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TODORELATOS » AMOR FILIAL » A MAMÁ LE GUSTÓ LA FOTO DE MI POLLA (1-2)
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Fecha: 16-Sep-23 « Anterior | Siguiente » en Amor filial

A mamá le gustó la foto de mi polla (1-2)

MommySonShine
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Lucas, un joven retraído y cansado de que las chicas pasen de él, decide publicar anónimamente en un sitio de internet una foto de su enorme pene. Para su sorpresa, su madre lo encuentra y se vuelve su admiradora número 1. Version para imprimir

Todos los personajes de esta historia ficticia tienen 18 años o más

CAPÍTULO 1

IRONÍA CON I DE IRENE

No era un chico feo, de hecho, en la escuela decían que era “guapo pero con poca chispa”, y no se equivocaban, pues era el más retraído de la clase. No tenía suerte con las chicas, y es más, para entonces ni siquiera había tenido novia. Las únicas experiencias sexuales que acaloraban mi deprimente situación las vivía solo encerrado en mi habitación. No es que no tuviera interés por las mujeres, al contrario, en serio quería pasar tiempo con ellas, quería formar parte de la sociedad —de mi sociedad de adolescentes— pero mi introversión siempre me lo impidió. Si, algunos nacemos así. En resumen, se podría decir que tenía cero talento en lo romántico.

Un día, una chica que me gustaba de verdad, una con la que incluso pensé que iba a tener algo especial por primera vez —¡porque hasta nos habíamos dado un beso ya!— me dejó plantado a mitad del parque con un ramo de flores en las manos y una solicitud de noviazgo sin requisitar. Ese mismo día me enteré de que se había liado con otro chico, menos atractivo que yo, pero eso sí, mucho más carismático. La noche de aquel día me sentí profundamente herido, pero no le eché la culpa ni a ella ni a él, pues entendía que había sido solo mía. Y es que no sabía manejarme ante las chicas, se trataba de eso, era un discapacitado en el amor. «¡Es suficiente!» me dije esa vez, me encontraba harto, atiborrado de tanto desprecio, o peor que eso, completamente olvidado. Estaba cansado de que las chicas prescindieran de mí. Así que esa misma noche decidí crearme una cuenta en LonelyFans. Me daba igual si todo lo que consiguiera fuera artificial.

LonelyFans tiene dos modalidades, una gratuita que permite al creador publicar todo tipo de fotos y vídeos explícitos al público en general; y otra privada, en donde los fans tienen que pagar por una suscripción para poder acceder al contenido de sus creadores. Yo probé con la primera. “Dicky-Lucky” me puse de nickname, use una foto de perfil de un bonito paisaje que había capturado con la cámara del móvil y declaré que vivía en la ciudad de al lado de la que en realidad vivía. En eso, me apresuré a realizar mi primera publicación: recostado en mitad de la cama, sin ropa y con las piernas completamente estiradas, tomé una elegante foto a la mitad inferior de mi cuerpo. Lejos de presunción, la foto precisaba con suma nitidez las desorbitantes dimensiones de mi pene erecto: de unos 20 cm de largo y de un grosor como el de la botella de un refresco, ocupaba casi toda la pantalla, y dejaba pequeño a todo lo que se encontraba de fondo. Y no sólo sorprendía por su tamaño, sino que además se trataba de un pene bonito en cuanto a que era simétrico, recto y pulcro. Vaya, aquella fotografía casual, sencilla y casera —pero por ello única— dejaba apreciar un miembro realmente atractivo a la vista.

Algo bueno me tuvo que tocar, ¿no? Conocía mi potencial, lo que pasaba era que hasta entonces no me había atrevido —o no había tenido motivo suficiente— a expresarlo. Mi enorme pene era, pues, mi as bajo la manga que ya no pensaba desperdiciar, no más después de aquella desventura amorosa mía. Y lo cierto era que tampoco pensaba revelar mi identidad. Por esa noche, con solo realizar la publicación me bastó para liberar un poco del resentimiento albergaba en mi interior. Sin esperar nada más después, caí dormido cual fastidioso bebé llorón.

Sin embargo y como era de esperarse, a la mañana siguiente amanecí con una cruda moral pulsátil, me encontraba avergonzado por mis actos tan impulsivos de anoche. Pero a la vez, me carcomían las ansias. Quería saber qué pensaba la gente de mí —o bueno, de mi pene—. Así que pronto me vi obligado a revisar el móvil… Y vaya, este se encontraba saturado de notificaciones de LonelyFans. Y la foto de mi pene, que aparecía hasta arriba del todo en el inicio, había recibido ya más de 1500 likes, casi 200 comentarios y en mi bandeja de entrada esperaban 50 conversaciones nuevas.

Sabía que mi pene iba a causar revuelo, que no dejaría indiferente a nadie, pero para ser sincero no me esperaba tanto. Así pues, sentado en el borde de mi cama, con una extraña sonrisa de fortuna mezclada con pudor, me dispuse a revisar primero los comentarios: «Enorme polla joven», «¡Gigante!», «Un caballo», «¡Qué rico tiene que estar eso!»… La mayoría eran de mujeres, aunque también encontré comentarios de algunos hombres igual de fogosos.

No voy a mentir, me hacía sentir increíble ser alabado, pues jamás me creí digno de elogios, y menos de tal magnitud. Por primera vez en la vida empezaba a sentirme deseado, a escalar dentro del profundo y sombrío agujero que era mi abandono, aunque fuera sólo un poco, y eso me devolvía las esperanzas. De modo que, detrás de una pantalla artificialmente compensatoria,  leyendo todas y cada una de aquellas palabras de adoración, dejaba de ser el chico tímido, silencioso y superfluo que siempre había sido y me convertía en el amo y señor del mundo.

Necesitaba atención —desde hace mucho tiempo ya—, necesitaba alimentar a un ego caducado, así que, embelesado por mi exaltación, y con la respiración a todo lo que daba, me tumbé en la cama y comencé a deslizar mi pulgar sobre la extensa lista de conversaciones que de mí esperaban respuesta. Las diminutas fotos de perfil de mujeres subían —jóvenes y maduras por igual— y con ellas también lo hacían sus palabras: «¿Cuántos años tienes?», «¿Vendes vídeos?», «¿Tienes novia?», «¿Cuánto por foto personalizada?»… ¡Dios, me encontraba de verdad extasiado, no podía creer tanta fortuna! Pero de pronto, toda la euforia que hasta el momento se había apoderado de mi cuerpo, se transformó súbitamente en pánico cuando, de entre tantas pequeñas fotos de perfil, encontré el rostro de mamá. 

Irene Martínez Mendoza, decía su nombre. Me levanté de sopetón, hice zoom a la foto y… sí, era ella, era mi madre. Eran esos sus lentes delgados y era esa su siempre sonrisa angelical. Y me había escrito hacía apenas una hora.

«Hola», decía simplemente su mensaje.

