Cuando era jovencita y me preguntaban si me gustaban los niños siempre respondía que sí, pero solo los que tenían los demás. En aquella época ya tenía claras muchas cosas con las que luego, por un motivo u otro, no puede ser consecuente. Tener una vocación y apostar por ella me dio muchas alegrías, aunque también pudo acarrearme el disgusto más grande de mi vida.
Tener un hermano ocho años más pequeño que yo fue decisivo para convencerme de que nunca tendría hijos. Lo adoraba, pero en aquellos años de la adolescencia, cuando comenzaba a salir con mis amigas e incluso con chicos, siempre lo tenía detrás de mí pidiéndome que le contara un cuento o que lo llevara a jugar al parque. Yo me creía ya muy mayor para tener que hacer esas cosas.
Pero, por contradictorio que parezca, los niños me encantaban. Siempre tuve claro que quería dedicarme a la enseñanza, estar rodeada de jóvenes con ansias de aprender, aunque supiera que no todos eran así. Mis padres me suplicaron que estudiara algo con más posibilidades de ascenso y dinero, pero yo estaba convencida de que tener una vocación era más importante que cualquier sueldo.
Estando tan convencida, al cumplir los dieciocho años y con el bachillerato ya aprobado, me matriculé en magisterio, aunque la nota me llegó por los pelos. Una de las cosas que más me atrajo de esa carrera fue que las estudiantes eran casi todas chicas. Hasta ese momento no me había ido demasiado bien en el instituto con los muchachos, así que prefería no volver a mezclar los estudios y las relaciones.
Fueron los tres años más tranquilos de mi vida. Me gustó la carrera, hice buenas amigas y durante ese tiempo me convencí de que quería especializarme en historia, algo que nunca se me había pasado por la cabeza. Lo mejor de todo fue salir a ligar, conocer chicos y no tener que verlos luego a diario en clase. En aquel momento el amor no me interesaba demasiado, solo divertirme como cualquier joven.
Después de aquello llegó lo complicado. Comencé a hacer prácticas en un colegio, con niños muy pequeños, lo que me confirmó que había hecho bien en querer especializarme en una materia para estudiantes de más edad. Estudiar historia mientras estaba rodeada de críos por la mañana se convirtió en una auténtica carrera de obstáculos, ya que siempre había alguno enfermo, dispuesto a pegarme sus virus.
El estrés que llevé encima durante aquellos meses no pasó desapercibido para nadie, ni siquiera para mis nuevos compañeros de universidad. A pesar de que no hice tantas amistades como en magisterio, comenzaba a llevarme bien con algunas personas. Y, en esa ocasión, también incluía a los chicos. Especialmente a uno.
- Fiona, te veo muy nerviosa.
- Vengo corriendo del colegio, ni siquiera he tenido tiempo para comer.
- Vamos a la cafetería.
- Te lo agradezco, Vicen, pero no puedo saltarme a ninguna clase.
- Escúchame, no va a pasar nada por una a la que no vayas.
- No sé qué decirte.
- Está claro que necesitas desahogarte con alguien.
A partir de aquel momento, Vicen pasó de ser el chico guapo de la facultad, al que no quería acercarme por miedo a que ocurriera algo entre nosotros, a convertirse en algo mucho más que un amigo. Sentía que podía confiar en él, que se preocupaba por mí, cosa que nunca me había pasado con ningún chico. Quizás era el momento de pensar en algo parecido al amor.
Entre las prácticas y la carrera apenas tenía tiempo para él, pero conseguía sacarlo de donde hiciera falta. Casi sin darme cuenta, la relación se fue afianzando. Cada vez quería pasar más tiempo con él, así que en cuanto los dos terminamos nuestros respectivos estudios y encontramos trabajo, decidimos irnos a vivir juntos.
Estar especializada en Historia hizo que pudiera alejarme de esos niños de infantil que tanto me gustaban, pero con los que se hacía tan complicado trabajar. Empecé como maestra de secundaria, lidiando con adolescentes y sus hormonas revolucionadas. En ocasiones tenía conflictos que jamás provocarían los más pequeños, pero, por lo general, el día a día era mucho más tranquilo.
Con mi sueldo y el de Vicen nos daba para pensar en grandes cosas, en dar un paso más en nuestra relación. El problema era que para mí ese avance consistía en una casa más grande o, si él hubiese insistido, en matrimonio. Pero lo que mi novio tenía en mente era ampliar la familia, eso que yo siempre había negado que pudiera ocurrir.
