Desperté sobre la cama sin saber cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Continuaba desnudo y mis manos estaban atadas con cinta aislante al cabecero metálico. El dolor en las muñecas no era nada, comparado al que me ardía entre las piernas tras las dos patadas con que Sabrina casi me había reventado los huevos. Miré a mi alrededor: me encontraba en el cuarto de mi tía —el que utiliza mientras está de visita en nuestra casa.
—Al fin de vuelta, perezoso.
Giré la cabeza y la vi entrar por la puerta. Continuaba desnuda, pero su actitud había cambiado. Se la notaba calmada. Su voz ya no sonaba alterada, ni ofendida o furiosa. Denotaba un frío control de la situación que hizo que me encogiera de temor.
—Tía, de verdad que lo siento. Te lo juro. No sé qué me paso…
—No te molestes —me interrumpió—. Yo sí lo sé. Eres un cerdo. Un violador. Hasta ahora lo habías ocultado, pero hoy me has mostrado tu verdadero rostro.
—Tienes razón, tía —procuré sonar compungido y arrepentido—. Es cierto. Lo soy. Por favor, suéltame y lo hablamos.
—El tiempo de hablar pasó, sobrino —su voz sonó glacial—. Ahora toca pagar por tus actos. Y que aprendas la lección. No podemos permitir que vuelvas a hacer algo así. Ni a mí ni a ninguna otra mujer.
—No, tía. Lo comprendo, en serio. Soy consciente de lo que he hecho. No volverá a pasar.
—Oh, de eso estoy segura —dijo, con sorna despectiva—. Cuando acabe contigo no volverás a meter ese ridículo colgajo en ninguna mujer.
—¿Qué… qué vas a hacerme? —empezaba a estar acojonado de verdad.
—Tan sólo lo que tú deseas —se aproximó y subió a la cama, en pie, mirándome desde arriba—. Quieres follarme, ¿no? Por eso me vigilas con la cámara de mi ordenador.
Dirigió su mirada al portátil. No supe qué decir, pero mi gesto me delató. La luz roja indicó que la cámara estaba grabando.
—Definitivamente, eres un chico muy malo.
Colocó sus pies a ambos lados de mis caderas, de modo que su coño quedó en la vertical sobre mis pelotas. Mi polla no podía estar en ese momento más encogida a causa del miedo
—¡Venga, fóllame!
Gritó, dejándose caer de golpe sobre mí. Su portentoso culo impactó contra mis huevos con toda la fuerza del peso de su cuerpo. Pese a que el colchón amortiguó en parte el choque, el dolor —de nuevo— en mis pelotas me hizo aullar.
—¡¡Aaah!!
—¿Qué ocurre, sobrino? —preguntó con sorna— ¿No te gusta que te monte?
Se elevó de cuclillas y volvió a dejarse caer, aplastándome la polla contra mi abdomen y los huevos contra los muslos. Grité de nuevo.
—¡No, tía, por favor! ¡Para!
—¿Qué pasa? ¿No te gustan mis caricias? Venga, pórtate como un hombre. No me lloriquees.
Volvió a golpearme, desplomándose una y otra vez contra mis genitales. Y con cada embestida su furia se transformaba en lujuria. Era evidente que disfrutaba: aquello le estaba excitando de verás. Para mi sorpresa, la verga empezó a endurecérseme; lo que provocaba que cada golpe resultara más doloroso que cuando estaba flácida.
—Sí, esto te gusta, ¿verdad sobrino? Eres un auténtico cerdo. Un asqueroso vicioso. Lo mejor que puedo hacer por ti, y por todas las mujeres, es dejarte sin este patético miembro.
Detuvo por fin su tortura, se levantó de encima de mí y se aproximó a la mesita de noche. Mientras buscaba dentro del cajón, inclinada, su culo desnudo se balanceaba a escasos centímetros de mi cara. Entre sus piernas podía distinguir el brillo del flujo que emergía de su vagina, deslizándose por el interior de los muslos. ¡Estaba realmente cachonda! Ello no hacía más que azuzar mi propia excitación: pese al dolor en mis pelotas y mi polla, lucía una erección plena. El terror que esa enfebrecida mujer me provocaba se teñía de una incontenible pulsión sexual. Deseaba tanto que siguiera torturándome como antes había anhelado follármela. Aquella situación pulsaba en mi interior una oscura y desviada concupiscencia.