No lo podía creer. ¿Qué carajo hacía mamá en esta clase de sitio? ¿Acaso se sentía insatisfecha con papá? ¡¿Le había sido infiel ya?! ¡No, por supuesto que no! Mi madre —la mujer más pura y leal de todas— no sería capaz de hacer algo semejante. Jamás. Pero entonces, ¿por qué nos encontrábamos aquí?

Me vi envuelto en uno de los peores temores de mi vida, no solo por inquirir en las cosas tan indebidas que mamá pudiera estar haciendo aquí —que ya de por sí es motivo suficiente— sino que además porque… ¡maldita sea, había visto mi pene! ¿Qué probabilidad había? ¿Y por qué demonios me escribió? ¿Sería que, encima, le había gustado?

Todo delirio de superioridad anterior mío se había desvanecido en un abrir y cerrar de ojos. Me encontraba de nuevo en el agujero, pero esta vez a una mayor profundidad, enterrado, allí donde se encuentra toda la mierda. Esto sólo me podía estar pasando a mí. Ahora y con justa razón, no solo me sentía el chico con la peor suerte del mundo, sino que, de hecho, lo era. ¿O es que hay algo peor?

En ese momento no hice más que arrojar el móvil al suelo y olvidarme por completo de él. Desafortunadamente, en algún momento posterior me tuve que topar a mamá, en persona, pues vivíamos bajo el mismo techo. Y mientras conversábamos —a la hora del desayuno, la comida o la cena, sobre la escuela o cualquier otro tema sin importancia— me preguntaba a mí mismo si estaría hablando con la misma mujer que había visto mi pene ya de crecido. Repudiaba ocultar mi decepción, me daba vergüenza su cotidianidad, porque esos ojos jamás debieron dirigirse a un pene tan vulgar.

No me pude sacar de la cabeza aquel trágico accidente nuestro. Durante los días que siguieron, solo supe contemplar su chat abrazado por una profunda desrealización. Me sentía raro, difuso, fuera de mí. Me hacía preguntas constantemente acerca de mi posición tan lamentable: ¿Qué debería hacer? Lo más sensato, se podría pensar, era dejarlo así, no responderle, suspender mi cuenta y olvidar que esto había pasado. Sin embargo y como creo que es natural, no pude evitar preguntarme también: ¿Qué pasaría si le respondo? ¿Qué tan malo sería? ¿Y qué cosas tan descabelladas podría llegar a averiguar bajo la fina máscara de Lucky? Después de sopesarlo un buen rato, llegué a la conclusión de que responder a su mensaje no sería lo más adecuado, además, puede que me aterrara encontrar cosas de las que luego me pudiera arrepentir. Pero esto último no iba a ser peor que simplemente ignorarlo todo. Necesitaba saber qué demonios hacía ella en este sitio y cuáles eran sus intenciones. Así, en lugar de seguir escapando de mis desgracias, empezaría a enfrentarme a ellas de una vez por todas. Por lo menos de esta manera algo iba a cambiar para bien en mi vida, ¿no? Tenía que ser así, iba a mejorar, ese era el plan.

«Hola, Irene», le respondí entonces una noche.

«¡Hey, hola, Lucky!»…, «Vaya, qué sorpresa, pensé que no ibas a responder»…, «¿Cómo estás?».

No tardó ni un minuto en responder, estaba en línea y, acertadamente, en su habitación, sola y segura como yo. Y su foto de perfil hasta arriba del todo me daba miedo, me hacía vacilar, pero ya no pensaba echarme para atrás nunca más.

«Lo siento, Irene, he estado algo ocupado últimamente. Pero estoy bien. ¿Qué hay de ti?».

Entablamos una conversación. Le conté dónde vivía, cuántos años tenía y a qué me dedicaba; por supuesto, todo mentiras. En cambio ella fue demasiado honesta: era una mujer casada, tenía un hijo y amaba con locura a su familia. Irónicamente y por lo menos, no era una mentirosa, y eso ya era alentador.

«¿Sabes algo Lucky?—dijo después de habernos conocido un poco—»…,  «He estado mirando tu foto».

Bueno, esto era a lo que me arriesgaba ¿no? No supe qué decir, no quería hablar sobre mi pene, al menos no con mamá, pero era de esperarse —ya que estábamos aquí— que algo de ello se tenía que mencionar. Pero antes, tenía que hacerle la pregunta más importante de todos, aquella que me había traído a su chat en primer lugar, de modo que contrarresté su confesión con eso, aunque para ser sinceros me aterraba cualquiera de sus respuestas.

«Oye, Irene, ¿le has sido infiel alguna vez a tu marido?».

«Jamás, mi familia lo es todo para mí».

Bien. Era todo lo que necesitaba saber, y también lo que de ella esperaba. Mi valentía había cosechado frutos, atreverme funcionó. Mamá no hacía nada malo por aquí, o por lo menos nada lo suficientemente malo, ya podía retirarme. Pero siguió escribiendo.

«Es solo que»…, «Bueno»…, «Supongo que tu foto se hizo muy popular, porque una amiga que se la pasa merodeando por aquí me la mandó».., «Entonces cuando la ví»…, «Me quedé ANONADADA»…, «Y creeme»…, «No suelo hacer estas cosas»…, «Es decir»…, «Navegar por internet»…, «Buscar pornografía»…, «Buscar… penes»…, «Es solo que»…, «Cuando vi tu foto»…, «Dije»…, «Tengo que registrarme en esa aplicación, buscar a ese sujeto y vigilarlo muy de cerca».

Sus palabras me resultaron bochornosas, me dieron grima, incrementaron mi desazón por la vida. Pero a la vez me hicieron darme cuenta —o, bueno, recordar— que mamá era, después de todo, una mujer. Una como cualquier otra; que es casada, que tiene un hijo, que todos los días se levanta temprano para servirle el desayuno a su familia y que luego se mata en la oficina para que nunca me falte nada; pero que, en última instancia, le gustan los penes… y un poco más si son grandes, porque es una mujer. ¿No es eso lo más natural del mundo?

«Y bueno, Lucky, te escribí como no queriendo, como no dándole importancia, pensando que nunca ibas a responder»…, «Pero lo hiciste»…, «Y ahora no sé qué hacer exactamente»…, «Pero me siento muy afortunada».

Aquella publicación, por tanto, había bifurcado nuestra relación convencional, dando origen de esta manera a la tesis y antítesis que ahora éramos mamá y yo. Si ella se sentía afortunada, cómo debía sentirme yo? “Pero es normal —me dije— que a una mujer le guste mirar penes grandes, y es solo una coincidencia, aunque mordaz, que mi madre, en su rol inexorable como mujer, se haya encontrado con el mío”.

«Y ya que estamos en esto, Lucky, puedo preguntarte»…, ¿Cuánto te mide?».

