no está lleno de machirulos y macarras. Algo es algo.»
No sabía lo equivocado que andaba.
*
Tras unos minutos de ojeo, creí encontrar al tipo adecuado. El hombre, de mediana altura, mediana edad y completamente calvo, bebía una copa en la barra sin levantar la mirada de su móvil.
—Ese de allí, el calvorota de la barra.
—¿El de la cara de idiota?
Comprobé que nuestra conexión seguía de lo más vivo. Habíamos mirado al mismo tipo al unísono.
—El mismo…
—Bien… —dijo Laura e hizo gesto de levantarse.
—Espera… —la retuve—. Dale un par de minutos para comprobar que de verdad está solo. No vaya a ser que su mujer esté por los alrededores y vuelva de repente. El juego hay que hacerlo bien o no hacerlo…
—Vale… —aceptó— Vigila tú. Yo voy a aplicarme colorete al baño. Cuando vuelva me haces una señal de «Ok» o «Nok», ¿te parece? Ojito con el bolso, que se queda contigo.
—¿No necesitas tus pinturas?
—No, no llevo, en ese mini bolso no cabe nada. Pero he visto antes que en el baño hay de todo.
Y comenzó a andar hacia los lavabos moviendo las caderas a un ritmo que hacía girarse hasta a los camareros.
«Qué puta suerte tiene el puñetero calvo, joder… —pensé pesaroso—. Y él imbécil aún no lo sabe.»
Durante el tiempo en que Laura estuvo ausente, nadie se acercó al hombre. Cuando la vi venir hacia mí, bella como una diva, un aguijón de congoja me recorrió el estómago. Aquella mujer de una pieza, con un vestido de noche negro que enseñaba más que tapaba, y los taconazos que alargaban sus piernas morenas, era mía. Pero en ese momento se alejaba de mí y se dirigía a hacer las maravillas de un desconocido que iba a volverse loco de contento sin creerse la suerte que tenía.
Mis celos de mierda comenzaron a provocarme sudores fríos sin poderme controlar, y a punto estuve de levantarme de la silla y detenerla en mitad de la sala. Habría sido una buena decisión. Tomarla de la mano, decirle que aquel juego terminaba antes de empezar y luego llevarla a casa, a nuestra cama, y hacerle el amor durante toda la noche.
Bien mirado, la consejera matrimonial se estaba ganando cada céntimo de su tarifa. Aquellas situaciones despertaban mi libido hasta extremos insospechados. Lo que no me quedaba claro era si ella sabría algo acerca de los jueguecitos o, incluso, pensé rascándome la cabeza, ¿no sería la misma consejera la que los había alentado a mis espaldas, compinchada con Laura? No era una idea absurda. Tendría que comentarlo con mi mujer. Si descubría que era así, la consejera me iba a oír.
Laura me preguntó con las manos por el resultado de mi vigilancia. No tuve más remedio que elevar un pulgar y ella giró noventa grados sobre sus tacones para dirigirse hacia la barra.
*
Se situó junto al calvorota y le pidió una copa al camarero. El objetivo de Laura ni se enteró de su presencia. O, al menos, no lo demostró. Supuse que se estaría haciendo el loco, porque era imposible no darse cuenta del pedazo de hembra que se había situado junto a él.
Cuando mi mujer consiguió la copa, se volvió sorbiendo del licor rosado y fingió un encontronazo. El móvil del hombre saltó por los aires y cayó al suelo con un golpe sonoro que se pudo oír desde mi posición.
Laura comenzó a manotear. Sin oírle hablar —imposible a tanta distancia— intuía las palabras de disculpa que le estaría diciendo, justo antes de agacharse a recoger el móvil.
El hombre, por su parte, no se había quedado quieto y también se agachó a por él. Ambos lo cogieron al mismo tiempo, como si se tratara de una competencia por ver quien era el más rápido. Sus manos se solaparon y mi corazón se saltó un latido.
Los dos se habían quedado en cuclillas frente a frente, los rostros a un palmo de distancia. Parecía una escena sacada de una película romántica. El calvorota tragó saliva y su mirada bajó hacia abajo. Joder, miraba descaradamente la entrepierna de mi mujer, que abría los muslos lo suficiente como para ofrecerle una vista en primer plano del piquito de sus bragas.
«¡Puto calvo de mierda!», troné en mi interior. Los puñeteros celos eran ya una pesadilla que me removía todo el cuerpo. ¡No tenía que haber accedido al maldito juego!
Permanecieron en esa postura más tiempo del que parecía necesario y luego se pusieron en pie. Se dieron la mano y entendí que se estarían presentando. Laura, seguramente, se volvería a presentar como «Sara», tal y como había hecho con el tal Hugo unos días atrás en el disco bar.
Acto seguido, mi mujer se acomodó en una banqueta, volvió a cruzarse de piernas con el mismo gesto obsceno de unos minutos antes y pareció escuchar con mucha atención los comentarios del fulano. Éste, tras dejar el móvil sobre la barra, no demostraba ser tan pardillo como me había parecido cuando lo elegí. Muy al contrario, se le notaba un desparpajo muy impropio de su estúpido aspecto.