Cuando se giró, mi tía enarbolaba en su mano un enorme consolador color marrón oscuro, casi negro, asemejando el amenazante pollón de un mandingo africano. Aquella cosa superaba los 25 centímetros de longitud; por no hablar de su diámetro, cual grueso tronco de árbol. Con su otra mano sujetaba un arnés, de esos que se ajustan en las caderas para sostener un dildo. Sus intenciones resultaban más que evidentes.
—¿Qué vas a hacer, tía? —pregunté estúpidamente.
—Voy a comprobar lo hombre que eres, ahora de verdad. Lo anterior ha sido sólo un calentamiento. Matías, «mí» Matías, si era un hombre. El más hombre que he conocido. Me hacía gozar en la cama como ningún otro lo ha conseguido. No existía deseo mío que no estuviese dispuesto a satisfacer. Y siempre lo lograba. No he conocido amante igual.
Mientras hablaba del exnovio con el que recientemente había roto, se ajustó el arnés de reluciente cuero negro, con el cinturón alrededor de la cintura y sendas correas comprimiendo sus torneados muslos. El instrumento dejaba a la vista tanto su rizoso pubis y el goteante coño, como la raja del culo. Se desplazó alrededor de la cama mientras cerraba las hebillas, creo que para que yo la admirara en su plenitud. Mi secuestradora cada vez me resultaba más excitante.
—Entre las cosas que hacíamos —continuó, con el consolador colgando entre sus piernas hasta la altura de las rodillas—, me gustaba penetrarlo con este juguetito. Él disfrutaba como un enano y yo gozaba como una loca. Matías era capaz de introducírselo entero en su culo, hasta que mi coño rozaba sus nalgas.
—Tía —supliqué—, no sé yo si podré…
Como única respuesta, Sabrina regresó a la mesita y esta vez extrajo unas tijeras del cajón, que enarboló amenazante mientras se aproximaba a mi entrepierna. Yo cerré los muslos en un pobre intento de protegerme, pero mi polla permaneció erguida como un mástil de bandera.
—¿Qué… qué vas a hacer? —esta vez estaba de verdad aterrorizado.
—No te preocupes por esto —mostró burlona las tijeras—… de momento.
Las arrojó sobre la cama, a mi lado, se situó ante mí y me abrió las piernas. Yo intenté impedírselo.
—¡No, tía! ¡Yo no soy maricón! ¡No quiero que me metas eso!
En respuesta, ella golpeó en mis pelotas con el puño. Yo me encogí, sin fuerzas para resistirme, lo que aprovechó para separarme los muslos, situarse entre ellos e introducir la punta del consolador en mi raja. Empujó entonces con fuerza. Yo sentí un dolor desgarrador en el esfínter, seguido de una sensación de invasión, de que mis entrañas se saturaban con el grosor de un cuerpo enorme. Parecía que fuera a partirme por la mitad.
—¡No! ¡Basta, tía! ¡No puedo soportarlo!
—¡No seas nenaza! —dijo, riendo y agarrándose a mis rodillas para lograr mayor tracción.
Mientras me embestía, implacable, introduciendo cada vez más adentro el falo, sus ojos destellaban con un brillo de sádica lascivia. Cuanto más se desencajaba mi rostro por el sufrimiento, más parecía disfrutar ella. Sus movimientos se tornaron más rápidos y feroces, y yo, pese al dolor, también disfrutaba. Mi polla, dura como nunca, goteaba sin cesar líquido preseminal.
Entonces, Sabrina alargó la mano y recogió las tijeras que había depositado sobre el colchón. Yo entré en pánico cuando las acercó a mí. Sin dejar de empujar, se inclinó adelante y cortó la ligadura de una de mis muñecas, liberándola.
—Quiero que te masturbes.
La miré estupefacto.
—¡Que te la casques, joder!
Obedecí de inmediato. Me agarré la verga y comencé a pajearme al ritmo de sus embestidas. Ella me observaba, excitadísima. La situación era tan morbosa que, pese al miedo y el sufrimiento, me vine enseguida. Grité en el momento de eyacular…
—¡¡Aaah!! ¡¡¡Me corrooo!!!
