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TODORELATOS » SEXO CON MADURAS » EL SOBRINO DE MI ESPOSO. PARTE 2
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Fecha: 11-Nov-23 « Anterior | Siguiente » en Sexo con maduras

El sobrino de mi esposo. Parte 2

Deva Nandiny
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Tiempo estimado de lectura: [ 33 min. ]
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Siendo un mujer casada y madura; madre de dos hijos, fui siendo seducida poco a poco, por el sobrino de mi esposo. Un jovencito de dieciocho años Version para imprimir

Aquella mañana Leo se estaba duchando, podía escuchar el sonido del calentador en la cocina. Mi esposo se acaba de marchar con mis hijos, para llevarlos al campamento de día, para irse desde allí al trabajo.

Atravesé el pasillo, efectivamente, la puerta del cuarto de baño que Leo compartía con mis hijos, estaba cerrada. Pensé en cambiarme de ropa, «tal vez en lo que Leo estuviera en casa, debería vestir de un modo más discreto». Aún podía recordar su mirada la noche antes. De pronto, me fijé que la puerta de su habitación, estaba completamente abierta, invitándome a que me asomara. No pude contenerme. Su cama estaba completamente deshecha y la ropa que había llevado el día anterior, reposaba perfectamente doblada en una silla. Sobre el escritorio, permanecía encendida la pantalla de un ordenador portátil, supuse que, debido a la diferencia horaria, Leo no habría podido descansar como Dios manda. Me acerqué y comprobé que en la pantalla aparecía la imagen de una mujer madura, estaba completamente desnuda y arrodillada, haciéndole una felación a un chico bastante más joven. Ella era rubia como yo, y él, moreno como mi sobrino, por lo que enseguida deduje que no había escogido esa foto al azar. Seguramente, la había usado como estímulo para masturbarse, justo antes de irse a la ducha. En el lateral derecho de la pantalla, una ventana minimizada no dejaba de parpadear. Enseguida reconocí el logo, se trataba de un conocido programa de videochat y mensajería instantánea, que yo misma utilizaba para teletrabajar desde casa.

Mi primer temor fue creer que tal vez la cámara del ordenador estuviera activada, y alguien pudiera estar viéndome fisgonear la habitación de mi sobrino. Pero el piloto de la webcam estaba apagado, por lo que supuse que no debía de estar conectada. Abrí la pantalla para asegurarme. Efectivamente, Leo estaba chateando con la cámara apagada, respiré aliviada. Iba a salir de allí, pero de nuevo mi maldita curiosidad me llevó a leer la conversación que había mantenido justo unos minutos antes.

Manuel:

—¿Ya estás en España?

Leo:

—Sí, llegué hace un rato.

Manuel:

—¿Qué tal son allá las mujeres?

—¿Son hermosas?

Leo:

—Je, je, je

—Aún no me ha dado tiempo a comprobarlo.

—Pero te puedo asegurar que mi tía está bien rica.

Manuel:

—¿Cómo es?

Leo:

—Es rubia, bastante alta y con unas tetas impresionantes.

—Y lo mejor de todo, es que tiene cara de irle la marcha…

—Una madura de las que nos gustan.

Yo iba leyendo cada vez más nerviosa, si en un principio me había gustado que el chico hablara de mí, los términos que usaba no eran los más correctos. No obstante, no pude dejar de leer.

Manuel:

—¿Cómo se llama?

—No seas pendejo y envíame una foto para que la vea bien.

Leo:

—Olivia. La recuerdo cuando era niño, siempre fue muy cariñosa y atenta conmigo. Creo que va siendo hora, de que yo le devuelva todas esas atenciones.

—Solo tengo esta fotografía, y no se le ve la cara.

La imagen era de la noche anterior, donde aparecía yo colgándole una camisa dentro del armario. Se me veía por detrás, con la minifalda vaquera que llevaba, elevada unos centímetros más de la cuenta, debido a la forzada postura. La foto era bastante mala, incluso estaba un poco borrosa, por lo que supuse que me la habría robado con su teléfono móvil.

Manuel:

—Es toda una MILF

—Parece brava la españolita.

Leo:

—Te aseguro que voy a hacer todo lo que esté en mi mano, para poder cogérmela.

—Es mucha hembra para mi tío, y puede que necesite una ayudita para poder tenerla contenta. El muy huevón, se tiene que poner las botas con un mujerón así.

La lectura cada vez me parecía más obscena e hiriente, tanto para mí, como para mi esposo. Sin embargo, no podía recriminarle nada a Leo, estaba invadiendo su intimidad.

Manuel:

—Me ha puesto bien verraco la guachupina.

—Cuando puedas mándame más fotos, para que pueda verla.

Leo:

—Ayer los escuché coger, mi dormitorio está justo al lado del suyo.