- Eres profesora, te tienen que gustar los niños.
- Te lo he dicho siempre, Vicen, me encantan, pero solo verlos.
- Una niña pequeñita que se parezca a ti.
- No me hables de niños, mis alumnas están todas salidas.
- ¿Qué esperas? Es la edad.
- Quizás dentro de unos años, es todo lo que te puedo decir.
En seguida comprendí lo mala idea que era mezclar el alcohol y el sexo con las ganas de mi chico de ser padre. Vicen era un gran follador, eso era innegable. Por lo general, siempre estaba dispuesta a acostarme con él, pero cuando bebíamos mis ganas se intensificaban. En una de esas ocasiones, aprovechó para no utilizar preservativo y me dejó embarazada.
Al principio no se me pasaba por la cabeza nada que no fuese abortar, pero dejé que poco a poco me fuese convenciendo. La idea de ser madre me seguía pareciendo horrible, aunque él insistiera en que, si teníamos que llegar a serlo, era mejor quitárnoslo cuanto antes y seguir con nuestras respectivas carreras. Estaba acostumbrada a llevarlo siempre a mi terreno, hasta que se metieron también mis padres y mi hermano.
Entre todos consiguieron que fuese aplazando la idea de interrumpir el embarazo hasta que ya fue demasiado tarde. Como ya no había marcha atrás, me comencé a ilusionar con la idea de tener una niña. Pero estaba claro que nada me podía salir bien y pocos meses después me confirmaron que lo que estaba esperando era un niño.
- La verdad es que yo siempre preferí un niño.
- Eso es porque no ves en lo que se convierten al cumplir los catorce o quince años.
- Nuestro te tendrá a ti como ejemplo, la mejor profesora.
- Ahora no me hagas la pelota.
- Te lo digo en serio, Fiona.
- ¿Y cómo lo vamos a llamar?
- A mí me gusta Gabriel.
- Sí, claro, como tu padre.
- Podríamos llamarle Biel.
- Eso ya no está tan mal.
En cuanto decidimos el nombre me di cuenta de que aquello iba en serio, que realmente íbamos a tener un bebé. El embarazo me agobiaba por muchos motivos, siendo el principal de ellos dinero. Nada hacía pensar que fuésemos a pasar apuros económicos, pero tenía la sensación de que con los gastos que genera un hijo, ya no podríamos vivir tan bien.
Como consecuencia de esa preocupación, comencé a pensar en forma de ganar más dinero. Mi trabajo me dejaba poco tiempo libre, y menos iba a tener en cuanto diese a luz, así que las opciones eran limitadas. Pero entonces me enteré de que la profesora de historia de bachillerato de mi instituto se iba a jubilar a final de ese curso, así que solicité su puesto. El pasar a alumnos más mayores, se vería reflejado en mi salario ligeramente.
Tuve al niño en verano. Mientras paría, sudando como no lo había hecho en mi vida y gritando de dolor, me preguntaba cómo había pasado de estar tan convencida de no querer tener hijos a convertirme en madre con veintisiete años. A esa edad, la mayoría de mis amigas y conocidas seguían viviendo tan ricamente con sus padres.
Una vez que tuve a mi hijo entre mis brazos, todo cobró sentido, aunque eso no evitó la depresión postparto. Al principio apenas quería estar con el bebé, hasta el punto de que rechacé la baja por maternidad e inicié el siguiente curso cuando Biel apenas tenía un mes. Vicen se encargó de nuestro hijo mientras yo volvía al trabajo.
Pensaba que la vuelta a las aulas me traería la tranquilidad que tanto necesitaba, pero estar rodeada de jóvenes de entre dieciséis y dieciocho años hacía que las clases fuesen de todo menos tranquilas. Aunque, por lo general, mis alumnos eran más maduros e independientes, también tenían edad suficiente para atreverse con ciertas bromas que aludían a mi físico.
Porque quizás yo no era la más indicada para decirlo, pero incluso estando recién parida me sentía físicamente muy potente. Ya notaba que mis anteriores alumnos me miraban con descaro, pero fueron estos los que se atrevieron a mencionar el tamaño de mis pechos, especialmente durante la lactancia, y el buen culo que se me marcaba bajo los tejanos.