Mierda, bueno, ya había obtenido lo que buscaba. ¿Qué más daba ahora si le soltaba un dato que a ella le pudiera interesar?

«¿Cuánto crees tú, Irene?».

«¿18 cm?».

«20».

«¡Dios mío!»…, «Mi marido apenas llega a la mitad, ja, ja, ja».

Gracias mamá, pero no necesitaba saber eso.

«Si tan solo tuviera uno de esos en casa»…, «Creeme»…, «Jamás me despegaría de él».

Así es, señoras y señores, mi vida era ironía pura. Y mamá y yo empezábamos a bailar en su son.

«¿Y tienes novia?».

«No, estoy soltero».

«Claro»…, «Un chico»…, «Quiero decir»…, «Un hombre como tú»…, «No puede permitirse estar a la disposición de una sóla mujer»…, «Has de tener a cientas esperando sentadas ¿no es así?».

«Bueno, algo de verdad hay en eso, Irene».

Lo sé, sonaba estupido, pero no le iba a decir que era virgen, porque ¿qué demonios hace una polla de 20 cm pegada al cuerpo de un maldito virgen?

Todo marchaba relativamente bajo control hasta este punto. Pero entonces, mi móvil emuló el sonido que hace una caja registradora cuando se abre: “crin”, y luego una notificación se asomó desde lo más alto de mi pantalla: «Irene Martinez Mendoza te ha enviado $2,000 MXN».

«Entiendo que eres un hombre ocupado, Lucky»…, «Y puede que te esté quitando tiempo ahora mismo»…, «Así que con esto tan solo quiero agradecerte el tiempo que te estés tomando para responderme».

¡¿Qué demonios?! ¡Lo que me habría costado conseguir dos mil pesos!

«Oh, vaya Irene», «Gracias», «Pero no tenías por qué hacer esto».

«No ha sido nada para mí»…, «No en comparación a toda la ilusión que me hace que estemos conversando».

Era una locura, no éramos pobres, es cierto, pero eso no era poco dinero para ella, nunca lo había sido, por lo menos no cuando yo se lo pedía.

«De verdad, no es nada»…, «Aunque»…, «Si tú quieres»…, «No me molestaría recibir a cambio una foto exclusiva de tu pene, ja ja ja»…, «¿O tendría que pagar más?».

¡Maldita sea! ¿Debía hacerlo? ¿O tenía que cortar definitivamente la comunicación con ella ya? ¿Tenía que compartirle un poco de un hombre que no existía —y que era su hijo— a cambio de su dinero, para hacerla pasar un buen rato? ¿Tenía ella la culpa de ser una mujer y querer ver más de un buen pene? ¿Tenía yo que devolverle la ilusión y la vitalidad que le había arrebatado con mi crianza? ¿Funcionaría eso como una especie de agradecimiento? No lo supe. No supe qué hacer, me encontraba perdido como siempre. Entonces solo… me bajé el pantalón, luego el boxer, la tenía parada. Abrí la cámara del móvil y sin pensarlo más, le tomé una foto a mi pene, para ella, y se la mandé. Así es como dio inicio nuestra historia.

—¡Lucky! —exclamó, respondiendo esta vez con una nota de voz.

Se escuchaba endeble, agitada, con poca fuerza. Me estremecí, no me lo esperaba, ni tampoco esperaba haber llegado a esto.

—Tu verga me vuelve loca…

Nunca había escuchado de su boca aquella palabra tan poco de ella, ni sabía que su voz podía sonar ardiente. No la conocía bien, ni me conocía bien a mí.

«¿Te gustó, Irene?».

—¡Me encantó!

«¿Y qué harías si la tuvieras ahora mismo ahí contigo?».

No entendía de donde me salían las palabras, qué había dentro de mí, por qué quería seguir.

—Verás —empezó a decir, con un poco más de confianza—, mi esposo odia el sexo oral —y sus palabras y sus datos ya no me resultaban incomodos—, y por eso muy pocas veces he tenido la oportnunidad de… meterme un pene a la boca —sabía a dónde quería llegar, y yo quería que llegara—. Así que… no te imaginas la ilusión que me haría probar el tuyo…

De pronto descubrí una de mis manos abrazando mi pene. Esta se sacudía de arriba a abajo y repetía sin parar. Mi frente estaba sudando y mis brazos y mis piernas no dejaban de temblar. No quería estar siendo yo, pero lo disfrutaba, por fin disfrutaba de algo en este sentido en la vida. Fue aquí donde empecé a odiarme.

—Entonces, Lucky…, ay…, si estuvieras aquí conmigo, me enseñarías cómo se hace. Seguramente, pondrías tus grandes manos detrás de mi cabeza, tirarías muy fuerte de mí y… ¡Ay!

Me daba asco yo mismo, pero me sentía extremadamente bien con eso.

—¡Me darías todo lo que siempre he querido tener, todo lo que me merezco y mi esposo jamás me ha podido dar!

«¡Claro que sí Irene! ¡Yo voy a dartelo, y te voy a dar más que eso!».

—Ay…, ¿y qué más me vas a dar, cariño?

Ya no era mamá, no sonaba como ella, no éramos nosotros.

«¡Voy a follarme tu boca, voy a hacer que te tragues toda mi leche, y que nunca olvides la forma de mi verga!».

—¿Entonces me vas a enseñar a ser una buena mujer, Lucky? ¿Me vas a educar con violencia?

«Apuesto a que eso es lo que quieres, y que tu estúpido esposo no te ha podido hacer».

—¿Y entonces vas a ocupar tú su lugar?

«Voy a ocupar su lugar y te voy a follar duro».

—¡Ay! ¡¿De verdad?! ¡¿De verdad vas a hacer eso?!

De pronto, entre sus palabras, escuché que algo en su lugar empezó a frotarse. Sonaba cada vez más fuerte y con más velocidad, a la vez que su voz se distorsionaba por chocar los labios contra el micrófono. Me llegaba el viento de sus gemidos. Estábamos haciendo sexting. Mi primera vez, y era con mamá. Tenía tantas ganas de corresponderle con mi voz, pero mi locura no había sobrepasado sus límites, no todavía.

«Sí Irene, te voy a follar bien duro y voy a hacerte mi puta», «¿Porque eso es lo que eres, no?», «Una maldita puta».

—¡¡¡Sí!!! Así es, Lucky, soy una puta…, ¡pero por favor, déjame ser tu puta!

¿Cómo podíamos estar haciendo esto? A los dos se nos habían negado cosas en la vida, sin embargo —y de una manera más irónica que absurda— al parecer ambos podíamos complementarnos mutuamente, o esa capacidad nos estaba otorgando la vida. ¿Era yo el que estaba mal? Era responsable, si, ¿pero tenía la culpa? ¿Tenía que haber escasez de mujeres y placer en mi vida? ¿Y yo merecía y tenía que aguantar esto? ¿Qué había de ella? ¿Era que papá no la complacía ni un mínimo como para no estar ella misma buscando su suerte en un sitio tan impúdico de internet y mediante un desconocido que simplemente había nacido con el pene grande? Era responsable, es cierto, pero ¿tenía la culpa? ¿Estuvimos destinados siempre a esto?