Joder, ¿habría elegido a un depredador sexual? ¿Un tío de esos que engañan a primera vista, pero que luego son unos animales en la cama? Un «Santi», para entendernos.
Mientras me cocinaba en mis propios celos, la extraña parejita seguía a lo suyo. Laura, era consciente de ello, no me había dirigido ni una sola mirada desde que le había entrado al hombrecillo.
Tras un brindis que me dolió en lo más profundo, el tipo tomó el teléfono de encima de la barra y pareció desbloquearlo. Después tecleó en él y se lo mostró a Laura. Mi mujer lanzó una carcajada y se llevó una mano a la boca, como avergonzada.
No tuve la menor duda: acababa de mostrarle una foto-polla.
Dejé mi vaso sobre la mesa. Lo estaba apretando tanto que temí romperlo. Y tuve que sujetarme a la silla para no levantarme e ir hacia ellos.
El siguiente movimiento de Laura me retuvo, sin embargo. Se levantó de la banqueta, acercó la boca a la oreja del calvo y le metió el teléfono en un bolsillo de la chaqueta. Aprovechó la acción para mirarme y sonreír. Suspiré aliviado. Comprendí que Laura estaba actuando. Que no se había olvidado de mí para dedicarse en solitario al puñetero imbécil.
Agradecí su mirada y, más sereno, volví a sentarme.
A partir de ese momento, mi mujer ya no volvió a sentarse en el taburete. Se quedó en pie junto al hombre y, de esa manera, se mantenía más cerca de él.
Pasaron varios minutos más hablando de lo que fuera, como si se tratara de viejos amigos. A decir verdad, era él el que hablaba y Laura la que le miraba atenta y asentía, reía o ponía expresiones diversas según lo que tocara. Tenía que reconocerlo, era una gran actriz.
Tras un tiempo de charla, Laura acercó su boca a la oreja de él de nuevo. En esta ocasión, su mano se introdujo bajo la chaqueta del tipo y se apoyó en su cintura. Terminado el secreto al oído, se echó hacia atrás de nuevo con un golpe de cabeza para echar su melena hacia la espalda. Su mano, sin embargo, no volvió a retirarla de la cintura bajo la chaqueta.
El calvorota aprovechó la ocasión. Como me había figurado, de tonto no tenía ni un pelo. Arrimó su boca a la de Laura para tomarla al asalto. Mi mujer se dejó querer y le miró fijamente a los ojos cuando el tipejo se le acercaba. Mientras un escalofrío recorría mi columna, el tipejo ya estaba a escasos milímetros de los labios que me pertenecían por derecho. Pero justo en el momento que iba a besarla, giró la cara y se echó hacia atrás. Una cobra de libro.
Respiré aliviado ante la expresión burlona de Laura, que me miraba sonriente mientras yo me revolvía por dentro. «¡Será zorra!», farfullé.
Me mordí la lengua para no saltar. Me sentía como un idiota, pero al fin y al cabo Laura no hacía nada más que lo que yo le había pedido. La culpa de que me sintiera tan mal era mía y solo mía. Y aún faltaba lo peor.
En esos momentos, hablaban tan cerca el uno del otro, que sus rodillas se tocaban de vez en cuando. Por cada roce, un escalofrío de rabia me recorría la espina dorsal. Laura y el tipo llevaban juntos casi media hora, y mi mujer no parecía tener ganas de acabar el juego.
Le hice una seña con la mano aprovechando que había girado la cabeza hacia mí: «¿voy ya?», preguntaba desde la distancia. Pero ella contestaba que no con un gesto de la suya que venía a decir: «ni de coña, me lo estoy pasando en grande».
El calvorota se estiró sobre la barra y pidió al camarero otros dos cócteles. Maldije de nuevo. Laura ya estaba perjudicada cuando se acercó a la barra a vacilarle al tipo. Y ya había bebido otro con él y uno más que le iban a servir. Aquel juego iba a desmadrarse, estaba convencido. Si no conseguía sujetar mis celos aquel calvo iba a dormir con la nariz rota.
Por si esto fuera poco, los dos «nuevos amigos» brindaron con sus segundas copas y Laura aprovechó para hacerle una carantoña en la calva, sobándosela largamente con la mano libre.
Era demasiado. Me levanté de la silla decidido a parar aquella estúpida escena. Pero Laura debió de intuirlo y me miró con gesto serio. «Ni se te ocurra moverte», decían sus ojos.
Agaché la mirada y me senté, sumiso. «¡Me cago en el calvo, en el juego de mierda y hasta en su puta madre…!», me lamenté.
Y enseguida comprendí la razón por la que Laura me había detenido. Quedaba la parte final del teatrillo. Era el último cohete, ese tan fuerte que anuncia que la traca se ha acabado.
Y la parte final no se hizo esperar.