Aunque en el fondo me halagase que chicos tan jovencitos se fijaran en mí, no se lo podía consentir. Mi deber como profesora no solo era que aprendieran lo que ponía en los libros, sino formarlos como personas, y eso no incluía prohibir los comentarios machistas. Quitando eso, me sentía mejor en el instituto que en mi propia casa.
Los primeros años fueron bastante complicados. No solo me costaba adaptarme a papel de madre, sino que no podía evitar sentir cierto resentimiento hacia Vicen por haberme obligado a tener al niño. Eso no quería decir que no quisiese a mi hijo, pero no estaba preparada para un cambio tan grande en mi vida coma y mucho menos para la sensación de haber dejado que me llevaron por ese camino que siempre negué.
Con el paso de los años me fui acostumbrando a todo: a los comentarios de mis alumnos, a ser la madre de un muchacho maravilloso y a estar con Vicen. Me negué a casarme con él como venganza por el embarazo, aunque también era cierto que ya no quedaba demasiado de aquel hombre que me cautivó. Cada vez lo veía menos maduro y atractivo.
Biel, que por entonces estaba a punto de cumplir dieciséis años, se convirtió en un muchacho serio y responsable, a veces incluso demasiado. Se tomó muy en serio lo de seguir nuestros pasos y estaba todo el día devorando libros de historia. Llegó un momento en que tenía dudas sobre si era más adulto él o su padre. Aun así, no me quedaba más remedio que ponerme de acuerdo con Vicen para los asuntos importantes.
- Biel empieza el bachillerato en unos meses.
- Sí, mi amor, qué rápido pasa el tiempo.
- Quiero decir que tenemos que tomar una decisión.
- No te entiendo.
- Si sigue en el mismo instituto, me tocará ser su tutora.
- Pues mejor, mucho más cómodo.
- No creo que eso nos resulte cómodo a ninguno de los dos.
- ¿Crees que sus amigos se meterán con él?
- Despierta, Vicen, nuestro hijo no tiene amigos.
No sabía si era por decisión propia o si simplemente la personalidad de mi hijo no atraía a los muchachos de su edad, pero la cuestión era que Biel estaba siempre solo. Jamás había traído amigos a casa y por el instituto rara vez se le veía acompañado. Hablé muchas veces con él al respecto, aunque no parecía importarle demasiado ese asunto.
Como ya me pasara con el tema del embarazo, retrasar la decisión provocó que ya no hubiera tiempo para cambiarlo de instituto, así que me tocaría ser su tutora. No iba a haber conflicto con el asunto de las notas, ya que en historia él iba sobrado, pero me preocupaba que pudieran acusarlo de favoritismo. Me propuse tratarlo como uno más, aunque sabía que no iba a ser nada sencillo.
Otro tema que me preocupaba respecto a ser profesora de mi hijo era lo de los comentarios fuera de tono que seguía recibiendo. A pesar de que para entonces ya tenía cuarenta y tres años, me conservaba suficientemente bien para que, de vez en cuando, algún alumno volviera a hacer referencia a alguna de mis partes íntimas. No quería que Biel tuviera que escuchar eso.
No quería ni imaginarme lo que tendría que suponer para él que sus compañeros hablaran, por ejemplo, de las tetas de su madre en público. Lo que nadie sabía, es que con los años yo había llegado a aceptar, incluso a desear, ese tipo de comentarios. De alguna manera, los piropos de mis alumnos más descarados compensaban las carencias que tenía en casa con Vicen.
El inicio del nuevo curso trajo una novedad para Biel, una mucho mayor que el hecho de que yo fuese su profesora de historia y tutora. De entre los nuevos alumnos que solían llegar cada año a bachillerato, mi hijo se fue a hacer amigo de un muchacho llamado Darío. Al principio me hizo mucha ilusión verlo con alguien, aunque enseguida me di cuenta de la clase de chaval que se trataba.
- ¿Alguien puede decirme cuándo terminó la segunda guerra mundial?
- Cuando te hice sexo anal.
- Darío, vete fuera de clase.
- No, por favor, era solo una pequeña broma.
- Está bien, pero a la próxima te quedas sin recreo.
- Pues me enseñas las tetas y yo te las veo.
- Muy bien, dile a tus padres que quiero hablar mañana con ellos.
- No te lo tomes así, no es mi culpa que sigas estando tan buena a tu edad.
