No volveré a contarles todo lo que ocurrió en la reunión con don Alberto, el director del colegio donde estudia mi hija. (Leer “Mala madre”). Aquel azaroso día intenté convencerle de que cambiase de clase al chico que estaba tratando de seducir a mi hija. No obstante, acabé teniendo sexo con él sin saber exactamente por qué, aunque albergaba la esperanza de que ello hubiera servido para ayudar a mí hija.
Los días siguientes le pregunté sutilmente a mi hija si se habían producido cambios en clase.
— ¿Hay alguna compañera nueva? —le pregunté.
— Que va, todo igual
— ¿No han cambiado a nadie de clase?
— No, mamá. ¿Por qué lo dices? —inquirió con extrañeza.
— Nada, hija. Cosas mías.
No quería que Leire se diese cuenta de que me preocupaba que un gamberro dos años mayor que ella la pretendiese. Ella era aún muy joven y Carlos, el hijo del director, quería aprovecharse de su ingenuidad para disfrutar de su ya apetecible cuerpo de mujer imberbe, pero completamente formada.
Marta regresó un instante a su juventud, a sus tentativas cada vez más espaciadas de lograr el amor duradero, un amor hogareño, de tresillo y pantuflas, y que sin embargo conducían todas a desenlaces adversos. Decepcionada y harta de varones, se decía: Muchacha, no te enamores más. Pero pasaban las semanas, los meses y, cuando menos lo esperaba, volvía a experimentar; ¿Dónde?; arriba, abajo, entre las piernas, un hormigueo de excitación y entusiasmo, como recaer en una adicción que ya creía superada.
Bastaban unos ojos, un semblante, un tono de voz que irrumpiesen en su vida y le arrancasen la pegajosa soledad que llevaba adherida al cuerpo a todas horas. Marta buscaba esos atributos masculinos que la colmaban de euforia y inquietudes agradables hasta que, en una de aquellas tentativas, al fin dio con el hombre que le interesaba.
Al día siguiente de hablar con mi hija, llamé por teléfono a don Alberto, pero éste me volvió a liar. Era en verdad el hombre más inteligente y persuasivo con quien había topado. Además de guapo, bien plantado y aún mejor dotado, era un cincuentón carismático, arrollador, que hablaba elevando el tono de voz, con convencimiento y don de palabra. Aquel hombre sabía distraer tu atención, confundirte, aprovecharse de tu estado de ánimo y acabar saliéndose con la suya.
Aseguró que estaba negociando con su hijo Carlos, presunto pretendiente de mi hija según él, o gamberro depravado según mi propio parecer.
Ambos teníamos parte de razón, es cierto. Pero mi deber como madre era velar por el bienestar y la felicidad de mi hija y, desde luego, aquel chulo no era el chico que más la convenía. Por mucho que don Alberto se empeñara en que no se podía luchar contra el amor y las hormonas de los adolescentes, yo no podía resignarme. Es más, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por mi niña o, al menos, quería tener el consuelo de que había hecho todo lo que estaba en mi mano.
No obstante, me turbaba sobremanera hablar con aquel macho. Con solo escuchar su voz por teléfono rememoraba todo lo ocurrido en su despacho días atrás. Se me aceleraba el pulso, me faltaba el aire y un impúdico cosquilleo se apoderaba de mi entrepierna.
El calor reinante de aquellos días tampoco ayudaba a mejorar las cosas. Sudaba, la ropa se me pegaba al cuerpo y me sentía incómoda, molesta. Era consciente del deje pueril de mi voz al hablar con él, la simpleza de mis frases, mi ineptitud para rebatir sus argumentos, y entonces se me llevaban los demonios y apunto estaba de perder los nervios.
No teníamos forma de acercar nuestras posturas, pero entonces él hizo una propuesta.
— Tiene que verlos en clase. Hace unos minutos que han empezado, venga a verlos desde la puerta de atrás discretamente. Yo lo he hecho, lo hago a diario para verificar que este centro es un lugar seguro a diferencia de otros colegios, que son verdaderas junglas. Compruébelo, por favor.
Don Alberto me animó a ir para allá, sino entonces, cualquier otro día. Afirmó que me sentiría más tranquila y mi conciencia descansaría. Hube de concederle un voto de confianza, pues al fin y al cabo debía llevar muchos años en ese cargo.
— En este colegio garantizamos que la ratio de alumnos por clase es baja, de manera que la atención está muy individualizada. Aquí no hay disrupción en las aulas, sino respeto hacia el profesor y los compañeros. Y de todos modos también estamos atentos a cualquier signo de acoso o necesidad emocional de los alumnos. No tenga duda al respecto —finalizó— Con nosotros los chicos aprenden y conviven juntos.
— Ojalá fuera así —repliqué con escepticismo— Lo que ocurre es que cuando me vean con usted se pondrán todos firmes como soldados y guardarán las formas.
— No nos verán, estarán atendiendo —contestó el director, confirmando que él me acompañaría—Además, la puerta está detrás y nadie se fijará en nosotros.
— Pero seguro que la profesora nos ve y se pondrá más estricta con los alumnos —rezongué con enojo imaginando que en cosa de ser cierto lo que decía, el director aprovecharía ese supuesto anonimato para manosearme.
— De acuerdo, señora Díaz. Se lo pondré fácil —dijo don Alberto a punto de perder la paciencia— Vaya usted sola. Pero obsérvelos, verá que este centro no es como usted piensa.
No estaba muy conciliadora, era cierto. Lo achaqué en parte al molesto calor. Traté de ajustarme el cuello del suéter que llevaba en ese momento y subirme las mangas. Concluí que quizá él tuviese razón. De modo que le aseguré que iría a echar un vistazo a la clase de mi hija. Pero claro, le pregunté si no le importaría adelantar unos días la tutoría que teníamos pendiente para la semana siguiente.
— Es usted muy impaciente, señora Díaz —me reprendió— Hace sólo cuatro días que estuvo aquí, recuerda. Hoy es jueves.
— Sí, claro —cómo iba a olvidar aquella deshonrosa reunión, imposible— Pero es por no tener que echar otro viaje apropósito. Si es tan amable…
— Señora Díaz, no es habitual que tenga dos tutorías durante la misma semana con la misma persona —aclaró— Pero si de verdad lo necesita, le haré un hueco en mi agenda.