Laura le dio un buen sorbo a su copa, tal vez para infundirse valor, se arrimó al tipejo, y le echó la mano libre al hombro, acariciando su nuca. El hombrecillo la miró aturdido. No podía verlo desde mi posición, pero debía estar super empalmado a aquellas alturas. ¿Por qué coño Laura arrimaba su pelvis a la del hombrecillo? Tenía que estar sintiendo su bulto directamente en la entrepierna. O quizá algo por encima, ya que el hombre era más alto que ella, a pesar de sus tacones. «¡Será zorra!», esta vez me cabreé en serio. Me iba a oír, vaya si me iba a oír.
Y entonces explotó el último cohete. Y la explosión surgió con la mano libre de Laura imitando a la anterior y saliendo disparada a la nuca del hombre por el otro lado. Su boca se acercó al oído del calvo como las otras veces y permanecieron unos segundos en esa postura. Cuerpo contra cuerpo. Muslos contra muslos. Pelvis contra pelvis.
«¡La madre que los parió!», me dije y salté de la silla.
*
No me dio tiempo a alcanzarlos. El tipo le dio un empujón poco caballeroso a Laura, dejó un billete encima de la barra y, dándose media vuelta, se dirigió a paso ligero hacia la salida.
Me quedé de piedra. ¿Qué coño habría pasado para que el calvo huyera despavorido? Aun así, no pude por menos que soltar un suspiro de alivio.
Laura, con cara de malas pulgas, se lanzó en mi dirección y al llegar a mi altura me tomó del brazo y me llevó hasta nuestra mesa. Tuve que ayudarla a sentarse, el exceso de copas la estaban pasando factura como yo había previsto.
Tras la escenita, fue Laura la que se lanzó a hablar. Estaba muy enfadada.
—¡Eres un gilipollas! —me soltó sin dejarme preguntar qué había pasado.
No entendía nada. ¿La zorra de mi mujer se había estado magreando con un desconocido delante de mis narices un rato largo y ahora me venía con aquello? Joder, que yo era la víctima, no el criminal.
—¿Qué coños dices…? —me defendí.
—¡Tú y tus estúpidos «extras»! —me acusó apuntándome con un dedo. Se le notaba en la voz el exceso de alcohol, no entendía por qué había seguido pidiendo el chorrito de ginebra en su copa, cuando llevaba diez años o más sin catarlo—. ¡Si no hubiera tenido que hacer todas esas gilipolleces de la cintura o los brazos al cuello, nos habríamos reído de lo lindo! Pero el señor tenía que añadirle emoción…
No entendía nada, así que lo mejor que podía hacer era preguntar.
—A ver, respira, Laura… Explícame qué ha pasado…
—¿Pues qué va a pasar…? —se quejó—. Le he metido mano de forma tan descarada que el tío se ha pensado que era una puta.
—¿Qué…?
—Pues eso… De pronto me dice que lo siente, pero que él no paga por putas y sale a toda leche… ¡Será capullo…!
—Claro, no me extraña… —bromeé partido de la risa—. Seguro que le has pedido los mil euros que dijiste el otro día…
Me dio una bofetada en el brazo.
—¡Serás cabrón! —bufó—. ¿Yo qué coño le voy a pedir…? ¿Tan zorra me crees? Solo he seguido tu guion…
—Joder, pues entonces no sé qué coños le decías al oído todo el rato, porque no hacías más que contarle secretitos… —solté con toda la mala leche de la que fui capaz.
—¡Serás cerdo…! Te repito que solo hacía lo que tú me has pedido… Y claro que le decía cosas… no me iba a estar callada después de arrimarle la boca a la oreja… pero no pedirle dinero por follar…
—¿Puedes ser más específica…?
—Pues… no sé… —parecía indecisa, tal vez se había pasado con sus comentarios y no quería reconocerlo—. Le decía… que a qué se dedicaba… dónde vivía… en qué habitación estaba… si había venido con su mujer…
—¿Y tú cómo sabes que está alojado en el hotel…?
—Pues porque me lo ha dicho él… ¿Has visto en el hall el cartel que anuncia una convención…? Pues el tipo es uno de los ponentes. El puñetero calvo de los cojones dando lecciones, no te jode…
Necesitaba partirme de la risa para relajar la tensión que había sentido unos minutos antes, pero había preguntas que aún llevaba dentro y me contuve para buscar respuestas antes de pasar a la parte divertida.
—¿Y qué es lo que te ha enseñado en el móvil que te reías tanto…? —intenté parecer bromista, pero había una fuerte tensión escondida en la pregunta—. ¿Un puñado de foto-pollas?
—¿Pero qué dices de foto-pollas…?
—Pues eso… ¿Sabes lo que es una foto-polla, no? ¿A que sí? ¿A qué es eso lo que te ha enseñado? ¡Y tú, hala, a reírle la gracia al muy gilipollas…!
—No me jodas, Dany… No empieces con tus celos —respondió con gesto serio—. Eran vídeos de su perrita haciendo monadas…
Me mordí los labios. De nuevo me había imaginado humo donde no había ni fuego. Pero decidí que un contrataque era la mejor defensa.