Su voz y sus palabras sucias, y la fuerza y el poder con los que las ejecutaba, inevitablemente me hicieron terminar. ¡Jamás me había sentido mejor! —¡qué deprimente!— ¡Jamás había sido tan libre y tan yo! Tampoco me había puesto tan duro, ni había logrado expulsar tanto como hoy. Mi semen salía disparado a rafagas, incesantemente, con una fuerza que no me conocía, y mi deshonra se revolcaba luego en el suelo. Eyaculaba encogido, pequeño. Me avergonzaba mi cuerpo. Me empapaba de toda mi inmundicia. Y tenía más razones que ella para sentirme el ser más miserable del mundo, pues era completamente consciente de su identidad; mientras ella —según ella— sólo estaba resarciendo algo que poco o nada tenía que ver con su hijo. Su pecado, a lo mucho, era menor, comparado con mi blasfemia. Y me quería morir, mas, a mi pesar, adoraba mi nueva posición.

No habría marcha atrás. Habíamos dado con lo que siempre nos hizo falta.

—Espero de verdad que algún día me dejes conocerte, Lucky, a cambio, prometo hacer de mí cuerpo un lugar digno de tu verga».

CAPÍTULO 2

UNA MAMADA DE MAMÁ

Estaba lloviendo y hacía frío. El cielo afuera retumbaba y toda la habitación conmigo lo hacía también. El extenso cuarto de motel, con sus largas paredes color de lino, no conseguía hacerme sentir acogido. Luego de 10 eternos minutos de esperar tan solo sentado en el colchón de cama más suave del mundo, aquella idea de encontrarme en persona con ella me pareció la más absurda de todas. Pero ya me encontraba aquí. Con el suelo debajo sacudiéndose y haciéndome vacilar, llegué como pude a una de las ventanas grandes, corrí la cortina y justo al intentar correr también el cristal para poder tomar un poco de aire, un par de luces de faro incandescentes entraron en escena para deslumbrar mi pupilas. La KIA Sorento de mamá, de un color Gravity Grey que tan familiar identifiqué, apareció enseguida oscilando de izquierda a derecha los brazos de sus limpiaparabrisas, anunciando de esta manera mi final.

«Estoy aquí», leí inmediatamente en mi móvil.

Contemplé la imposibilidad de viajar atrás en el tiempo y rechazar aquella propuesta que en su momento tuvo mucho sentido, porque cuando uno está caliente cualquier estupidez es capaz de disfrazarse del razonamiento más estructuradamente coherente.

«No podemos simplemente seguir así, Lucky, tenemos que arreglar un encuentro. Tienes que dejarme disfrutar alguna vez de verdad de tu pene».

Así que aquí estábamos. Pero no la iba a dejar entrar si no se ponía el antifaz.

—No puedo ver nada, estoy lista —escuché inmediatamente en una nota de su voz nerviosa.

Reconocer su tono me heló la sangre… en serio había venido. Con un vértigo bien merecido, me asomé por la mirilla y la encontré de pie detrás de la opulenta puerta de roble que nos separaba. No advertí en su rostro más que una genuina sonrisa que se iba apagando lentamente entre sus labios —a causa de su arrepentimiento, de su timidez… o de sus ansias—, pues todo lo demás quedaba oculto detrás de un oscuro antifaz para dormir, a saber, aquel tan familiar que nunca le debía faltar para después de las 10:30 pm.

Aquella camioneta gris, que hasta el fondo del estacionamiento se había escondido, jamás debió arribar a este lugar excesivamente ostentoso para sus posibilidades, sino a “la misa de las 5:00 pm de todos domingos”. Por mi parte,  tampoco debía estar aquí, sino en “la casa de Luciano —mi mejor amigo— jugando videojuegos”. Ambos habíamos mentido, pero ella le mintió a su esposo y a su hijo, mas no a un desconocido, y eso me había dolido.

Ante el pomo de la puerta, con mi cuerpo que no se quería mover, asimilé las magnitudes de nuestros riesgos: ¿Qué perdería ella, o más bien, según ella, si por accidente se le resbalara el antifaz y así sus ojos quedaran al descubierto? Nada, naturalmente, se encontraría con el rostro de un joven maduro, guapo y fuerte a lo mejor, ah, y con el pene de 20 cm, porque ese chico, por supuesto, no sería su hijo. En cambio ¿qué perdería yo? Todo, absolutamente todo, porque lo sabía y lo había permitido todo. Entonces comprendí que los hombres somos capaces de cometer verdaderas atrocidades por culpa de un maldito ataque de calentura.

De forma ya irremediable hice girar el pomo y así mamá dejó entrar con ella toda la brisa de la lluvia.

—Hey, Lucky, ¿eres tú? —dijo, buscando con sus manos las paredes.

Sonaba ajetreada, cansada, como si en lugar de en la camioneta, hubiera llegado hasta aquí corriendo. Mi estado era similar, verla frente a mí me iba chupando las energías. Pero así la recibí presionando suavemente sus hombros.

—Lo sé, lo sé, no vas a hablar —dijo.

Lo entendía perfectamente, le había dejado bien claras mis condiciones en ese mensaje:

«Te lo ruego, Lucky, encontrémonos, no puedes seguir torturándome más».

«Bien, Irene, creo que ha llegado la hora de aceptar tu propuesta, pero solo si llevas los ojos cubiertos. Ah, y no esperes que hable, porque no lo voy a hacer».

«¿Así que a eso quieres jugar?».

La pobre mujer que era mi madre creía fervientemente que esto se iba a tratar de un juego morboso de rol o de algún fetiche mío —o para ser más exactos, del semental con la verga larga— que consistía en no dejarla ver ni escuchar nada de mí. Creía además que era mayor y que tenía vasta experiencia con las mujeres, porque me habría follado ya a un centenar de ellas.

La cogí del brazo y la hice pasar. El absoluto silencio que envolvía a la habitación intensificaba cada uno de los pasos de sus tacones altos, que eran como paladas de excavación hacia la profundidad de mi tumba, de nuestras tumbas. Y su tenue aroma a lilas fracasa en el intento de hacerme sentir con ella en casa.

Llegamos a la cama, tomé su bolso y lo dejé en la mesita de mármol al otro lado de la habitación. Regresé con ella y la hice sentarse a mi lado en el borde de la cama.

—Lucky…—comenzó a decir—, me encuentro algo nerviosa. Discúlpame ¿si?

Así que aquí terminaría todo, ¿no? Pronto saldríamos de aquí y nos volveríamos a encontrar en casa. Nuestras vidas volverían a la normalidad y esto quedaría en un fatídico desencuentro solamente, y las únicas pérdidas habrían sido económicas. Pero de repente, una rafaga de escaloríos desvaneció toda esperanza mía cuando una de sus manos cayó de sopetón sobre mis rodillas.