“Sí, sí, en la agenda…”, pensé con malicia, barajando otras posibilidades donde don Alberto podría hacerse un hueco.
Cierto era lo que el director había dicho la última vez, que mi hija vestía de forma provocativa y yo no hacía nada al respecto. Pero es más fácil decirlo que hacerlo, máxime cuando hoy en día las chicas van todas muy ligeras de ropa porque, claro, para ellas eso es ser libre, feminista y moderna.
Asimismo, mi hija ha heredado mi exceso de pecho e incluso llega a usar algún sujetador de copa D, lo cual resulta muy ilustrativo, pues no es habitual que una chica de su edad y constitución física, más bien delgada, tenga tanto pecho.
Aquel día, por ejemplo, Leire se despidió tras el desayuno mientras yo la observaba y meditaba sobre su forma de vestir. Empezaba a calzar algo de tacón y se había puesto unos jeans ajustados que para mi gusto eran demasiado sexys para ir al colegio. En la parte superior llevaba una blusa de las que el escote se ajusta con un lazo. Lo llevaba bastante suelto y mostraba mucho más que el nacimiento de sus senos.
Puede que parte de la culpa fuera mía por dejarla ir así. Cualquier chico de su edad se volvería loco con sus tetas, no podría dejar de mirarlas, aunque desearía mucho más que eso. De modo que, antes de dejarla marchar, me sentí culpable y le rehíce un poco el lazo. Mientras se lo anudaba a fin de disimular sutilmente sus senos, sentí la firmeza incierta de unos pechos que aún no tenían su forma definitiva, que seguían en crecimiento.
Subí a mi cuarto a vestirme. Tenía que aclarar las cosas con el director del colegio. No podía permitir que ese alumno siguiera en la clase de mi hija, si fuera necesario la cambiaría de centro, pero no permitiría que se aprovechasen de ella a tan tierna edad. Lamentablemente, mi anterior visita había resultado infructuosa en parte porque don Alberto logró enredarme con un libidinoso juego, desviando el tema hacia mi forma de vestir y consiguiendo que le hiciera una espectacular mamada.
Me prometí que esa vez vestiría de forma recatada y decente. No quería tentarlo y que volviese a ocurrir lo de la vez anterior. Aunque claro, él me había puesto una condición para mi siguiente tutoría. Debía llevar falda.
Avisé a mi hija de que pasaría a saludarla por clase después de visitar al director. No quería que se enojara al verme aparecer, avergonzada de repente por culpa de su madre.
Me planté ante el armario, pero el problema era que sólo llamaban mi atención las prendas más provocativas, algunas en el límite del exhibicionismo. Aunque me lo negase a mí misma, la razón resultaba evidente, flagrante, obvia. Y es que Don Alberto era un hombre fascinante, atractivo, magnético, el hombre más hombre que había conocido en mi vida, y sí, deseaba llamar su atención, gustarle, impresionarle a cualquier precio.
Barajé la posibilidad de lucir un escote poderoso y así volver a alardear de los irresistibles atributos que Dios me ha dado. Eso sí, me puse sujetador para no cometer el mismo error que la vez anterior. Un bonito modelo negro con refuerzo, de la 110, la talla que había decidido tener antes de operarme.
Descarté lo del escote por no repetir y, finalmente, elegí una blusa de lycra de cuello alto, sin mangas, con un estampado en tonos verdes a juego con el color de mis ojos. Aquella prenda no mostraba ni un centímetro de piel, lo que me aportaba un toque de respetable mesura y elegancia.
Al mismo tiempo, se ceñía al rotundo volumen de mis senos, confiriéndome un poderío y empaque innegables, y es que no podía ser de otra manera. Mis pechos resultaban exuberantes me pusiera lo que me pusiera, para algo había pasado por el quirófano años atrás.
En la parte de abajo no tenía opción, ya que el director me había ordenado llevar falda en la siguiente tutoría y para nada quería contrariarle. Cosas muy importantes para mí dependían de su criterio, a parte de que yo deseara complacerle, para qué negarlo. Escogí pues un modelo de tubo justo por encima de las rodillas que, aunque me obligaba a caminar con pasos cortos y cruzando las piernas, me hacía un trasero precioso. Grande, sí, pero bien formado.
Esta vez debía comportarme, mantener las formas y mostrarme inflexible ante don Alberto. La educación y el futuro de mi hija estaban en juego, pero lo cierto era que antes de salir de casa ya había empezado a mojarme. Debía ocultar el deseo que ese hombre me inspiraba, pero no iba a ser fácil.
En nuestra anterior reunión había acabado entregada a la lujuria. Había terminado haciéndole al director una fabulosa mamada a cambio de una simple promesa. Pero esa vez no acudía a ciegas, y estaba decidida a no volver a cometer el mismo error. Ni hablar, esa vez no me dejaría engañar, sin resultados concretos no habría premio para él.
Con las mismas salí de casa, solo me entretuve a indicarle a la señora de la limpieza que era lo más preciso para ese día y despedirme de ella.
No sabía si sería la menopausia o qué, pero tenía un calor espantoso. Caminaba por los pasillos del colegio y tuve que remangarme la blusa. Lo había oído comentar entre risas a mis amigas del gimnasio.
Al llegar a cierta edad sobrevienen los sofocos, la ansiedad y unas ganas locas de follar. Alguna, la más desinhibida, llegó incluso a reconocer que entonces, en la madurez tardía, se dejaba hacer cosas a las que antes siempre se había negado. ¡Y qué maravilla, oye! Que no era tan horrible, qué va. Que lo peor de que le diesen a una por el culo era el olor. Quién lo iba a decir…
Nos reíamos, sí. Sobre todo de la desesperación con que el esposo de la susodicha se afanaba en recuperar el tiempo perdido. Pero no todo lo que brilla es oro, y lo malo de que la menstruación se vuelva irregular, era que te llevabas unos sustos que para qué. Preñada a los cuarenta y tantos. Calla por Dios.
Antes de nada hice ademán de pasar al baño, pero al ir a entrar me di cuenta de que allí podría encontrarme con niñas de la edad de mi hija. Aquello me hizo sentir ridícula, de modo que me dije que preguntaría más adelante por el baño de profesoras. Pero don Alberto me había explicado cómo llegar a la clase de mi hija y, sin darme cuenta, mis pasos me llevaron directamente hacia allá.