—Vale, acepto pulpo… —dije burlón—. ¿Pero qué me dices cuando te has abrazado a él con todo? Le has metido pelvis y tetas hasta la garganta. Sin contar con los muslos… ¿Qué? ¿Te ha gustado su empalme? ¿Tenía buena polla?
Ahora la bofetada me fue directa a la cara. Aunque solo fuera de mentirijillas, picó en el orgullo.
—¿Pero qué dices, atontado? —su enfado era real—. Solo hacía lo que tú me retaste a hacer. Pero al echarle los brazos al cuello me he mareado y sin no me agarro a él me caigo redonda. ¿Lo entiendes o te hago un croquis?
Pasé al contrataque al oír sus palabras.
—Eso te pasa por beber. No entiendo por qué has seguido aceptando cócteles, y con ginebra añadida, cuando ya no estás acostumbrada. Normal que te diera un mareo.
—¿Y qué querías que hiciera…? ¿Parecer una monja ursulina?
—Entonces no te quejes… que cuando te has mareado bien que has debido de sentir su cebolleta.
—¡Deja de decir chorradas! —se echó las manos a la cara, claramente sobrepasada por lo que había bebido—. Si el tío estaba acojonado. Te lo juro. Ni siquiera se ha empalmado el muy idiota, por mucho que lo he intentado.
Debo reconocer que esta vez tuve que retenerme la carcajada, más de nervios que de otra cosa, aunque Laura la detectó sin que llegara a salir de mis labios.
—¡No se te ocurra reírte…! —espetó de malas pulgas—. ¡Menuda cabronada! En solo unos días me han catalogado de puta en dos ocasiones… ¡Y eso jode que te cagas…!
—Joder, Laura —contrataqué—. Si llevaba varios minutos haciéndote señas para que termináramos el juego y tú ni puñetero caso… Incluso, sin llegar a que yo me metiera por medio, podías haber acabado con él tú misma cuando hubieras querido…
—¡Y una mierda…! —me habló muy cerca y de nuevo me llegó el alcohol de su aliento—. Si me retiraba, ganarías tú… ¡Y eso ni de coña!
Me lamenté por aquellas palabras. Laura se había tomado el juego a pecho y aquello era contraproducente. Decidí que aquella había sido la última vez. No volvería a ocurrir. Por mucho que nos pusiera cachondos a cualquiera de ambos. Ahora a ella únicamente, me temía.
Aproveché que tenía su boca a centímetros de la mía y se la tomé al asalto. Ella se abrió para mí y mi lengua abrazó a la suya con un gemido de ternura y consuelo. Había elevado sus brazos rodeándome el cuello.
—No sé por qué te quiero tanto, mamoncete… —me dijo antes de introducir su lengua dentro de mi boca.
*
Cuando las aguas se calmaron, decidimos que era el momento de irse a casa.
Antes de enfilar la salida, para mi desgracia, tomé la decisión equivocada. Una decisión que iba a lamentar para el resto de mis días.
—Dame dos minutos, cielo —le pedí como tantas otras veces—. Si no voy al baño me va a reventar la vejiga.
—Tú y tu próstata… —se quejó ella como solía en estos casos.
La dejé en la mesa y me ausenté el menor tiempo de que fui capaz. Cuando volví dispuesto a concluir la noche, me llevé la primera sorpresa de lo que quedaba de madrugada. No sería la última, para mi pesar.
Laura había desaparecido.
Levanté la mirada y la pasé por el perímetro del local. Me costó unos segundos conseguirlo, pero al final la descubrí. Se encontraba bailando como una posesa al ritmo de la música para jovenzuelos que llevaba sonando desde que estos habían tomado el local al asalto. Pero, lo peor de todo, es que no estaba sola. El tipo que se movía al mismo ritmo delante de ella era el calvorota que la había abandonado unos minutos antes aduciendo que no trataba con prostitutas.
El calvo se arrimaba a ella lo más que podía y, de vez en cuando, se atrevía a rozarla con una mano, con una pierna, o con la cadera. Estaba tan alucinado que si me hubieran abierto las venas, no me habrían encontrado una gota de sangre.
La primera pregunta era obvia: ¿Cómo había llegado mi mujer a salir a la pista con el puñetero calvo? ¿La habría empujado él a hacerlo? ¿Se habría lanzado ella en su busca? Cabía la posibilidad de que el calvo se hubiera acercado a nuestra mesa y al verla sola la hubiera invitado a bailar.
Pero, en ese caso, ¿por qué ella habría aceptado? ¿Pretendía terminar el juego? ¿Era eso lo que quería? ¿Seguir con las bobadas que yo le había pedido a la espera de que llegara para finalizar su actuación y reírnos del tipo?