¡Y Sabrina lanzó un nuevo puñetazo contra mis huevos!
—¡Toma, cabrón!
Pero el terrible dolor no logró detenerme. Nada podía: mi polla estalló como un geiser, escupiendo chorros de semen sin parar. Al tiempo que Sabrina golpeaba una y otra vez mis pobres pelotas.
—¡Eso es! ¡Vamos! ¡¡Córrete, cabrón!! ¡¡¡Voy a reventarte los huevos!!!
Temí que mis pobre gónadas fenecerían en ese momento, pero, pese a ello, gocé de un orgasmo largo, terrible y profundo, interminable, durante el que creí morir de sufrimiento y de placer. Cuando la tremenda eyaculación finalizó, las olas de dolor me recorrían todo el cuerpo, latiendo desde mi entrepierna hasta alcanzar la última vértebra de la espalda. Casi perdí la consciencia de nuevo.
Sabrina salió de mi interior —aliviando la fuerte presión en mi esfínter—, montó sobre mi cuerpo agotado y sin fuerzas, y plantó su coño en mi cara, a través del hueco que dejaba el arnés en su entrepierna.
—¡Cómemelo! ¡¡Cómeme el coño, cerdo!!
Yo, pese a la extenuación que me invadía, física y mental, obedecí. Abrí la boca y acogí su tierna y empapada carne entre mis labios. Sus jugos empaparon el interior de mi boca. Chupé toda la raja, busqué con la lengua el botón de su clítoris, erguido y vibrante, y se lo lamí con tanta habilidad y dedicación como fui capaz de reunir en mi situación.
—¡Así, vamos, así! ¡No pares! ¡Sigue, sigue!
Ella balanceaba sus caderas, restregando su vulva por toda mi cara, lo que provocaba que el enorme consolador oscilara sobre mi cabeza como una amenaza. Estaba tan excitada que no tardó en desbordarse.
—¡Ah! ¡Síii! ¡¡Me corro!! ¡¡¡Me corrooo, joderrr!!!
Cabalgó sobre mi cabeza con tal furia que pensé que me tronzaría el cuello. Cuando su orgasmo culminó, permaneció un rato sentada sobre mi cara, respirando agitada y empapándome con sus fluidos vaginales. Calmada al fin, descendió de la cama, me observó con una mirada en la que la excitación sexual que permanecía se mezclaba con un evidente desprecio y cogió de nuevo las tijeras. Yo, indefenso y agotado, me temí lo peor. Sin embargo, ella, con gesto brusco, las dejó caer al alcance de mi mano.
—Termina de desatarte y sal de mi habitación —me ordenó, autoritaria.
Eso ocurrió ayer. Desde entonces apenas me he movido de mi cama, aplicando constantemente frío a mis hinchados y enrojecidos testículos; y tomando analgésicos para paliar el dolor, tanto de mis genitales como de mi pobre culo. Y mi sobreexcitada cabeza dándole vueltas a lo sucedido: pese al sufrimiento, mi polla no hace más que ponerse dura una y otra vez. No he vuelto a ver a Sabrina en todo el día, aunque de vez en cuando la oigo por la casa. Y tampoco me atrevo a asomar: no sé si deseo que me folle de nuevo o quiero salir huyendo lejos de ella. Tan solo realizó fugaces visitas al baño. Como ahora. Cuando regreso por el pasillo tras otra dolorosa meada, oigo su voz pronunciando mi nombre desde su habitación.
—¿Leo?
Yo me detengo en silencio, rezando para que me permita regresar a salvo a mi cuarto, pero insiste.
—Leo, ven, acércate —su voz denota ahora una autoridad de la que carecía hasta ayer.
Obedezco y me asomo a su puerta. La encuentro recostada sobre la cama, en bragas y sujetador negros, semitransparentes. Su mirada destila sensualidad. A mis ojos se aparece como una diosa del sexo. Su portátil reproduce la grabación de nuestra sesión de ayer. Y en una mano sostiene una pala de madera, de las que se usan para dar azotes, con la que se golpea con suavidad la palma de la otra mano: «Plas, plas, plas».
—Entra, sobrino. Y cierra la puerta.
La obedezco de nuevo, tan excitado como temeroso de que esta vez mis huevos no sobrevivan.