De pronto resonó por todas partes un timbrazo estridente, las puertas se abrieron y hubo una estampida general. Todos los alumnos entraron en sus clases y me quedé sola en medio del pasillo. Sin nadie a quien preguntar por el baño.
No había un alma y apenas se oía ruido salir de las aulas, lo que respaldaba las palabras de don Alberto sobre el centro que tan rigurosamente tutelaba, empleando mano dura con los alumnos, y otra cosa aún más dura con sus madres.
Me acerqué a la clase y miré por la puerta de atrás tal como él me había indicado. El director no había mentido, no podían verme. Tal vez la profesora, o los alumnos de la última fila si miraban hacia su derecha, pero en ese momento estaban atentos a la explicación.
Mi hija estaba en la primera fila y, a su lado, su amiga Azul y un chico de cabello largo. "Tal vez fuera ése el temido hijo del director", pensé. Me quedé mirándolo, pero enseguida descarté tal posibilidad ya que no parecía muy guapo que digamos. Después vi que tenía pinta de crío.
No era Carlos, desde luego. Resoplé con alivio. Al menos no se había sentado al lado de mi hija, como yo presagiaba. Ese sería el primer paso hacia la conquista. Revisé al resto de alumnos. Desde luego no eran muchos, no llegaría a la veintena. El director tampoco se había echado un farol con respecto a la ratio. “Para algo pago este colegio tan caro”, me dije, “para que mi hija tenga lo mejor”.
Pero claro, la excusa de que no había sitio en la otra aula del mismo curso, no me acabó de convencer. Ojeé al resto de alumnos sin encontrar a ningún posible candidato que concordara con la imagen que yo tenía del muchacho. Cierto era que había un par de sillas vacías, y a lo mejor ése era precisamente su sitio.
Me esforcé en buscar entre los alumnos al chico que había visto junto a mi hija en mi anterior visita, el que me pareció que debía ser el hijo de don Alberto. Aquel muchacho sí que coincidía con la descripción que había hecho la amiga de mi hija, y su confianza con Leire me dejó claro que debía ser alguien especial para ella y, sin embargo, no estaba en clase.
Sin nada más que ver, tuve que reconocer en que la enseñanza estaba bien organizada y los chicos se comportaban muy bien en clase, atendiendo en silencio las explicaciones de la profesora. Harta de tanto calor, decidí marcharme para el despacho del director sin esperar al final de la lección para saludar a mi hija.
Fui dándole vueltas a lo que debía hablar con él, preparando una estrategia, enumerando argumentos, etc. Tenía que mantener un tono cordial con él, e impedir que volviera a jugármela. Seguramente tendría que volver por allí en más ocasiones, de modo que habría oportunidad de intimar más adelante, una vez mi problema con la actitud de su hijo estuviera resuelto.
Lo mejor sería que fuera una reunión breve, concisa, provechosa. Fui directamente a su despacho, marcando el paso con mis tacones, caminando con naturalidad después de tantos años usándolos. La puerta estaba abierta y don Alberto reprendía a una chica que al parecer había sido descubierta fumando en los baños. Debía ser la oveja negra de aquella ejemplar institución educativa. Me sentí cohibida, repentinamente inquieta al oír como aquel hombre sermoneaba a la muchacha, intuyendo que yo sería la siguiente.
Mientras aguardaba en la sala de espera bajo la huraña mirada de la secretaria del centro, me dí cuenta de que mi vestuario no era el más adecuado. No porque resultase inapropiado de por sí, sino por el calor que hacía. El aire acondicionado no debía funcionar bien y el cuello alto me estaba empezando a agobiar.
Mi hija había cogido una sudadera antes de salir de casa, y en cambio yo me estaba asando. Tras esperar unos minutos pude acceder al despacho del director, que no dudó en cerrar con llave tras de mí. No se molestó en disimular la alegría que le producía verme. Sin embargo, yo le reprendí con la mirada y volví a quitar la llave.
— He estado pensando sobre lo que pasó el otro día, y he recapacitado —dije al director con sobriedad— Quiero que hablemos claro, don Alberto.
El me estudió de arriba abajo y pronto se mostró contrariado. Había algo que no le cuadraba.
— Señora Díaz —dijo en tono escrupuloso— Quítese el sujetador ahora mismo.
Eso sí que era hablar claro, me dije con desolación, tratando de ocultar mi estupor.
— Pero…
— Ahora.
Aquello me dejó estupefacta. No podía dar crédito a tal despropósito, pero el director se acomodó cruzado de brazos, con impaciencia, en el borde de su gran mesa. Me sentí amedrentada, súbitamente preocupada por tener al director en mi contra. Dudé, vacilé y eso bastó.
Me desabroché el sujetador a regañadientes, saqué los brazos por los tirantes y extraje la pieza de lencería por una de las mangas de la blusa. Todo de forma que no se me viese nada. Entonces él extendió la mano para que se lo entregara, cosa que hice rumiando un juramento. Lo tiró a la papelera. Así, sin más. ¡Con el dineral que valía!
— Ha hecho lo correcto, señora —dijo tendiéndome una mano que yo estreché con cortesía— De todos modos déjeme mostrarle cuánto me alegra verla otra vez por aquí.
Sin más, el director llevó mi mano a su entrepierna y me hizo palpar su impresionante erección. Bajé la mirada con estupor y vi con asombro como aquella cosa pugnaba por salir del pantalón. Entonces él empujó hacia arriba mi barbilla con dos dedos y me obligó a mirarle a los ojos. La oscuridad de su mirada era tan insondable que resultaba imposible no perderse en ella.
— Dice que ha venido a hablar… —afirmó con aire escéptico.
— Sí —jadeé.
Acto seguido, don Alberto bajó la cremallera de sus pantalones y, con movimiento ágil, extrajo su miembro a través de la abertura.
¡Oh, Dios!, me dije. Me había quedado sin palabras, sin respiración, completamente paralizada.
— Muy bien. Dígame.
Pero yo no podía hablar. No podía pensar. Estaba bloqueada, idiotizada por la contemplación de aquel pollón.
Viendo mi parálisis, el director aprovechó para estirarse y tomar un botecito dispensador que yo había tomado por gel desinfectante. Pero no… Me puso la palma de la mano hacia arriba y vertió un par de chorritos. Se trataba de lubricante, y lo tenía ahí, sobre su escritorio, a la vista de cualquiera.