No tenía forma de averiguarlo, al menos desde la distancia. Laura bailaba de una forma alocada, como nunca la había visto hacerlo, y no se dignó volver la cabeza hacia nuestra mesa ni una sola vez. Podía ir hacia ella y terminar la función, pero acabábamos de tener una discusión estúpida por aquel mismo tema y prefería no finalizar la noche con otra peor sin saber a qué atenerme. Antes de atacar, necesitaba entender por qué se había vuelto con el calvorota.
Así que hice lo único que podía hacer: tomé el móvil y marqué su número. La señal de llamada tardó unos segundos en llegarme por el auricular. Pero el sonido del timbre resonó dentro de su bolso, que seguía colgado del respaldo de la silla dónde lo había dejado al inicio de la velada.
Juré en hebreo. Una angustia insoportable me llenaba por dentro. Quería gritar, pero no hubiera conseguido ni soltar un balbuceo aunque lo hubiera intentado. ¿Qué le estaba pasando a mi mujer? ¿Era ella la que se movía sobre la pista, dejándose rozar por el cerdo sin pelo, o era solo un monigote manejado a voluntad por el tipejo? Y yo que le había elegido a él pensando que sería un tonto infeliz.
Decidí tomar el bolso y dirigirme hacia ella. Me llevaría algo de tiempo porque a esa hora la sala se había llenado de tanta gente, que apenas se podía dar un paso sin tener que dar o recibir media docena de codazos.
Cuando había avanzado un par de metros, una nueva sorpresa me dejó helado. Un tipo con el mismo aspecto que el calvo, aunque con unos kilos de más, se acercó a Laura por la espalda y comenzó a bailar arrimando su pelvis al culo de mi mujer de una manera descarada.
Me cagué en su padre antes de fijarme en el detalle: aquel tipo llevaba colgando una cinta del cuello con una tarjeta de color rojo. Enseguida entendí la situación. Laura había dicho que el calvo era ponente de la convención que se celebraba en el hotel. Y el nuevo tipo llevaba al cuello una credencial del mismo color que el cartel de anuncio del hall.
Estaba claro: los dos hombres eran colegas y asistían juntos a la convención. Me volví a acordar de todos los muertos del calvo y de su amigo. El muy cabrón no se había atrevido a atacar en solitario a Laura, y había tenido que pedir ayuda. Creyendo que de verdad era una prostituta o solo simulándolo, había buscado refuerzos para cazar a la pieza más alucinante que se le pondría a tiro en toda su vida.
Esa visión de los hechos era para mí totalmente obvia. Lo que no me cabía en la cabeza era por qué Laura se había dejado envolver en la trampa. ¿Qué coños pasaba por su cabeza? Ella era demasiado inteligente como para dejarse manipular por unos vulgares bobos. ¿Es que le ocurría algo que la impedía darse cuenta de la realidad?
Un nuevo escalofrío me recorrió la espina dorsal. ¡¡Joder!! ¿¡La habrían drogado!? De pronto estuve seguro de ello. Había oído hablar de drogas que convertían a una mujer en una marioneta manipulable. Lo vi claro y meridiano: Laura estaba siendo manejada por aquellos cerdos mediante algo que el calvo le había echado en la bebida.
Este pensamiento me causó una arcada. A punto estaba de vomitar, cuando Laura se volvió hacia mí y me hizo una señal con la mano, pidiéndome que fuera a su lado. Sonreía y parecía pasárselo en grande.
Un suspiro de alivio me devolvió la calma. Aquel gesto me había parecido el de una persona «consciente». Si hubiera estado drogada, su mirada y expresión habría sido muy diferente.
Aun así, era difícil calmarme del todo a tenor de lo que veía en la pista. El calvo había agarrado a Laura por la cintura y se movía con sus muslos entre los de mi mujer. Por su parte, el colega del tipejo, la había abrazado por detrás y la amenazaba con agarrarla de las tetas, aunque sin llegar a rozarlas todavía. El asqueroso gordito soltó una carcajada triunfal y lo imaginé como una hiena gritándole a la luna antes de comenzar a comerse a su presa.
De pronto, como en una coreografía ensayada, la boca del calvo se lanzó hacia un lateral del cuello de Laura, y la de su compañero hacia la del otro. Las manos de ambos tocaron piel por encima de la ropa. Las del gordito amarraron las tetas de Laura y las del calvo sus caderas. Mi mujer pareció apercibirse en ese momento de lo que realmente ocurría. Hasta ese instante, parecía no haber sabido que los dos hombres la estaban cercando para evitar que escapara. Debía creer que era dueña de la situación, a la espera de que yo llegara a cantarle las cuarenta al calvorota.
Pero ahora el escenario ya no debía de parecerle tan divertido e intentó escapar de él a la desesperada. Sin conseguirlo. La gente de alrededor del trío bailaba alocada y no reparaba en lo que le sucedía a la mujer a la que estaban agrediendo a ojos vista. O, si lo veían, ni les importaba ni imaginaban que se trataba de un abuso incipiente.
Laura giró la cabeza y me miró con expresión de pánico. Le hice una seña para que resistiera y empecé a abrirme hueco a codazos. Avanzaba tan lento que los nervios amenazaban con provocarme un infarto.