—Sé que tú eres un muchacho experimentado, pero en mi caso, es la primera vez que… ya sabes, le voy a ser infiel a mi marido, así que espero de verdad que me tengas paciencia.

A pesar de que fuera conmigo, aquí, bajo estas circunstancias…, no me creía todavía que había decidido ya serle infiel a papá, además, con un desconocido de internet al que ni siquiera le conocía la cara, ni ninguna otra parte del cuerpo más que el pene —lo que fuera a significar eso—. Repudié toda motivación anterior de hacerle creer que era un casanova, que me la pasaba follando a diestra y siniestra sin posibilidad de descanso. Pero es que estando seguro en casa, encerrado en una habitación en la que no había entrado ninguna mujer más que ella, y detrás de una puerta habitualmente bajo llave, el destello de convertirme en alguien que no era, y que seguramente jamás llegaría a ser, me engatusaba y me incitaba a la mentira. Si mamá hubiera visto mi cara en estos momentos, se toparía con 3 verdades irrefutables: A día de hoy, me mantenía virgen. Me daba miedo la tarde en esta habitación tan cara de motel. Y me daba miedo ella.

—No quiero defraudarte. —agregó.

Agradecí no poder abrir la boca, porque si lo hiciera soltaría el llanto. Su mano, ahí junto a mí, retrocedió y subió para masajear mi espalda. Volvieron los escalofríos, está vez corriéndome por la espina dorsal. Su mano llegó a mi nuca, y con esto empezó sus observaciones:

—Tienes el pelo lacio…

Dio la vuelta y palpó mi rostro.

—Y tu piel es muy fina…, como si fueras más joven de lo que dices ser…, como si fueras apenas un adolecente.

Se rió, porque dentro de ella esto no sería posible. Bajó por mi pecho sin carne y luego exclamó:

—¡Ay…, no te imaginas cuánto tiempo esperé por esto!

La manera tan desconocida en la que lo dijo, casi gimiendo y mordiéndose los labios a continuación, arrebató a su presencia toda habilidad de hacerme sentir a salvo.

—Pensarás que es extraño pero… me he acordado de mi hijo.

Mierda…

—Ha de ser porque de alguna manera me siento culpable.

¿Y entonces ahora sí íbamos a salir de aquí?

—¡No! —soltó de golpe—, puedes olvidar lo que dije. Esto es algo que he estado sopesando detenidamente desde el primer día en que hablamos, hace ya más de dos meses, y definitivamente quedarme con las ganas de probarte…, ¡ay! —su voz tomó fuerza aquí—, sería el peor arrepentimiento de mi vida.

Vaya forma de hacerme sentir miserable.

—Y bueno, como no vas a decir nada, ósea que entablar una conversación previa sería imposible, ¿qué te parece si empezamos de una vez?

Me quedé congelado, más de lo que ya podía estar, y el aire no me escapaba de los pulmones.

—Cierto, a ver, aprieta mi muñeca una vez si tu respuesta es “sí” y apriétala dos veces si es “no”.

Me extendió uno de sus brazos, y todavía sin recogerlo, me detuve en la disposición de analizar su diseño: su piel clara, madura y por partes rasposa gritaba desahuciada mi nombre. Aquellas manos, en particular, las conocía perfectamente, porque se habían encargado con devoción de mi cuidado —y lo seguían haciendo a día de hoy—. De esta manera quise decirle: «mamá, se acabó, es todo una farsa, ya podemos regresar a casa». Pero con un razonamiento similar al suyo, observar la cara de asco y desprecio de mi madre sería el peor arrepentimiento de mi vida. Por otra parte, pensé en escapar. ¿Y si solo apretaba dos veces su muñeca y salía corriendo de aquí, lo iba a permitir ella? En el coraje de sus dientes que mordían con fuerza sus labios obtuve mi respuesta. La había hecho cruzar la ciudad entera en automóvil, había hecho que le mintiera a su familia, la hice gastar tanto en esta habitación de motel ajena a nosotros y, lo que resultaba peor, la había ilusionado profundamente con el momento, estaba claro que no me iba a dejar escapar.

Sentados juntos, pues, y con nuestras piernas colgando de la cama, no tuve más opción ni valor que apretar una sola vez su muñeca. Así fue como permití que nuestra desgracia familiar compartida degenerara.

Al instante y completamente a ciegas, se giró hacia mí, encontró con sus manos mis hombros y me entregó todo el peso de su cuerpo. Entré en pánico. Me puse a la defensiva y como por puro instinto la detuve con la fuerza de mis brazos para que no se acercara más.

—¿Pasa algo Lucky? —preguntó, desconcertada pero tranquila— ¿Está todo bien?

Un apretón.

—¿Entonces quieres que continúe?

Otro.

—Pero… quieres que vaya más lento ¿cierto?

Y otro más.

—¡Ay dios mío —gritó con algo que parecía pasión—, me mata la forma de tu juego!

Siguió entonces despacio, pero con el vigor suficiente como para no tardar en tumbarme por completo en la cama a pesar de mi lucha involuntaria. Una vez yo estando abajo, con una de sus manos sobre mi pecho y la otra en mi mejilla, dijo:

—Estás bien calentito cariño…, y tiemblas mucho.

Dos apretones. Ridículo.

—Uy, así que te haces el inexperto… Claro, ya lo estoy entendiendo, pretendes que volteemos los papeles… ¡Me encanta!

De inmediato pero con cuidado, la sentí completa encima de mí. Su peso era excesivo, no me dejaba respirar. Su cabello siempre suave caía como raudal en cascada sobre mi rostro para acariciarlo. Me hacía cosquillas su cuerpo por todas partes. A mi frente llegaba el cálido aliento de su boca. Sus labios, su nariz, sus mejillas…, todo incrementaba de tamaño a medida que su rostro descendía. Ahí, tan cerca de mí, sus líneas de expresión engrosaron sus 38. Jamás la había contemplado con  tanta nitidez y brillo.

No la odiaba, no sentía repulsión ni mi malestar se debía a ella. De hecho, hasta cierto punto lograba comprenderla. ¿Cuántas mujeres hay, insatisfechas con sus maridos, hijos y vidas, con un trabajo monótono y con poco o nada bueno que hacer en sus ratos libres, que tan solo quisieran probar algo diferente por una buena vez en la vida? Hasta hace poco no era consciente de que probablemente eso era lo que sucedía con mamá, y de que en gran medida, quizá, papá y yo teníamos la culpa, por no haberle ofrecido la atención suficiente, por darla siempre por sentado en nuestras vidas. ¿No es humano, acaso, buscar atención en otra parte si no te la ofrecen en casa? Pero yo…, yo sí me encontraba haciendo algo horrible, algo que no tenía perdón ni justificación, algo que nadie nunca en sus 5 sentidos sería capaz de hacer. Era yo el villano, el inquisidor, el destructor de familias…, de mi propia familia. Yo si podía odiarme y lo hacía. Pero también, inevitablemente y con una frustración exacerbada, me empezaba a cautivar su tacto.