— Mucho mejor, verdad —afirmó cuando mi mano comenzó a menear su falo arriba y abajo, lentamente, con fruición, intuyendo la razón por la que aquel demonio tenía lubricante en su despacho. Menudo rabo…
— Ajá —asentí. En mi dedo mi alianza de casada, en el suyo también.
Aunque las infidelidades nos molestan más a las mujeres, son ellos los que tienen más que perder. Así que para seguirle la corriente, polla en mano, continué con mi idea inicial: hablar, negociar, exigir resultados…
— La semana pasada acordamos que usted cambiaría a su hijo de clase, pero no ha hecho nada al respecto.
— Bueno, compréndalo, son trámites que requieren tiempo —se excusó el director.
— Quizás debería hablar con su esposa —dije con malicia— Las mujeres somos más comprensivas en estos aspectos. Seguro que ella hablará de inmediato con su hijo y le exigirá que la deje en paz.
— El problema es que ahora mismo no tenemos hueco en la otra clase, y ningún alumno ha querido cambiarse voluntariamente. Por no hablar de la oposición que ha manifestado el profesor… Mi hijo no es un chico fácil, y eso aquí lo sabe todo el mundo.
— No es más que una mala excusa —espeté enfadada, sacudiendo su miembro con brío.
— Verá, señora Díaz, estoy haciendo todo lo que puedo —dijo patentemente afectado por el vigor de mi mano— En clase ya se comporta mejor, se lo aseguro.
— No es suficiente —rezongué con exasperación, incrementando la presión.
— No se preocupe, señora —repuso el director visiblemente consternado— Su problema se arreglará hoy mismo. Es solo que…
¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!
— ¡Adelante! —respondió inmediatamente el director a los toques en la puerta, agarrándome por la muñeca para que no dejase de asir su polla.
— He hablado con él y me ha dicho que si quiere que deje de ir detrás de su hija, tendrá que convencerlo usted misma.
En el quicio de la puerta estaba el rey de Roma. El hijo del director era un chico alto, de más de un metro ochenta, muy moreno de piel, de hombros anchos y complexión fuerte, atlética. Era además bien parecido, y en las facciones de su rostro apenas quedaba rastro de la adolescencia. Se trataba pues de un hombre joven, callado, prudente y de maneras tranquilas que sabía comportarse. No era pues el chico grosero, insolente y desvergonzado que yo había supuesto, sino una versión más joven del que era su padre.
Al ver lo que estaba pasando, el muchacho entró y cerró la puerta con llave. Me miró fijamente, escrutando mi pensamiento, y tras unos instantes sonrió abiertamente y caminó hacia nosotros. Ante la falta de sorpresa en sus ojos, deduje que su padre debía haberlo puesto en antecedentes sobre mí. No existía otra explicación para que no le afectara que yo estuviese masturbando a su padre en ese mismo instante.
— Sí que es guapa —reconoció el chaval, pero entonces vio algo y añadió— Y es cierto, no lleva sujetador.
— No, ya te lo dije —coincidió don Alberto, mirándome con complicidad— Y espera a que te la chupe. Vas a alucinar.
Mis reparos, temores y dudas, se disiparon en un instante, el que Carlos tardó en sacar su verga y ponerla a mi alcance. Era un calco de la de su padre, igual de imponente, hermosa y curvada hacia arriba. La única diferencia eran las gruesas venas que atravesaban el dorso de la erección del padre, como sólidas y tortuosas raíces, confiriéndole un aspecto más peligroso.
Pensé en las jóvenes alumnas del colegio, como mi hija, ingenuas, incautas, curiosas, y comprendí que el embrujo de aquel joven se apoderara de ellas. Era igual a su progenitor, todo un hombre, y su miembro igual de grande, de recio y duro. Un pollón tremendo que hacía bueno el viejo refrán: “De tal palo…”.
— De modo que tú eres Carlos —dije sin soltar el miembro de don Alberto.
— Exacto.
— ¿Y cuáles son tus intenciones con mi hija? —inquirí sin rodeos.
— Las mismas que con usted, señora. Las mejores.
El soberbio e insolente muchacho me tomó del brazo libre con intención de que le dispensase el mismo tratamiento que a su padre. Sentí la fuerza de sus músculos, pero me resistí a sus pretensiones.
— ¿Cuál es el trato? —exigí tajante.
Me sentía asfixiada del calor que hacía allí, no tanto del que desprendían sus cuerpos como del que emanaba de mí. También estaba nerviosa, he de reconocerlo, pero es que era para estarlo. Después de todo eran dos contra una.
Hallé al chico completamente desarrollado, maduro para su edad y con gran seguridad en sí mismo. Embaucaría a mi hija sin dificultad, como a cualquier otra chica del colegio, y yo no podría hacer nada al respecto. Lo cual me preocupaba.
— Le he intentado convencer de que las madres son más divertidas que sus hijas —intervino el padre sacándome la blusa como si tal cosa—, pero él nunca ha estado con ninguna mujer de verdad. Así que tendrás que demostrárselo.
Al muchacho se le abrió la boca sin querer, como si no pudiese dar crédito a lo que veían sus ojos. Intentó abarcar uno de mis pechos con su mano libre, para finalmente desistir, buscar y azuzar la dureza del pezón.
— Tiene unos ojos preciosos, señora. Igual que su hija —me zahirió el chico donde más me dolía, a la vez que tiraba de mi mano hacia su falo— Pero ella no tiene mirada de guarra.
La madre de Leire era guapa, pensó Carlos, con un toque de elegante madurez: su tipo. Ni vieja ni niña. Mujer en su culminación, con sus primeras arrugas en los bordes de los párpados que aún la hacían más atractiva por la experiencia adicional en los asuntos prácticos, pero sin rastro del cansancio, el derrotismo o la resignación de la vejez.
Los labios, plenos, quizá lo mejor de su cara agraciada. Y cuando los abría, asomaba la dentadura fresca, blanca, maravillosa, y con los morritos que todo hombre sueña tener en torno a su miembro.
A Carlos le gustó acariciarle las tetas a la madre de su compañera de clase. ¿Se lo había pedido ella? No, pero esa señora nada le negaría que tuviese que ver con su cuerpo. Si tocaba, que tocase. Si chupaba, que chupase. Si entraba, que entrase. Se lo dijo con la feliz mirada que le dirigió al comenzar a mamar. Que no le ocultara deseos, que la tomara para su placer, cuando y como quisiera a cambio de que dejase a su hija en paz. Con eso se conformaba, pero él pensaba darle más, mucho más.