Y cuando había avanzado casi cinco metros —me restaban alrededor de diez—, una nueva sorpresa me detuvo. Un hombre joven —en los veintimuchos con toda seguridad—, se acercó a los dos hombres y les empujó de malas maneras.
Se produjo un rifirrafe en el que parecía adivinarse que los tipejos se defendían contra el intruso, mientras éste les echaba en cara lo que fuera que estaban haciendo con mi mujer. Laura se abrazó a él como una tabla de salvación.
Los dos tipos parecían dispuestos a defender su presa. Para evitar un altercado, Laura y el joven, o quizá los dos, decidieron salirse de la pista y se alejaron lo más posible. Los colegas de convención se rindieron por fin y se dirigieron entre improperios hacia la barra. Se les veía borrachos como una cuba.
Me burlé de mí mismo por haberles supuesto la inteligencia suficiente como para preparar un plan de ataque a una mujer decente, incluyendo drogas sofisticadas. La explicación era mucho más sencilla: simplemente se habían venido arriba por el alcohol y el asunto se les había ido de las manos. Con la ayuda, toda había que decirlo, de la ingenua de mi mujer y del chorrito extra de ginebra en sus San Francisco.
*
Me iba acercando a la recién creada pareja a la máxima velocidad que podía, que no era mucha. El hombre —ahora veía claro que rondaría los treinta— hablaba y hablaba mientras Laura solo escuchaba. Me extrañó tanta conversación. ¿Se conocerían de algo?
Yo les hacía señas levantando una mano mientras me afanaba en llegar, pero ellos no me miraban. Hasta que, de pronto, lo hicieron al unísono. La expresión de Laura me resultó de lo más extraña. Conocía a mi mujer y aquella mirada se encontraba entre el asombro y el desagrado. Me detuve aturdido. No creía haber hecho nada para enfadarla esta vez. De hecho, estaba preparando un discurso en mi cabeza para echarle la bronca por haber salido a bailar a la pista con el puñetero calvo mientras yo iba al baño. Era yo el que tenía que estar enfadado, no ella.
Sin embargo, aquella mirada me desarmó.
Por otro lado, el aspecto del desconocido se me hizo familiar por un instante. Yo nunca he sido muy fisionomista, así que no podía estar seguro. Pero forcé a mi cerebro para que intentara recordarlo. Era difícil, llevaba una barba de varios días y me costaba imaginarlo sin ella, que era como me resultaba familiar.
Sin esperarlo, de nuevo las sorpresas de la noche volvieron a hacer acto de presencia.
El chico tomó a mi mujer de la mano y, tirando de ella, salieron a buen paso hacia la puerta de la sala de fiestas que daba al hall del hotel. Ellos no tenían el hándicap de la multitud, de modo que en pocos segundos desaparecieron de mi vista.
«¡Me cago en la leche! —me dije, sin saber si lo había hecho en voz alta—. ¿Pero dónde coños van estos ahora?»
Salí por fin al hall a la carrera, pero no encontré ni rastro de ellos.
—¡¡Laura!! —el grito desesperado que escapó de mi garganta hizo que varias cabezas se giraran en mi dirección.
*
Los siguientes minutos fueron de los más angustiosos de mi vida. Corrí hacia todos lados. Pasé por el hall de los ascensores; investigué en los baños de señoras, con el visible enfado de las chicas que había en su interior; salí a la calle para ver si se encontraba tomando el aire para calmarse de lo recién ocurrido sobre la pista de baile; entré en todas las salas que encontré en la planta baja, sin importarme si había alguien en ellas a quien pudiera molestar.
Pero nada.
Finalmente me dirigí a la recepción y pregunté a la joven que la atendía si había visto a una mujer con un chico joven. Les describí lo mejor que pude a ambos, pero ella negó haberlos visto.
—Lo siento, señor, acabo de entrar de turno hace solo unos minutos y no he atendido a nadie aún ni he visto nada extraño.
Cuando ya no supe qué más hacer, me sentí morir. ¿Qué coños pasaba en esa noche que se suponía íbamos a pasar en plan agradable y tranquilo? No sabía en qué momento se había ido todo a la mierda, metiéndome en una vorágine de sorpresas y miedo que amenazaba con romperme por dentro.
«Laura… mi amor… ¿dónde estás?», me repetía de forma constante. La respuesta no parecía llegarme y yo ya no sabía dónde buscarla. Ni siquiera cabía la opción de contactarla con el móvil porque la muy «idiota» se lo había dejado dentro del bolso y el bolso colgando sobre el respaldo de la silla. ¿Quién coño hace eso en estos tiempos? En pleno siglo XXI el no poder contactar a alguien se ha convertido en algo desesperante. Tan molesto como las ganas de vomitar que crecían en mí.
Corrí hacia los lavabos y llegué justo a tiempo de que mi primera arcada no cayera sobre el suelo. Después expulsé el resto de la comida de la noche. Tras liberarme de aquella carga, me enjuagué la boca y salí al hall.