Toda la clase se reía, menos Biel. Aunque hubiesen llegado a gustarme ese tipo de comentarios, no quería que mi hijo se juntara con alguien así. Pensaba que haber tratado de humillarme delante de toda la clase haría que rompiese su amistad, pero me sorprendió ver que aquello no cambió la buena relación que tenían los dos.
Hablar con los padres de Darío no sirvió de nada. El joven encontraba siempre la forma de hacer una rima picante con todo lo que yo decía en clase. Cada vez elevaba más su apuesta y sus réplicas eran más fuertes, pero aun así no había manera de que mi hijo se separara de su lado. Podía llegar a comprender que para él no era sencillo desprenderse del único amigo que había tenido.
Cada vez que ese maleducado hacía referencia a alguna de las partes de mi cuerpo, en mi cabeza se acumulaban las contradicciones. Me sentaba bien que alguien reconociera que mi físico seguía siendo atractivo, ya que Vicen no lo hacía, pero no podía permitir que lo hiciera en clase. Confusa por el pasotismo de mi hijo, decidí hablar con él de ese tema.
- Biel, quiero hablar contigo.
- ¿Como madre o como profesora?
- En este caso no creo que pueda separar una faceta de la otra.
- Pues tú dirás.
- ¿No piensas que Darío es una mala influencia para ti?
- No, no lo pienso.
- Ya has visto el tipo de comentarios que me dedica.
- He hablado con él de eso, son solo bromas.
- De muy mal gusto.
- Puede ser, pero a mí me hace gracia.
- Nunca he visto que te rías cuando las hace.
- Que me resulte gracioso no quiere decir que me vaya a saltar las normas.
- Solo digo que...
- Hablando de Darío, ¿puede venir mañana a casa?
- ¿Para qué?
- Dice que quiere ver mis libros de historia.
- Está bien, a ver si así se le pega algo.
Lo último que me apetecía era tener a ese niñato en casa, pero visto que no había manera de que Biel renegara de él, lo único que podía hacer era esperar que se le pegara un poco de la pasión de mi hijo por la asignatura que yo impartía. En clase estaba obligada a cumplir con ciertas reglas, pero si se sobrepasaba en mi propio hogar sabría cómo responderle.
La visita de Darío me trajo cierto nerviosismo, aunque todo empezó bastante bien. El joven se mostró educado desde el principio y pasó a la habitación de ni hijo. Yo me encerré en la mía para corregir exámenes, sorprendida por el silencio que reinaba en la casa. Todavía quedaban un par de horas para que Vicen volviera del trabajo, así que podía adelantar faena sin problema.
Al cabo de una hora escuché un portazo que provenía del cuarto de Biel y pensé que el invitado ya se iba. Aunque se hubiese comportado bien, era un alivio quitármelo de encima. Pero al cabo de unos segundos, cuando la puerta de mi habitación se abrió, me di cuenta de que el muchacho no se había ido todavía, sino que lo tenía plantado ante mí.
- ¿Qué haces aquí, Darío?
- Estaba buscando el cuarto de baño.
- Al final del pasillo.
- Qué fresquita te pones para corregir los exámenes, ¿no?
- ¿Cómo dices?
- Que me gusta esa camiseta tan escotada, deja poco a la imaginación.
- ¿A ti no te ha enseñado nadie educación?
- Bueno, teniendo en cuenta que eres tú la profesora...
- Pues voy a aprovechar para decirte que no me gustan nada tus comentarios.
- No nos escucha a nadie, no es necesario que mientas.
- ¿Crees que me halaga tu falta de modales?
- Pones la misma cara que mi hermana cuando su novio la piropea.
- ¿Y no crees que es cara de desaprobación?
- No, porque acto seguido se les escucha follar desde su habitación.
- ¡Por dios!
- No digo que sea lo que tú también buscas, pero...
- ¿En serio crees que me acostaría contigo?
- Según Biel, con quien seguro que no lo haces es con tu marido.
- Me parece que voy a tener unas palabras con mi hijo.
- Yo también, le voy a pedir que me llame papá.
- Qué tonterías dices.
- Te has reído, Fiona.
- Ni de coña.
- Ya lo creo que sí, parece que en el fondo no te caigo tan mal.
- Me sacas de quicio.
- No mientas, antes has dicho que si no me habían enseñado no sé qué.
- Sí, educación, y como veo que nadie lo ha hecho, lo voy a tener que hacer yo.
- Tampoco me han enseñado nunca las tetas, también podrías hacerlo tú.