Sus pechos eran los más grandes que Carlos hubiera visto. Un poco caídos, claro, pero extremadamente sensibles. De forma que cuando él los masajeaba, apretaba y besaba, cuando chupaba los pezones con delicadeza, con minucioso cariño, la mujer daba un respingo de gusto y quería más.
El muchacho le preguntó, con los ojos cerrados, concentrado en las sensaciones agradables que la mujer le brindaba, si le gustaba su polla.
— A ti qué te parece —jadeó ésta tomándose un respiro, con la boca hecha agua.
— A mí me parece que sí, que le gusta mucho —dijo con perversidad, y empujando levemente su barbilla hacia un lado— Ande, pruebe un poco la de mi padre.
— Oh, sí —jadeó la madura, encantada con la sugerencia.
Carlos contemplaba su cuerpo en escorzo. ¿Cómo se puede ser tan hermosa? Una diosa de piernas esbeltas, firmes, bien torneadas, que anduvieron por la vida hasta llegar a él. Desde los pies arqueados a causa de los tacones a los muslos con unos asomos de celulitis que traían a Marta por la calle de la amargura. Y es que era muy presumida. Ella decía que no, que lo que pasaba era que tenía mucho amor propio, nada más.
— ¿Quién fue el primero que te folló por atrás?
Marta hizo un alto en su continuo ir y venir de un miembro al otro.
— ¿Por el culo?
Él chico asintió.
— Un amigo de mi hermano. Tendría diecisiete años, dos más que yo.
— Una chica precoz.
— Aún las hubo peores… —se defendió ella— Pero me picaba la curiosidad, no lo voy a negar. Otros ya lo habían intentado, y cuando el chico supo que ninguno lo había logrado, vi claramente que si no me dejaba, él me iba a violar. No tengo la menor duda. En casa no había nadie. Mi hermano aún no había llegado. Entonces hice como que me apetecía y él me llevó al baño. Utilizó jabón, pero no duró más de un par de minutos. Se corrió apenas me dejaba de doler.
— Y no te traumatizó que te forzara.
— No me forzó. Y tampoco es que me doliera especialmente. Lo que me fastidió fue que acabase tan pronto.
Marta tuvo claro que al chico le obsesionaba el tema, y le imaginó sodomizando muchachas imberbes, lastimando a colegialas estúpidas con aquella rampante erección, y temió por la integridad anal su hija. Al igual que su padre, el chico hablaba mirándola a los ojos. Su voz, su mirada, su semblante, tenían algo que la incitaban a intentar agradar, a obedecer y someterse.
Venas congestionadas recorrían el tronco de su miembro, que era ya el de todo un hombre, y mientras Marta chupaba, se daba perfecta cuenta de lo mucho que tenía que abrir la boca. Hasta que de pronto Carlos la sujetó del cogote y empezó a follarla oralmente, sin contemplaciones, arremetiendo con brío en su garganta. Pero ella experimentó temor en lugar de arcadas, pues nuevamente imaginó a su niña así de atragantada.
Al fin y al cabo Marta había vivido mucho y se había tropezado con hombres de todo tipo. Ya estaba acostumbrada a esa mezcla de placer y suplicio, de atracción y repulsión que es en esencia el morbo de que la jodan a una. Morbo que la llevó a entregarse, a aguantar la respiración hasta que el muy bruto logró que la nariz de Marta le tocara el pubis, convirtiéndose así en la primera mujer en lograr semejante hito.
A través de la abertura de los jeans, la madura le extrajo los testículos y los lamió delicadamente. Uno y otro, jugando, traviesa, emocionada, deseando fervientemente que estuvieran bien llenos. Sin dejar de mirarlo a los ojos, lamió un costado de su empinada erección, lentamente, ensañándose, y luego el otro costado. “Joder qué verga tiene el cabrón”. Y entonces la base, dejando que aquella cosa se deslizase pesadamente sobre la superficie cóncava de su lengua, hasta que sólo el violáceo e hinchado glande quedó apoyado sobre ésta.
El chico la tenía durísima, vibrante de tan tiesa. Era un macho impresionante, y Marta iba a engullirlo cuando, sin mediar palabra, él la retuvo tomando su cabeza con ambas manos, mirándola intensamente.
— Abre la boca.
Carlos empujó con cautela su miembro entre los labios hialurónicos de la señora y, una vez tomó la medida, comenzó a ir y venir. Con calma. Sin prisa. Y cómo salivaba la madre de Leire. Y cómo sorbía, Y cómo tragaba. Y cómo gemía… Encantada, ilusionada al distinguir el sabor que precede a la inminente riada, frunciendo los labios con resolución alrededor del grueso cilindro que entra y sale de su boca.
Pero entonces el muchacho se detuvo en seco y, tras un instante de callada incertidumbre, emite un gruñido liberador. Con una brusca sacudida, su miembro cobra vida propia y arroja, lanza, vierte una enorme cantidad de líquido ardiente, denso y sutilmente amargo que a Marta le recuerda al chocolate caliente que su madre preparaba los domingos.
La señora pierde el control, se libera con rabia de esas manos que la retienen y le agarra de los huevos. Así, sin miramientos, para que no se le escape. Empieza a mamar de inmediato, con la boca atestada del chico en ambas formas, líquida y sólida.
Saborea y traga a un tiempo, se apaña como puede, aunque algo se le escapa por las comisuras de la boca. Recibe con satisfacción su abundante esencia, deliciosa, cremosa, de forma intermitente. Le ha gustado, y claro, cuando se acaba se enfada. Entonces le estruja los huevos, chupa, succiona con fuerza.
Pero él no aguanta, la aparta.
— ¡Suelta, joder!
La mujer sigue desquiciada, pero don Alberto le sube la falda y un segundo más tarde ya está sin bragas. Hacen un giro teatral y ella acaba recostada sobre la mesa, con las piernas abiertas y la boca del director que inicia un sublime y exasperante recorrido por su cuerpo.
El veterano le chupa una oreja con ganas, y de ahí baja a su cuello, que lame con deseo de vampiro. Besa una de sus clavículas, y se desliza por el esternón hasta que al fin se decide por una de sus tetas, la izquierda. Su areola forma una especie de cono rematado con una suculenta guinda de color pardo.