Nuestras narices se chocaron, así ella depositó un beso en mi mejilla.

—Jummm —se rió, con una tonada juguetona que a mi infancia inmediatamente me remontó—, ¿estás listo muchachito tímido?

Se le notaba que quería esto, que lo estuvo buscando por mucho tiempo y que por fin lo había conseguido. Ya no le quedaba rastro de nerviosismo, encogimiento o timidez con los que había llegado aquí. Ambos entrábamos en calor.

—Uy —dijo reajustando su cuerpo al mío—, creo que eso que estoy sintiendo ahí abajo es un sí.

No entendía nada. ¿Cómo dos sensaciones opuestas se apoderaban al mismo tiempo de mi cuerpo? Por una parte, aunque incapaz, quería quitárlamela de encima arrojándola con violencia al suelo; pero con el mismo coraje quería abrazarla y estrujarla toda contra mí.

Sus labios en seguida cayeron sobre los míos. Empezó a moverlos muy despacio mientras yo, inmovil todavía, me resistía a corresponderle, no porque no quería, sino porque no sabía cómo.

—Mmm… —gimoteaba.

Mis manos, agitándose en los laterales de su cintura, ya empezaban a aceptarla. Su lengua no tardó en encontrar abertura entre mis dientes, y se puso a correr por las paredes internas de mi boca. Nuestras salivas emitían sonidos. Mi corazón —y puede que con la misma intensidad el de ella— retumbaba y amenazaba con delatar toda mi inexperiencia.

Por suerte, o por desgracia, su boca pronto se despegó de la mía, para bajar a recorrer mi mentón. Sus dedos pisaron el primer botón de mi camisa —una muy elegante, de cuadros, que había elegido para la ocasión y que me había comprado a escondidas suyas—. Al darme cuenta de esto, la tomé con fuerza de la muñeca y la apreté, no en señal de aprobación, sino para que recordara mis indicaciones.

—Tranquilo, cariño, es solo para que te pongas cómodo.

«Y no vamos a coger, al menos no todavía, Irene».

«Entiendo, no me lo quieres entregar todo de una vez, quieres que disfrutemos de esto muy despacito, y yo aceptaré todo cuanto digas, mi señor».

—Ahora deja que siga tomando el control ¿sí? Empiezo a disfrutar ya de tu juego.

El aliento de una voz que iba tomando cada vez más fuerza y poder, no paraba de calentar mi cuerpo. “Está bien”, me dije, “el mayor de los riesgos quedó descartado”. Ya estábamos aquí, ya no lo podíamos detener, pero si no había penetración, no habría peligro objetivo, ¿no es cierto? De esta engaño me quise agarrar para dejar de darle vueltas a mi presente y entregarme por completo a su seducción.

Su lengua se adhirió con desesperación a la piel de mi cuello, provocando que por fin emitiera sonido. Solté todo el aire que se había oxidado dentro mis pulmones, lo que dio lugar a repetitivos y sollozantes jadeos míos, que se quedarían con nosotros el resto de la velada.

Con su boca barriendo los alrededores de mi ombligo, desabrochó el último botón de mi camisa. La miraba desde arriba, sus dedos ahora deshacían el único botón de mis pantalones. Era la misma —mamá— pero lucía diferente. No hallaba en ella la virtud de proteger, ni amparo en sus manos invasoras, ni respeto por su familia y matrimonio. En cambio, solo era una mujer, una como las de aquellos vídeos pornográficos en los que mi pubertad se regocijaba las noches enteras. Sus ojos no podían, porque me quedaban ocultos, pero sus labios colorados, su sonrisa traviesa, su frente empezando a sudar y sus mejillas ruborizadas eran las de una auténtica mujer con hambre, que dentro de poco iría a comer.

Mi pantalón se soltó. Mis piernas permanecían abiertas y estiradas. Con resaltados movimientos femeninos se puso de pie y tiró fuerte de mis pantalones arebatándomelos en un solo movimiento, y los arrojó, junto con mi camisa y mis zapatos, hasta el mismísimo pie de la puerta. Pero luego, comenzó a desabrochar el primer botón de su camisa ella también.

—Lucky —dijo en cuanto recibió dos apretones de mi parte—, sé que me habías dicho que tengo prohibido desnudarme pero… harías que me volviera a sentir joven y deseada, como hace tiempo ya no me siento, si de algo te sirve que me mires las tetas.

No iba a permitirnos esto, no podía ser tan ruín.

—¡Auch! —se quejó— Ok, ok, lo entiendo, pero vamos, tan solo déjame quitarme la camisa para que puedas mirarme en sostén, ¡no me arrebates la oportunidad de poder estimularte con algo!

Un apretón. Pero toda ella ya estaba siendo estimulante para mí. Inmediatamente su camisa desapareció y, mierda, cuántas veces había visto ya aquel sostén negro prendido del tendedero de la azotea, nada afrodisiaco, nada provocador…, siempre prohibido.

Regresó de nuevo a mí, esta vez hincándose de rodillas en el piso y resguardándose entre mis piernas que colgaban al aire. Sus cabellos caían libres sobre mis muslos. El antifaz negro no lograba concederle aires de desconocida. De pronto, la única prenda que me quedaba en la escena, que eran mis calzoncillos, comenzó a descender. No obtenía el suficiente oxígeno de esta gran habitación. Mamá se daba cuenta, lo leía en sus sonrisas que salían llenas de picardía. Tal vez yo tenía el poder —o eso pensábamos los dos—, yo era el que autorizaba o descartaba cualquier acontecimiento nuevo, pero me bastaron los sutiles deslizamientos de sus labios para inferir que ella también conocía su poder, y todo lo que con su expresa madurez femenina era capaz de provocar en los hombres, en cualquier de ellos, o hasta en un puberto, como lo era su hijo.

Mi pene, de un enérgico salto de escape que ella jamás pudo ver, quedó libre por fin, y así mis calzoncillos fueron a hacerle compañía al resto de mis otras prendas. Me hallaba descalzo, desnudo, indefenso frente a mi madre…, cuánto tiempo de no hacer esto. No me había visto tan grande, ni tan hinchado, ni tan caliente e impúdico como hoy. En la cima de mi pene resbalaban gotitas de un líquido transparente y escurridizo. El rostro de mamá, absurdamente diminuto, quedaba oculto detrás de él. No encuentro manera de explicar lo que se siente mirar el delicado y primoroso semblante de mamá a lado un pene tan vulgar, grosero e impropio. ¿Se trataba pues de una proeza mía? ¿O por el contrario de una calamidad?