Manuel:

—Supongo que te harías un buen pajote en honor a tu tía.

—¿Gritaba mucho?

Leo:

—La verdad es que solo la escuché gemir en un par de ocasiones.

—Pero se oía la cama todo el rato. Supongo que se cortarían. Seguro que con los días se irán relajando y se olvidarán un poco, de que yo estoy justo al otro lado.

Manuel:

—¿Has pensado que puede que tu tío sea un buen cachudo, y que no la tenga bien atendida?

Leo:

—Tiene toda la pinta. (Emoticono con cuernos).

—Pero yo se la dejaré bien atendidita.

—La haré gritar como a una buena MILF, tal ycomo ella se merece.

—Bueno compadre, luego hablamos, me voy a duchar.

—Aquí son las ocho de la mañana y no he dormido en toda la noche.

Manuel:

—No seas huevón y sácale alguna foto o mejor un vídeo, para que pueda deleitarme con ese mujerón.

Minimicé la ventana de chat y salí de allí con premura refugiándome en mi habitación, tratando de evitar encontrármelo por el pasillo. Estaba muy enfada, me había sacado una foto sin mi permiso y había empleado un vocabulario soez, sobre todo en referencia a mi esposo. Alex no se merecía que hablara así de él, haciendo referencia de que pudiera ser poco hombre para mí. Mi esposo quería a su sobrino casi como si fuera uno de sus hijos.

Reconozco que mi marido siempre fue un grandísimo cornudo, también creo que muchos hombres nacen predispuestos a serlo. Es como si estuviera dentro de su ADN, pero serlo, no es nada peyorativo. Es simplemente una circunstancia que puede ocurrirle a cualquiera. Nunca he logrado entender, ese menosprecio que muchos hombres sienten por los esposos reiteradamente burlados, como lo era el mío. Que tu esposa se acueste con otros, sin tú saberlo, no te convierte en menos hombre.

Pero aquellos dos mocosos no nos conocían ni a él, ni a mí. Y Leo no tenía derecho a menospreciar de esa forma a su tío. «Maldito idiota», pensé. Sintiéndome traicionada por haberle abierto las puertas de mi casa. Por un momento, incluso llegué a meditar el contárselo todo a Alex, pero tampoco me apetecía abrir un conflicto familiar. Incluso pensé en mis hijos, Leo se había pasado la noche viendo porno, por lo que de ninguna forma podía ser una buena influencia para ellos.

En ese momento lo tuve realmente claro, a partir de ese momento y hasta que en diciembre o en enero regresaran sus padres a España, yo trataría de estar lo más distante y alejada del chico. Me quité la camiseta que llevaba para estar cómoda por casa, sustituyéndola por unos leggings, y en la parte superior me vestí con una camisa de franela a cuadros rojos y negros, que había sido de mi esposo. Tratando con ella de camuflar mis voluptuosas curvas. Intentando, no despertar más su interés hacia mí. Pero al ponérmela, sentí el placentero roce del suave tejido sobre mis pezones, haciéndome lanzar un tenue gemido. «¿Me había puesto cachonda?» No quise contemplar en el espejo si estaban duros y, mucho menos, si mi tanga estaba húmedo. Me negaba a reconocerme a mí misma, que esa actitud tan maleducada y grosera hubiera podido excitarme.

—Tía, estás ahí, —escuché su voz, al otro lado de la puerta.

—Sí, un momento. Ahora mismo salgo —respondí, escuetamente abrochándome la camisa.

Ni siquiera había cerrado del todo la puerta, con las prisas y acostumbrada a estar a esas horas sola en casa.

—No entiendo, cómo se pone la cafetera. Soy un verdadero inútil para estas cosas, —aseguró riéndose cuando salí al pasillo. Volviendo a mantener esa actitud de chico respetuoso y educado, que siempre aparentaba ser.

Al verlo de frente, me parecía increíble que ese joven de ojos azules, con cara casi angelical, pudiera hablar de mí y de su tío de esa forma. Se había vestido con un pantalón vaquero y una camisa inmaculadamente blanca y perfectamente planchada.

—Tranquilo, te enseñaré a ponerla. ¿Vas a salir? —Pregunté, tratando de aparentar cierta normalidad.

—Sí, quería acercarme a la Universidad para calcular los tiempos que tardaré en llegar. Lo cierto, es que por las mañanas me cuesta madrugar.

Entonces volví a comportarme como una estúpida, adoptando inconscientemente el papel de ser esa tía preocupada por su sobrino. De alguna forma, le había prometido a mi cuñada, que cuidaría del bienestar de su hijo. Pensé que Leo apenas se acordaría de la ciudad, cuatro años a su edad, era demasiado tiempo. Además, él había vivido con sus padres en una urbanización de las afueras, muy cerca de la residencia de mis suegros.