La madura se deshace de gusto, se rinde a la experiencia de don Alberto, que si no se bastaba por sí mismo recibe la ayuda de su hijo del otro lado. Otra boca con otra lengua se afana en dar cuenta de un pecho tenso, turgente de excitación, puntiagudo. Marta no cesa de jadear con la mirada rebotando de un lado a otro, tratando de valorar cuál de ellos le come mejor las tetas.
De pronto siente algo entre los muslos, y no es ella, sino los dedos de don Alberto que están roturando la tierra, preparándola para la siembra. Aunque su sexo está hinchado y babeando de anticipación, Marta no se conforma con unos dedos por hábiles que sean. Aún nota el suculento regusto a esperma en la garganta cuando agarra al chico de las solapas del polo y tira de él hacia abajo, y se dice: “Ahora me vas a pagar con la misma moneda”.
El joven, valiente, no se arredra. No duda en hacer a la señora un profundo surco con su lengua, de abajo a arriba, bien hondo. Levanta un segundo la cara para mirarla, y se relame. Luego se vuelve a zambullir y sacude el duro clítoris de un lado al otro, y la mujer se ofusca, aprieta los dientes, bufa. Ella le agarra del pelo con ambas manos y, no obstante, el muchacho le separa más las piernas y, de un extenso lametón, hace que la mujer salte a causa del placer del orgasmo.
Marta tiembla, se estremece, vibra de pies a cabeza con las palpitaciones de su entrepierna, pero no chilla ni gime, pues don Alberto le ha llenado la boca para evitar el escándalo. Tan solo un sollozo lastimero logra burlar la sólida mordaza.
Sin embargo, el tiempo es oro y no espera a nadie. Como tampoco sus dos amantes, que primero le preguntan si podrá sostenerse en pie y después bromean al constatar su falta de equilibrio sobre los tacones, su flojera de piernas.
Don Alberto le come la boca con ardiente pasión. “Este hombre siempre tiene hambre, por el Amor de Dios”. Es lo que piensa marta cuando el director vuelve a devorarle las tetas y con disimulo le mete un dedo, puede que dos, entre los muslos.
Sus enemigos se separan. “Divide y vencerás” que dijo Julio César. Y Marta no tiene la menor duda. Van a quebrarla, a repartirse su cuerpo, a partirla en dos. Lo de delante para uno, lo de atrás para el otro.
En su retaguardia, Carlos le susurra al oído una sucesión de perversiones, de atrocidades que la ruborizan, aturden y emocionan por mucho que le avergüence admitirlo. El muchacho le asegura que hará que le salgan chispas por el culo. Le explica las burradas qué le va a hacer con todo lujo de detalles. “Luego te sentarás sobre mi polla, para que estés cómoda”, le dice introduciendo en su recto un dedito a modo de anticipo.
La madre de Leire aguanta en pie a duras penas. Las rodillas se le doblan y acaba sujetándose a lo que tiene más a mano, el abdomen y el pollón de don Alberto, que en ese instante anda atareado chupando uno de sus pezones mientras, distraídamente, traza círculos en torno a su clítoris con la yema de un dedo.
En cuclillas, el chico utiliza sus bragas para sanear con resolución todo el área de servicio. Marta se espanta ante la rudeza con que le separa las nalgas, pero entonces siente la calidez de su aliento, y una lengua que hurga, que quiere entrar, que gracias a sus tacones queda a la altura idónea para meterse dentro y culebrear.
El tremor de la lengua al ultrajar la decencia de su ano multiplica el delirio, haciendo que Marta se percate de la inminencia de un nuevo orgasmo. No lo puede evitar, un chorrito se le escapa sin remedio. Tenía que haber ido a orinar… Tiembla y se estremece, pero es igual, porque don Alberto la sostiene, y luego, súbitamente, se la carga en brazos.
Con sus hombros monumentales, su abdomen firme y sus brazos de coloso, el director la recoloca y Marta se asegura ciñendo las piernas alrededor de su cintura. Después nota que el miembro viril husmea en su entrepierna, tienta, busca la entrada, y tras un intento fallido, ella le ayuda. Encaja la punta de su verga en el lugar apropiado, exacto.
Fue hace muchísimo, en su juventud, pero Marta todavía recuerda la última vez que la follaron así, en vilo. Y entonces, como si quisiera contradecirla, Carlos le hace ver claramente que no, que nunca la han follado así, que jamás lo ha hecho con dos hombres a un tiempo.
Se lo demuestra de un modo atroz. Mientras el padre la mece con dulzura, el hijo le infringe una verdadera vejación. Le mete bien metido un dedo, a fondo, en el culo, y enseguida, dos. Con lo mojada que está, lubricación no le va a faltar. Entonces la folla a toda velocidad, con sus dedos entrando y saliendo frenéticamente de su trasero, lo que la hace alucinar hasta que añade un dedo más.
Aterrada, Marta se vuelve hacia atrás para implorar al muchacho que vaya más despacio, que tenga cuidado, que hace más de una década que no la dan por el culo. Pero es inútil. Carlos toma rápidamente su mentón con una mano, haciendo que sus labios se frunzan de la intensidad con que le aprieta la boca, y la mira fijamente a los ojos, sin pestañear, en tanto le saca los dedos del culo para acto seguido meterle la verga.
Lo que sucede a continuación es una auténtica barbaridad. La señora sigue girada, con un brazo sobre los hombros de cada uno de aquellos dos magníficos ejemplares masculinos. Padre e hijo colaboran para tratar de volverla loca. Uno le chupa el cuello, le pinza un pezón y la empotra una y otra vez con vigor de hombre, sin detenerse. El otro no le anda a la zaga. Marca los dientes en el hombro de aquella madre tan golfa y de buen ver, sin llegar a clavárselos, cosa que en cambio sí le hace más abajo.
De pronto Marta se siente indispuesta y se orina estrepitosamente, y lo peor es que, justo en ese instante, un súbito orgasmo la sacude, la atraviesa impidiéndole parar. Eso le pasa por aguantarse las ganas, que se mea entorno a la verga de Don Alberto, que sigue dentro de ella. Lo sabe, parece una condenada yegua. Su incontinencia le genera gran desolación e impotencia, pues una vez ha empezado a orinar ya no puede hacer nada, sólo seguir hasta que no quede más, entre la vergüenza y un inmenso alivio.