Sus manos cayeron de improviso sobre mis rodillas. De ahí, sus dedos emprendieron pasos lentos y juguetones que fueron intensificando mis jadeos.

—Shhh…, tranquilo cariño, no te va a pasar nada malo, estás seguro conmigo.

Mi cuerpo entero se elevó de un súbito salto cuando ambas de sus manos abrazaron y apretaron la raíz de mi pene.

—¡Ja!, mira como te pones, ¿acaso nadie nunca había puesto una mano en este lugar?

Por un momento pensé que descubría mi fraude, pero luego dijo:

—Eres todo un experto, Lucky, cada jugada, cada movimiento que haces lo tienes muy bien pensado, o mejor aún, ¡te sale natural!, porque así eres tú, un actor, un jugador nato.

Sus manos subían. No llevaba prisa.

—Ay por Dios…

Su voz ya no era solo una voz, sino un detonador de mi placer y goce.

—¡Ay por Dios, Lucky!

Tentaba mis venas, que nunca antes estuvieron más hinchadas.

—¡Tu pene se siente mil veces mejor de lo que imaginé!

Mis jadeos y mis temblores querían robarme el protagonismo, así que aferré mis manos a la carne de la cama para quedarme quieto de una vez por todas.

—La tienes tan gorda, tan dura…

Sus uñas, cuidadosamente bien pintadas de rojo, hacían bailes y se elevaban siguiendo los caminitos y protuberancias que se iban encontrando.

—¡Y tan llena de venas!

Llegó a mi glande, y comenzó a jugar con el borde inferior de él, deslizando lentamente y con movimientos sutiles sus dedos índice y pulgar.

—¡¿Entonces así es como se sienten 20 centímetros de largo?!

Iba a suceder, finalmente una mujer chuparía mi pene. Este había sido mi deseo, mi aspiración desde hace mucho tiempo, daba igual ya si la primera en hacerlo iba a ser mamá.

—Y ahora, chico tímido…

—Su rostro se acercó.

—Te voy a enseñar cómo se chupa una buena verga…

Su boca se abrió por completo y entonces…

No le cupo más que la mitad de mi glande.

Hizo todo lo posible por introducírselo más, utilizando la fuerza de su cuello y tratando de abrir más grande la boca, pero solo consiguió cubrir por completo mi glande. Soltó a reír ahí mismo, con unos labios ridículamente tensos. El aire que salía expulsado de su nariz a causa de sus risas, resbalaba por todo lo largo de mi pene y caía últimamente en mi pubis. Su boca se sentía extraña, caliente. No era como lo imaginaba, pero igual se sentía bien, extremadamente bien.

—Vaya —se despegó—, ja ja ja, creo que mi boca es demasiado pequeña para ti.

Me hacía gracia a mí también, y me reía en silencio. Tanto habíamos hecho para llegar hasta aquí como para que no le cupiera ni una décima parte de mi pene. Los dos jugábamos a tener experiencia, pero lo cierto es que no sabíamos nada.

—Ok, voy a intentarlo de nuevo…

Sonrió, se elevó y presionó con ambas manos la raíz de mi pene.

—Pero tienes que ayudarme.

Libero una de sus manos para encontrar la mía. Nos tomamos de las manos, ahí sobre la cama, nos apretamos fuerte, con ardor, ambos nerviosos, ambos emocionados. No sé si llegó a ser pecado, pero en ese momento sentí un profundo cariño hacia ella. La vergüenza se había disipado, y el miedo, y la frustración. Ahora estábamos a la par, ya no éramos madre e hijo, tan solo dos niños jugando a ser adultos.

Volvió a pegar su boca a mi pene, y sus ojos ciegos voltearon a verme. La mano que tenía libre la llevé a su frente y despejé el sudor y los cabellos desordenados que le resbalaban. Barrí sus mejillas, luego su mentón, después sus labios…, qué bonita mujer. Quién iba a decir que así me iba a dar cuenta de que un hombre no necesita de una super modelo para sentirse realizado. La madurez de mamá, su ingenuidad junto a la mía, nuestras manos que se estrujaban…, con eso me bastaba para ser feliz.

Tomé la zona posterior de su cabeza con suma delicadeza, peiné con mi dedo pulgar por un ratito su pelo, y después procedí a liberar un poco de mi fuerza. Su cabeza bajaba, subía, lo volvía a hacer, metiéndose y sacándose de la boca solo mi glande. Los orgasmos recorrían mi piel completa, desde los dedos de mis pies hasta mi cabellos. No había existido mejor momento en mi vida.

—¿Te gusta cariño? —se despegaba de vez en cuando para hablar— ¿Te gusta mi boca?

Nos reíamos. Yo ya dejaba de guardar silencio.

—¿Así? ¿Sí? ¿Lo estoy haciendo bien?

Nos estábamos soltando. De mi pene precoz volvió a emanar aquella sustancia transparente, que como ahora se funcionaba con su saliva, se iba tornando de un color blanquecino.

—Mmm…, que rico…, ¡que rico!

Resbalaba por su mentón, manchaba su sostén y se diseminaba en sus pantalones. Pronto nos empeñamos mejor, incrementando nuestra velocidad. Los ruidos de sus succiones sonaban cada vez más viscosos, pero no conseguíamos avanzar más.

—Espera, Lucky, me he cansado un poco, ja, ja, ja. No sabía que esto llegaba a cansar.

Implementamos descansos a ratos en donde yo volvía a peinar su pelo, pero en cada uno de ellos, jamás nos soltamos de las manos.

—Gracias, Lucky —dijo con sus labios rozando la punta de mi pene—, gracias por permitirme aprender a hacer esto contigo. Prométeme que no será la única vez, que nos volveremos a ver, ¡que no te vas a olvidar de mí! ¡Por favor —sacudió varias veces nuestras manos implorando mi consentimiento— tienes que prometérmelo!

Me encantaba lo que hacía, porque me estaba deseando de verdad, pero a la vez, unas cuantas palabras suyas taladraban el interior de mi corazón.

—Shhh —le dije, apretando una sola vez su mano, aceptando así su súplica. Nos volveremos a ver, mamá.

—¿Te confieso algo cariño? Cuando hablamos por primera vez, tenía mis dudas. Sí, parecías ser un hombre inteligente, respetuoso, bien educado y, además, claro, tenías el pene más bonito que había visto jamás. Pero también… amo a mi familia ¿sabes? Cuántos hombres antes intentaron acercarse a mí, en la oficina, en la iglesia, en restaurantes o en la calle mientras me encontraba sola. Pero a ninguno de ellos, ni una sola vez, di cabida, porque siempre tuve a mi familia por delante. Pero contigo…., no lo sé, hubo algo, una chispa, una corazonada que me dijo que iba a ser diferente, que me sacarías de la rutina, que me harías disfrutar de verdad…, que iba a valer la pena. Y podrás estarte preguntando, ¿dónde quedó mi familia ahora? Verás…

La mano que había mantenido en mi pene se liberó y fue a buscar su cabello.