—Tienes una parada de metro justo aquí al lado, que te deja muy cerca de Deusto. ¿Quieres que te acompañe? —Me ofrecí.

Su sonrisa era tan sincera e irradiaba tanta belleza que, en un solo segundo, había conseguido disipar mi enfado. Volvía a verlo como ese sobrino afectuoso y amable que necesitaba mi ayuda. «Cosas de la edad y de las hormonas», intenté normalizar su procaz comportamiento.

—Me vendría muy bien, —contesto mirándome a los ojos—. Soy un extraño en mi propia ciudad.

—No te preocupes, me encantará hacer de guía para ti, —respondí con mi coqueta sonrisa.

—Pero tía, tú tienes que trabajar. No quiero que por mi culpa tengas problemas.

Lo miré extrañada, aquel sátiro que había hablado de mí en aquel chat, como de una vulgar ramera, deseosa y necesitada de hombre, ahora se mostraba cortés y educado. Preocupándose por mí. En aquel tiempo, mi empresa había comenzado una estrategia de modernización, calculando menores costes, y me permitía teletrabajar sin horario desde casa. Tan solo estaba obligada a ir a la oficina una vez por semana.

—No te preocupes, a la vuelta adelantaré trabajo.

Lo dejé tomándose el café en la cocina, en lo que yo me cambiaba nuevamente de ropa, poniéndome un sencillo y corto vestido blanco. A pesar de que trataba de ser lo más racional posible, había algo en el chico que conseguía encenderme peligrosamente. Experimenté, esa sofocante sensación al estar dentro del ascensor con él, cuando nuestros cuerpos permanecían casi pegados, no podía evitar ponerme tremendamente nerviosa. En las distancias cortas, mi sobrino ganaba misteriosamente, tal y como les ocurre a algunos hombres. El olor de su perfume, la forma de expresarse, sus gestos… A pesar de su excesiva juventud, emanaba en él, una aureola de seguridad en sí mismo y de enorme masculinidad.

—¿Siempre llevas zapatos de tacón? —Me preguntó al salir del portal.

—Sí, aunque para muchas mujeres son una auténtica tortura, yo estoy tan acostumbrada a ellos, que ya no sé andar con zapato plano.

Al hablar con él, intentaba no caer en la trampa de mirarlo a sus hipnóticos ojos, tan intensos y azules como la profundidad del océano.

—Se nota que estás muy habituada, caminas de forma muy elegante y femenina. Pareces una modelo, —intentó alabarme.

No pude evitar sonrojarme, y eso que no soy una mujer precisamente fácil de ruborizar. Pero el chico que caminaba a mi lado era mi sobrino, y yo lo había tenido en brazos al poco de nacer. Sus piropos eran difíciles de encajar para mí. Traté de recomponerme, si algo odio en esta vida es mostrarme como una mujer débil o timorata.

—Cuando era jovencita, a mi madre no le gustaba que llevara tacones. Decía que era demasiado alta y que, con ellos puestos, les sacaba media cabeza a casi todos los chicos de mi edad.

Ambos reímos al unísono con mi comentario.

—Me alegro de que no le hicieras caso a tu madre. Es el claro ejemplo de que no siempre hay que tener en cuenta los consejos maternales.

Entramos al metro, a esas horas estaba atestado de gente y no había ningún asiento libre. Por lo que tuvimos que ir de pies, apilados como sardinas en lata. Me agarré a una de las barras verticales de metal, y enseguida me pareció notar que me estaban tocando el culo. Aunque no era la primera vez que me ocurría algo así, al principio dudé que pudiera ser el típico y fortuito roce, provocado por el leve traqueteo del vagón. Me incliné hacia delante, intentando escapar de ese grotesco tocamiento, girando el rostro hacia atrás, con absoluta seriedad, tratando de buscar al culpable. Detrás de mí, había un hombre con barba de unos cuarenta años, en un primer momento sospeché de él, porque al mirarlo me sonrió con cierta complicidad, como si estuviera tratando de coquetear conmigo. Pero a pesar de que se bajó en la siguiente parada, volví a notar un nuevo tocamiento. Pero esta vez, no se trataba de un simple sobeteo, alguien había palpado una de mis nalgas.

—¡Joder! —Exclamé quejándome, girándome de nuevo hacia atrás, tratando de identificar al agresor.

—¿Ocurre algo, tía? —Me preguntó Leo, con una especie de sonrisa que no supe identificar. Pero que me hizo sospechar inmediatamente de mi sobrino.

No respondí, no podía saber si había sido él, o me estaba comenzando a obsesionar y ofuscar con el tema. Me parecía increíble que ese chico de mirada limpia y transparente, se estuviera comportando como un verdadero obseso de vagón de metro. No podía ser.