La señora siente un bochorno espantoso. Debe haber empapado los pantalones del director. Pero entonces le escucha reírse, aclarar a su hijo que es algo habitual entre las mujeres que han dado a luz de forma natural, algo de admiración en estos tiempos de cesáreas a discreción. Y la alaba por ello, como mujer madura y seductora, húmeda de entrepierna y sin complejos; también como madre vigilante y responsable, siempre pendiente de su hija; y por último como toda una diosa, y no una espiritual ni mística, sino una de carne y hueso, hembra agraciada y voluptuosa hecha para amar y procrear.
Aunque exultante y dichosa, Marta lamentó que su esposo no le hubiese echado un piropo como aquel en diecisiete años de matrimonio. Qué lástima, Señor. Alfonso casi nunca se acordaba de hacerle una caricia tras vaciarse dentro de ella.
Después del trance, la vuelven a dejar en el suelo. Pero ella no se tiene y se deja caer sobre la alfombra. Piensa, duda que haya sentido tanto placer en su vida, y eso la reconforta, la hace sentir revoltosa. Sabe la edad que tiene y se sabe afortunada, dichosa, viva.
Les oye discutir de la hora que es, del tiempo que les queda, de lo que les apetece hacer con ella, pero apenas les escucha. Cada recurrente pensamiento la turba más que el anterior. A sus años pocas mujeres habrán follado con dos hombres a la vez; y aún menos con unos como ellos, con esos cuerpos imponentes, fuertes y hermosos; y muy, muy pocas con un padre y su hijo. Sereno y vigoroso el uno; ágil y rabioso el otro; ambos con un buen rabo.
Alcanzado el acuerdo, el director indicó a Marta que se pusiese de rodillas. No se lo preguntó, no se lo pidió, como tampoco le pidió permiso para meterle su cosa en la boca. Le fastidió su prepotencia, pero ella se dijo que no podía faltarle mucho para eyacular y se puso a la tarea. Notó el flagrante sabor a coño de su polla, pero lejos de experimentar asco o repugnancia, la señora se sintió orgullosa, encantada de que el pubis de aquel portento de hombre estuviese impregnado con el olor de su sexo.
Mamar la enmudeció, pero al notar la picazón entre las nalgas, se dijo a sí misma que después de lo que se había dejado hacer podía estar tranquila con respecto a su hija. No sentía, empero, la misma confianza en cuanto a su propio bienestar, y menos todavía cuando Carlos acudió a su lado.
— Mírate ahí, zorra —dijo el muchacho en referencia al alto espejo que había colocado junto a la puerta.
A Marta le regodeó verse reflejada, franqueada por aquellas dos magníficas erecciones. Nunca se había sentido tan lasciva y entusiasmada al tener sexo, se sentía desconocida, una auténtica zorra como el muchacho acababa de decir. Se apoderó entonces de sus pollas, una en cada mano y, enardecida feminista, les desafió con la mirada.
Tras limpiar de forma somera el falo del muchacho, la abogada se dispuso a disfrutar de su secreta afición a las mamadas. Se deleitó chupando a dos bandas, lamiendo, mamando con ganas a izquierda y derecha.
Su pecho se veía espectacular, el dinero gastado en su rehabilitación tras la maternidad había sido una excelente inversión. Era escandaloso, opulento, y encandilaba a los hombres de cualquier edad, como los que en ese preciso momento se distraían haciendo travesuras a sus pezones mientras ella se esmeraba en sacar lustre a sus pollas.
De pronto, don Alberto le dijo que ya había chupado suficiente y, conforme con el banquete, Marta no pudo estar más de acuerdo. No obstante, tomándola de la nuca, el director la empujó hacia delante de manera que quedara a cuatro patas, y eso ya le gustó un poco menos.
Le vio colocarse tras ella con nitidez, pues también se había operado la vista años atrás, tras acabar los estudios, para que nada ensombreciese la belleza de sus ojos verdes.
No se le ocurrió preguntar por dónde se la iba a meter. Don Alberto ya había gozado de su boca y su coño, de manera que sería una pregunta bastante estúpida. Mientras insinuaba su falo en la constreñida entrada de su culo, el director no dejaba de mirarla a los ojos a través del espejo. Pero no empujaba. Lubricó bien todo su miembro y continuó estimulando su esfínter como si esperase que éste fagocitase su glande.
Quizá era eso, se dijo la madre de Leire y, contoneando en círculos el trasero, fue abriéndose a él. El resultado del encuentro no pudo ser más ajustado, y por un instante la mujer se arrepintió de haberlo retado. Sin embargo, su oponente la agarró de la falda, única prenda que le quedaba junto a zapatos y medias, y tiró de ella hacia atrás he haciendo que el esférico entrase hasta el fondo.
A pesar del esfuerzo por relajarse, Marta se sintió abrumada. La distensión de su esfínter era exagerada, y tener toda aquella cosa alojada en su recto tampoco ayudaba. Aún así, la experiencia le decía que era cuestión de tiempo que se acabase adaptando, y comenzó a masturbarse.
Después de clavársela, el director se mantuvo inmóvil por completo, dejando claro que quería que fuera ella quien se encargara del resto. Marta se resignó a interpretar el papel de protagonista en su propia sodomía y, con un sonoro suspiro, empezó a moverse.
— Despacio, preciosa —le advirtió don Alberto en tono apremiante— No voy a aguantar mucho.
Marta se mordió el labio inferior embebida en lo delicioso de aquella petición, conteniéndose, frenando su cuerpo, frenando la voracidad de su trasero. Quiso ensañarse, hacerle padecer a causa de su orgullo como mujer, como madre en defensa de una hija adolescente a la que, antes o después, sodomizarían igual que a ella.
Sus pezones se habían puesto muy duros, delatores del vicio y el deseo con que la respetable mujer casada se estaba enculando. En ese momento el director era como una estatua con una erección de mármol, un mero instrumento, un utensilio creado para dar placer que, no obstante, acabó explotando.
La mujer escuchó con frenesí el gruñido del varón al que había vencido. Notó la convulsión del tremendo mandoble que, como Excálibur, tenía profundamente clavado entre las nalgas. Percibió arder algo dentro de ella, más intensamente a medida que la eyaculación se prolongaba, hasta que la temperatura alcanzó un punto que la madre se olvidó de todo; de acuerdos y compromisos; de su esposo, de su hija, de quién era y en qué se había convertido; y lo último que Marta pensó fue que la estaban rellenando de crema como a un bollito. Luego se desmayó.