—Los sigo amando, con locura, a los dos, eso jamás dejaré de hacerlo y creo que tú lo puedes entender. Pero el hecho de haberlos tenido como mi máxima prioridad, me drenaba las energías. Por eso por fin decidí, ¡por fin me atreví, y todo gracias a tí!, a ponerme a mí misma como mi más alta prioridad.

Inclinó la cabeza, tomó todo su cabello juntándolo en un único y gran mechón, y comenzó a sacudirlo.

—Así que ahora, necesito olvidarme un rato de mi esposo, y de mi hijo, que ya bien estresada me tiene el chamaco, y centrarme en hacerme feliz a mí…, y bueno, también a ti…

Sonrío, la última sonrisa que vería de ella el resto de la noche. Levantó mi mano, de la que me tenía agarrado, y se la llevó a la cabeza. Entonces entendí que aquel mechón que sublimemente se estaba sacudiendo era para mí. En eso, cogió coraje, se infló de valor y sacó a flote su lado más adulto y responsable:

—Así que, si me lo permites, quiero que en este preciso momento dejes de jugar y me trates como la puta que todos los días me dices que soy.

No supe qué me pasó a continuación, si se debió a mi nuevo grado de confianza hacia ella, a lo bien que todo se estaba acomodando, a sus actos tan ingenuos e inexpertos que lo último que dijo terminó por exiliar, a mi perpetua virginidad o a su eterna feminidad antes oculta detrás de nuestro firme parentesco, pero dejé de ser yo. Porque entonces dejó de existir en mi vida cosa más morbosa que hacer de mi madre mi puta.

Con la máxima fuerza de mis manos, recogí su mechón alborotado y me puse de pie en el suelo. Mis venas resaltaban, mis músculos y mis articulaciones, desde las dorsales de mis manos hasta mis hombros, se tensaban y hacían levantar mi piel. A mi cuerpo lo envolvía un coraje, una furia extrema hacia ella o, quizá, hacia todas las mujeres en general. O a lo mejor nada más era mi esencia reprimida de hombre. De cualquier forma, quería someter al mundo entero por haberme dejado tan solo, tan abandonado, mas, la única persona que tenía delante era mi madre.

Los dedos de sus manos se enterraban en mi abdomen, estrujaban y hacían daño, pero yo no sentía nada. Desde mi vista periférica, sus senos, como sus pendientes dorados, se columpiaban de un lado a otro sin ritmo ni cuidado; sus hombros se sacudían y buscaban safar su cuerpo; sus piernas, ahí tiradas el suelo, se extendían y flexionaban una en alternancia con la otra. Pero el centro de mi atención se lo llevaban los surcos desorientados de su cabello. Infinitas veces había visto ya su cabeza desde este ángulo cenital, lo recuerdo perfectamente: cuando se sentaba a la mesa del comedor, cuando se agachaba para meter la ropa a la lavadora, cuando limpiaba una mancha en mi pantalón de uniforme, cuando me convencía de ir a la iglesia y entonces se ponía a rezar a mi lado mientras yo hacía nada… Pero nunca imaginé, ni por asomo, que alguna vez la iba a mirar así, como ahora, adherida a mi cuerpo: chupándome la polla.

—¡Aaag! —lograba escuchar a lo lejos.

Sus manos se abrían y hacían palmas para golpear mis costillas y mi pecho, y amenazaban con alcanzar también mi cara. Pero yo me encontraba en mi mundo, consiguiendo que se pudiera aquello que no se había podido, pues tenía ya una cuarta parte de mi pene dentro de su boca.

—¡¿Querías que te tratara como una puta, no?! —me escuché decir— ¡¿Eso querías?! ¡¿Entonces por qué intentas escapar ahora?!

Sus labios se estiraban desmesuradamente, como si fueran reventar, y su rostro debido a ello degeneraba en una mueca grotescamente tétrica. Avanzábamos muy lento, ella luchaba mientras yo me enterraba más.

—¡¡¡Ooog!!!

Y también escuchaba sus golpes contra mi cuerpo. Pero mis manos en ningún momento se detuvieron, hasta que así llegamos a la mitad. Entonces elevó su rostro para revelármelo, quizá siendo este el último recurso del que disponía para implorar misericordia. Había arrugas en sus mejillas, venas sobre su frente y lágrimas bajo su antifaz. Su rostro se había teñido de rojo y estaba pasando al morado. No sabía de dónde me salía la fuerza, pero lo que sí sabía era que no me quedaba mucho tiempo. Así que planté bien mis pies en el suelo, cogí una gran bocanada de aire, volví a juntar su cabello y tiré de él con mi máximo poder.

—¡¡¡Ggg!!!

Su saliva iba empapándome, sus gritos ensordeciéndome, sus uñas desgarrando la piel de mi torso. Cada vez me costaba más, pero en última instancia seguíamos avanzando. Hasta que me encontré completamente dentro.

Ella ya perdía las energías, como yo. Mis piernas comenzaron a vacilar, me faltaba el equilibrio, me iba a caer en cualquier momento, así que volví a sentarme en la cama para recibir ahí la inconmensurable dosis de placer que se me encontraba próxima y que me había ganado con mi trabajo duro. Me llegó la primera rafaga de felicidad, corriendo desde mi tórax hasta mi pelvis. Me sentía el rey del universo, pero como todo nuevo adicto, busqué desesperadamente la forma de incrementar mi placer, y la encontré. Cerré una de mis manos para formar un puño y comencé a golpear, como martillo y con las últimas fuerzas que me quedaban, la nuca de mamá.

De alguna manera cada uno de mis golpes me llevaba más adentro. Aunque pronto sus brazos comenzaron a descender, y ya no hacía nada para intentar zafarse de mí.

Regresé.

Regresé del abismo en el que me había precipitado y lancé de inmediato su rostro al aire. Su cabeza entonces pegó un estrepitoso golpe contra la madera del suelo y de ahí… silencio absoluto. Mi vista se nubló y de mis ojos comenzaron a caer lágrimas. Por un instante imaginé lo peor: la había matado. Casi vi mi vida pasar ante mí. Pero no, todavía se movía. Salí corriendo en su rescate y la ayudé a levantarse. Ahí sosteniéndola de los hombros, quise preguntarle: «¡¿mamá, te encuentras bien?!», pero ahora ya no me salían las palabras. No tardó en recuperar el aliento a base de infaustas inhalaciones que iban regresando todo el semen que no se había podido tragar, y luego, recuperó su color natural. De pronto, las comisuras de sus labios se levantaron para formar arcos. El antifaz todavía le cubría los ojos.

—Lucky —comenzó a decir con una voz que le salía líquida, rasposa, desgarradora—, me acabas de hacer vivir la mejor experiencia de mi vida.

Esta historia continuará...

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