A falta de otra cosa que hacer, me senté en un sillón frente a la recepción, bajé la cabeza y me dispuse a esperar.
*
Miraba al suelo con las manos en la cara y los codos apoyados en las rodillas, por eso no la vi llegar. Fue el taconeo sobre el suelo de mármol lo que me alertó de que se acercaba hacia mí. Y su perfume me alcanzó antes que su presencia.
Levanté los ojos y la vi detenerse a mi lado. Llevaba un gesto serio y me sentí como un imbécil, los ojos rojos por las lágrimas que había derramado mientras la esperaba.
Miré el inmenso reloj que presidía el hall sobre el mostrador de recepción y me extrañó que solo hubieran pasado veinte minutos desde que Laura había desaparecido. Para mí habían sido como horas.
Me puse en pie de un salto y me dispuse a pedir explicaciones a Laura, pero ella me tomó de un brazo y me empujó hacia la salida.
—Ahora no… —dijo antes de tirar de mí—. Ya tendremos tiempo de hablar.
Salimos al fresco de la noche y buscamos el coche en silencio. Nos acomodamos en él y me pidió que la llevara a casa.
Pero entonces salió el macho patriarcal que llevo dentro y me negué a introducir la llave en la cerradura.
—De aquí no me muevo hasta que no me expliques qué coño ha pasado…
—Joder, Dany… —intentaba ser conciliadora—. En realidad no ha pasado nada, cuando te lo cuente hasta te vas a reír.
—Sí… —repliqué—. Estoy a punto de descojonarme de la risa.
Mi frase había sido violenta. Quizá en demasía. Tuve la tentación de suavizarla, pero el chico malo que vive dentro de mi cabeza se negó en redondo.
—Vale… —suspiró—. ¿Por dónde quieres que empiece?
—Puedes empezar por el principio… —sugerí—. ¿Qué coños hacías en la pista con el puñetero calvo otra vez? ¿No habíamos quedado en que nos íbamos?
Dude un instante. Hablarle de semejante manera, utilizando tacos y atacándola de forma descarada, no era algo que ella me tolerara. En otra ocasión me habría mandado a la mierda y hasta se habría salido del coche. Era exactamente lo que había hecho la noche del «ligue» con el larguirucho.
Sin embargo, en esta ocasión ni rechistó. Tenía que sentirse muy culpable por dentro para tolerar mis salidas de pata de banco.
—Pues… en realidad no pasó nada… No sé… de repente llegó el calvo, me pidió bailar y pensé que podríamos terminar la noche riéndonos como habíamos planificado…
—Admite que lo hiciste por soberbia —dije, esta vez en un tono de voz menor—. Que tenías que ganar el juego y que te importaba una mierda lo que yo pensara… Incluso que el tío te sobara a voluntad.
Se quedó un instante callada. A continuación asintió.
—Vale, lo admito… —me miró y me hizo una carantoña en un brazo—. Te habías burlado de mí y pretendía vengarme. No podía terminar la noche sabiendo que te ibas a reír de mí durante meses. Fin de la historia. ¿Podemos irnos a casa ya? Estoy cansada y un poco mareada también…
—Eso es por beber sin estar acostumbrada —le reproché una vez más—. Y mira que te lo he advertido toda la noche…
—Vale, tu ganas… llevas toda la razón… ¿Nos vamos o no?
Apreté el botón de movimiento hacia atrás de mi asiento como toda respuesta. Ella sabía lo que significaba: me estoy poniendo cómodo porque no pienso moverme de aquí.
—No, no nos vamos… —apuntalé con palabras el movimiento del asiento—. No hasta que me expliques la segunda parte. ¿Olvidas que te he estado buscando como un desesperado durante veinte minutos?
—¿Veinte minutos? —se hizo la despistada—. ¿Tanto tiempo ha sido?
—¡Joder, Laura! —casi grité—. Te vas con un tío en vez de esperarme y ni siquiera sabes el tiempo que has estado desaparecida… ¿Y te extrañas porque me mosquee…?
—Lo siento, Dany, te lo prometo… —seguía con su tono lastimero, como pidiendo un perdón universal a todas sus locuras de la noche. Perdón que, por supuesto, no iba a concederle sin explicaciones—. Con los vapores del alcohol… vale, ya sé que soy una imbécil por beber… Pues eso, que ni me he dado cuenta. Me dices que han sido veinte minutos, pero para mí han sido como uno o dos… Se me ha ido el santo al cielo… ¿Qué quieres que te diga…?
—¿Quién era el tipo con el que te has ido? —le corté su explicación inconexa…
—¿Qué tipo…? —puso cara de pasmo—. Ah… te refieres al encargado de noche del hotel…
—¿Ese tío es el encargado del hotel…? No se le veía muy de estar currando…
—Pues… sí… supongo… —parecía improvisar—. Eso es lo que él me ha dicho… ¿Por qué no iba a creerle…? Acababa de librarme de esos dos cabronazos…
—Vale, me lo creo… —mentí—. ¿Y adónde te fuiste con él?