Sería incapaz de decir el tiempo que permaneció más allá que acá, aunque no debió ser mucho. Escuchó sonidos, palabras sueltas, y tuvo la sensación de ser zarandeada sin llegar a reconocer cómo ni de qué manera. Tan solo identificó con certeza lo qué la despertó.
Fue una invasión despiadada. Estaba recostada encima del muchacho y mostraba al espejo todo su ser. Con la falda completamente enrollada en la cintura y las piernas abiertas, su sexo se revelaba sin pudor al mundo. Sus largas piernas, todavía calzadas y enfundadas de negro, estaban flexionadas y separadas a fin de ofrecer un espectáculo magnífico. Los labios de su coño, protuberantes de tan hinchados. Su gruta abierta y rezumando. Y algo más abajo, un objeto que desaparecía entre sus nalgas como por arte de magia.
El director estaba ahora frente a ella, al lado del espejo, su magnética mirada fija en sus pechos. Daba la impresión de estar estudiando la relación entre el bamboleo de sus tetas y el ritmo con que Carlos percutía en sus entrañas.
Poco a poco, pizca a pizca, todo eso tan blanco que Marta tenía dentro empezó a salir, filtrándose por el reborde que la separaba del órgano que con tanto ahínco la mortificaba.
— ¿Tomará medidas de protección? —preguntó el director.
La señora dudó si se estaría mofando de ella, pero al recibir un fuerte empellón de su hijo, reaccionó. Respondió que sí, que tenía cuarenta y cinco años, que calla por Dios. Aunque no creyera que hubiese demasiado peligro de quedar preñada, cosas más difíciles se han visto.
— Perdonad un momento. Enseguida vuelvo —se excusó don Alberto.
La ausencia del padre hizo que su hijo se sintiese dueño y señor sobre todas las cosas y, tras vendarle los ojos con su propio tanga, propinó a la mujer una severa nalgada y le exigió que lo follase como había hecho antes con su padre.
Estaban en el suelo y la postura no era muy cómoda que digamos, pero a esas alturas de la vida no se le iban a caer los anillos por bregar un rato. Sin poder ver gran cosa, Marta resopló, apoyó los brazos hacia atrás, y empezó a botar encima del chico.
Utilizar su ano para conseguir que un hombre se corriera fue todo un descubrimiento, un acto híperexcitante de tan morboso. Además que ahora sus pechos se balanceaban de forma grotesca, sin ningún control ante su impotente mirada. Y simultáneamente hacer que aquel mástil le entrara y saliera del culo. En fin, una suma de indecencias que la llevó a un paso del clímax. Haciendo que se relamiese de gusto. Perversa, cimbreando las caderas, a puntito de correrse, encantada con el placer que daba tener esa cosa tan gorda metida en el culo.
— ¡Bendito sea Dios! —exclamó al sentir la llamada del éxtasis, y rio con hilaridad, más impía y golfa que nunca.
Se corría, sí. Pero no iba a ser la única. De pronto, Carlos gruñó como un oso, se incorporó con esfuerzo, y le levantó las piernas para que su miembro se hincara por completo en ella. Durante unos inquietantes y trémulos segundos sólo hubo temblor y sacudidas de la señora empalada, aunque enseguida un espasmo del joven anunció el comienzo de los fuegos de artificio.
Aquella era la segunda irrigación consecutiva para Marta y, si bien esa vez no se desmayó, su desvergonzado chochito lo celebró con una nueva pérdida de líquido a presión. Y entonces…
— ¡¡¡MAMÁ!!!
¡No podía ser! ¡Era imposible! Pero la voz de su hija, su grito, fue inconfundible. Marta detuvo en seco la exhibición, se revolvió, trató de quitarse el tanga de los ojos y lo consiguió a pesar de las violentas sacudidas del muchacho que, ajeno a todo, siguió eyaculando.
Carlos la mantuvo sujeta y despatarrada. Era joven y poseía una resistencia sobrehumana. Además, Marta se quedó unos instantes absorta, paralizada contemplando el rostro desencajado de su hija y, tras ésta, la pérfida sonrisa del director.
Finalmente, cuando parecía que toda su honra estaba perdida, la mujer notó el tirón hacia arriba de los fuertes brazos del muchacho. Tembló cuando percibió como el bárbaro abandonaba su cuerpo, anticipando el desastre.
Calientes chorros de semen se derramaron de su agujero más sagrado, proclamando a los cuatro vientos la profanación. Carlos, inmune al susto de Leire, clamó con orgullo lo fabulosa que había sido su corrida, lo alucinante que era su madre, las ganas de follarlas juntas…
Abochornada, y al fin en pie, Marta no supo por dónde empezar. El esperma le chorreaba por todas partes, de forma que tomó un puñado de pañuelos de papel a fin de limpiarse, pero antes de empezar le pidió a su hija que por favor dejase de mirar.
La chica se volvió completamente apabullada, y así su madre pudo asearse más tranquila. Ponerse el tanga. Arreglarse la falda. Sacar el sujetador de la papelera…
— No te preocupes, muchacha —intentó desdramatizar el director— Sois todas putas, y cuando antes lo asumas, mejor.
Cuando Marta acabó de ponerse la blusa y arreglarse el pelo, no pudo entender lo que vieron sus ojos. Carlos ya se había marchado, pero su hija no. Estaba ahí, arrodillada delante del director. Con sus zapatos relucientes, su falda tableada gris y la blusa blanca del uniforme que le había planchado la tarde anterior. Su hija, chupando con torpeza, mamando con dificultad, con todo su empeño.
Y como madre, Marta fue a protestar. Pero…
— Señora Díaz, —la reprendió don Alberto— ayude a su hija.
De manera que un minuto después madre e hija cooperaron con buena sintonía en un objetivo común. La más joven aprendiendo de su progenitora las diferentes formas de mamar una verga como la de don Alberto sin morir en el intento. La más madura gratamente desconcertada ante las facultades innatas de la niña que, con determinación, gracia y coraje, logró que su profesor la premiase con una notable corrida.
Referencias:
— “Mejor la madre que la hija”, de Ariadna.
— “Patria”, de Fernando Aramburu.