Aunque nunca se lo confesara, cada vez me estaba gustando más ese chico. Me encantaba lo rápido que era en las réplicas, que siempre tuviese una respuesta para todo lo que yo le decía. Debía reconocer que lo que tenía de mal encarado también lo tenía de guapo. No podía evitar sentir un cosquilleo por el cuerpo al ver que no me quitaba los ojos del escote.
Instintivamente, miré el reloj para comprobar de cuánto tiempo dispondría en el caso de que me volviese loca y le pidiera que se acercara a mí. Aún quedaba bastante para que Vicen volviera del trabajo. El único inconveniente era que mi hijo seguía en casa, pero eso tenía solución. Casi sin pensarlo, fui a la habitación de Biel y le pedí que fuese a hacer unas compras. Cuando me preguntó por su amigo, le dije que se había tenido que ir.
La cara de Darío mientras veía como hacía de todo para dejarnos a los dos a solas en casa era un poema. Su sonrisa pícara cada vez me excitaba más. Quizás ese siempre debió de ser mi destino, soltera, sin niños y, como siempre dije, disfrutando de los hijos de las demás. En cuanto Biel salió por la puerta, volví a mi habitación. Allí me encontré a su rebelde amigo desnudo de cintura para arriba.
- ¿Por qué te has quitado la camiseta?
- Para impresionarte.
- No es que estés precisamente muy musculado.
- Bueno, pero es que...
- Cállate y observa, porque esto sí que impresiona.
Me quité la camiseta y a Darío casi se le salen los ojos de las cuencas al verme las tetas. Después le pedí que se acercara y cogí una de sus manos para colocarla sobre mi busto. Todo su descaro y chulería se redujeron a nervios en el momento en que su piel entró en contacto con la mía. Aunque mis ganas de follármelo ya eran imparables, disfruté viéndolo así de avergonzado.
Con la intención de llevarlo al límite, dejé la sutileza a un lado y le metí la mano directamente bajo el pantalón. Darío dio un respingo cuando le cogí la polla, dura como una piedra. Se estaba dejando llevar, aunque yo sabía que ni siquiera esa timidez lo iba a frenar eternamente. Cuando finalmente le bajé los pantalones, el muchacho fue directo a clavármela en la boca, pero le dejé claro que el placer, al igual que los aprobados, debía de ganárselo.
Únicamente con los pechos al aire, me tumbé en la cama y le pedí que me complaciera. Darío pareció entender lo que quería decirle y se acercó lentamente hacia mí para comenzar a bajarme los pantalones con mucho cuidado. Vi la excitación más extrema en su rostro mientras me contemplaba allí estirada, únicamente con un tanguita puesto. Aunque no me iba a durar demasiado.
Le pedí que me lo quitara con la boca. Sin pensárselo demasiado el joven clavó los dientes en la goma y comenzó a bajarlo como buenamente pudo. Yo notaba que me estaba humedeciendo cada vez más, como hacía años que no me sentía. Cuando la prenda íntima iba ya por las rodillas le di permiso para dejarlo y que fuese directo al grano.
Se lanzó casi de cabeza a mi entrepierna. Aferrado a mis muslos me lamió el sexo con desespero. Tanta energía me puso a mil, aunque era cierto que no era demasiado habilidoso, cosa lógica teniendo en cuenta su falta tanto de edad como de experiencia. Aun así, su lengua recorrió toda mi zona, queriendo explorar cada rincón de mi anatomía femenina.
Tuve que guiarle para que encontrara el clítoris, pero a partir de ese momento fue un sinfín de placer hasta llegar al deseado orgasmo. Me agarré con fuerza a su pelo y le pedí que siguiera chupando sin descanso. Darío movía la lengua a toda velocidad por donde yo le iba indicando, haciendo que me temblaran las piernas a causa de la cantidad de tiempo que llevaba sin sentirme así. Una última y potente succión y me corrí en la boca del único amigo de mi hijo.
- ¿Lo he hecho bien?
- Muchísimo mejor que el examen, te lo aseguro.
- Pues ahora te toca mamar a ti. O si quieres te la meto.
- Calma, muchacho... si quieres placer te lo vas a tener que ganar.
- ¿Más?
- En la cama no, en clase.
- No te entiendo.
- Que si mejora tu comportamiento en el aula y te guardas los comentarios obscenos para la intimidad, prometo ponerte un excelente en sexo.
Continuará...