—Pues… verás… —comenzó a divagar.
—Al grano, Laura… y sin mentiras, por favor…
Se aclaró la garganta y soltó la historia de un tirón.
—Pues resulta que un huésped del hotel se ha puesto enfermo. Ha llamado a recepción y ha pedido que buscaran a su hija porque se temía que estaba sufriendo un infarto. Imaginaba que estaría en la sala de fiestas. Le han pedido los datos de la hija, pero el hombre ha perdido el conocimiento. Al parecer está pasando unos días en el hotel con ella y su yerno…
La miraba con cara incrédula. ¿Se estaba inventando una historia tan truculenta?
—Total, que han subido a la habitación y se lo han encontrado tirado sobre la cama. Han buscado algún detalle de su hija, pero no han encontrado nada entre sus pertenencias. Además, no había ninguna habitación a nombre de alguien con su apellido. Sospechaban que la habitación de la hija estuviera a nombre del marido.
Abría la boca incrédulo, pero Laura no me miraba. O quizá sí me hubiera visto la expresión de recelo, pero le importara muy poco. El caso es que siguió con su perorata, muy entera ahora a pesar de sus anteriores excusas basadas en el alcohol.
—Lo único que han encontrado, después de intentar hackear su móvil sin conseguirlo, ha sido una foto de la chica. Y, joder… ¡vaya historia! Resulta que la chica se parece a mí un montón. Es por eso que el encargado ha ido buscando por la sala de fiestas y, creyendo que era yo, me ha pedido que le acompañara a la habitación del señor.
Me sentía estafado, pero no hice nada por contradecir semejante historia para niños. Me centré en buscarle las contradicciones, en su lugar.
—Vaya… menuda casualidad… —dije burlón, aunque con la misma expresión de enfado que hasta el momento—. ¿Y se puede saber por qué coños no esperaste a que yo llegara para subir juntos a la habitación? De hecho, no entiendo por qué te prestaste a subir…
—No sé, Dany, te lo juro… —movía las manos para apoyar sus argumentos—. En esos momentos estaba nerviosa por los dos tontos del culo… agradecida al tipo que me había librado de ellos… Y sí, bastante borracha… Pues yo qué sé… A lo mejor he pensado que el tipo podía ser mi padre… De lo que me contaba el encargado me estaba enterando de la mitad… Además, me prometió que sería un minuto… no veinte…
Recordé la mirada de desprecio que me había lanzado antes de salir de estampida con el hombre. Y recordé que en aquella mirada no había señales turbias provocadas por el alcohol.
—¿Podemos irnos ya…? —insistió con un bostezo—. Me muero de sueño…
Lo pensé un instante y acepté. No sin una condición previa.
—Vale… —vi como sus ojos se alegraban—. Pero antes voy a mear. Con la tensión estoy a punto de reventar.
—¿Otra vez? —rezongó y volvió a repetir la cantinela de siempre—. Tú y tu próstata…
*
Entré en el hotel a paso rápido, pero no me dirigí hacia el pasillo que conducía a los lavabos. Muy al contrario, me planté en pocas zancadas ante la misma recepcionista de antes.
—Buenas noches… —saludé de nuevo.
Levantó la cabeza y me miró. Una sonrisita le estiró la comisura derecha del labio. «Joder con el pesado», adiviné que estaría pensando.
—¿Podría hablar con el encargado de noche?
—¿El encargado… de noche…?
—Sí, por favor… ¿Podría decirle que quiero verle por un tema urgente?
—Sí, señor, por supuesto… —se dio la vuelta y entró por una puerta a su espalda.
Poco después salía acompañado de una señora de no menos de cincuenta años. A pesar de la edad, se la veía más que apetecible. Su sonrisa amplia de dientes blancos denotaba amabilidad.
—Buenas noches… —me saludó la mujer—. Creo que hay un tema urgente por el que quiere hablarme. ¿En qué puedo ayudarle?
Tragué saliva. Sabía lo que estaba pasando, pero no quería rendirme a la sonrisa de idiota de la otra chica. Les debía de parecer el imbécil de turno de cada noche, a tenor de la cara de guasa de ambas.
—¿Es usted… el… «encargado de noche»…? —tartamudeé.
—Sí, eso es… —dijo sin modificar un ápice su sonrisa de dentífrico—. Soy «la» encargada de noche.
Miré hacia los lados y traté de disimular mi embarazo. Y mi enfado subió de nivel al comprender que estaba haciendo el ridículo porque Laura, mi amada esposa, mi confidente, mi compañera en lo bueno y en lo malo… ¡me había mentido descaradamente!
—Perdone… —me disculpé—. Creo que ha habido un malentendido.
Me giré en redondo y me dirigí hacia la salida del hotel una vez más. Ya había cruzado un número ingente de veces aquella puerta pero, a diferencia de otras, en ésta me sentía el tío más imbécil del planeta.
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