Traté de olvidarme del tema lo antes posible. Asegurándome a mí misma que no podía haber sido Leo. «Los adolescentes podrían mostrarse atrevidos y descarados en camaradería, hablando en grupo con sus amigos. Pero luego en solitario solían ser tímidos y apocados». De todas formas, no era ni mucho menos la primera vez, que me ocurría algo parecido en el metro.

Después de enseñarle la zona, donde en un par de semanas comenzarían las clases, nos fuimos a tomar algo hasta la Plaza Nueva. Quería que redescubriera los buenos pinchos que la ciudad ofrece.

—Supongo que dormirías mal anoche, —le pregunté, a pesar de haberlo leído en su conversación de chat.

—He permanecido despierto toda la noche.

Entonces me vino a la cabeza la imagen de mi esposo encima de mí, haciéndome el amor, rememorando el chasquido que hacía del somier, marcando como un metrónomo sus blandas y suaves embestidas. Mis leves gemidos, mientras me dejaba follar por Alex, recordando lo que me había hecho gozar unas horas antes, el bueno de Fermín.

Estaba en esas elucubraciones, cuando percibí como dos jovencitas que estaban al fondo del bar, miraban a mi sobrino cuchicheando y riéndose entre ellas. No pude menos que expresar una sonrisa. Eran jóvenes y hermosas, pero Leo no dejaba de mirarme a mí, con sus penetrantes ojos azules.

—Creo que les has gustado a esas dos princesitas —indiqué al fin—. Tal vez podrías acercarte e invitarlas a tomar algo, seguro que estarían encantadas de darte su número de teléfono. Sería un comienzo aquí.

Él hizo un gesto con la mano, como dándome a entender que aquello no le parecía una buena idea.

—Ya te he comentado que no me interesan las muchachas de mi edad. Prefiero mujeres como tú. —Soltó de pronto, como quien habla del tiempo que va a hacer al día siguiente.

En un primer momento, pensé en desviar el tema hablándole de mis hijos, incrementando así la barrera entre él y yo. Pero no quería que pensara que podía intimidarme con un comentario tan directo.

—¡Vaya…! —Exclamé, riéndome— ¿Y tienes mucho éxito con las mujeres maduras? —Pregunté, en un tono más burlesco que realmente curioso.

—La verdad es que no tanto como a mí me gustaría —reconoció, sin perder su encantadora sonrisa—. Pero alguna experiencia sí que he tenido en ese sentido, —añadió orgulloso de sí mismo. Pavoneándose como un pavo real, exhibiendo sus coloridas plumas.

—¿En serio ocurren esas cosas? —Me interesé, simulando cierta inocencia al respecto—. ¿Realmente existen mujeres maduras, que se dejan seducir por imberbes jovencitos? Estaba convencida de que esas cosas, solo ocurrían en la trama de algunas novelas eróticas.

Tensó su rostro, como si mi comentario le hubiera molestado por no tomármelo en serio.

—Dos meses antes de venirme para acá, estuve con una mujer de más de cuarenta años —soltó, haciéndose el interesante.

—¿De verdad? —Pregunté, exagerando un gesto de sorpresa—. Veo que las mujeres latinas, son más calientes que las españolas. ¿Era guapa?

Él me miró de nuevo sonriendo. Como si su pertinaz enojo se hubiera disipado de repente.

—Ni la mitad que tú. Lo cierto es que no es comparable contigo, —me susurró acercándose peligrosamente, rozándome con sus labios el lóbulo de mi oreja—. No tiene ni tu precioso rostro, ni mucho menos tu llamativo cuerpo —añadió, posando sus ojos detenidamente en mi escote.

Creo que llegué a sonrojarme y aparté la mirada de él, volviendo a observar a las dos jóvenes del fondo.

—¿Era más guapa que ellas?

—No… Pero te aseguro que derrochaba mucho más morbo que las dos juntas.

Si alguien podía comprender lo que estaba explicando Leo, era precisamente yo. Cuando era jovencita llegué a estar realmente obsesionada por estar con hombres casados. Llegando a convertirme en la amante, incluso de algunos de los amigos de mi papá. En aquella época, Alex y yo éramos novios, y fue justo por entonces cuando comencé a serle infiel de forma reiterativa. Sabía lo exquisito que era el sabor del fruto de lo prohibido. Desde muy joven, todos esos “esposos ejemplares” y “padres respetables” que se acostaban conmigo en habitaciones de hotel o dentro de sus coches, vertiendo sobre mí, todas sus filias y depravaciones. Mostrándome y enseñándome un sexo mucho más oscuro y retorcido, pero más interesante y morboso que el que me podía ofrecer, el que por entonces era mi novio.

—¿Cómo se llamaba? —Pregunté interesada.

—Rosario, —respondió con cierto gesto de añoranza, como si al nombrarla, se diera cuenta de que la echaba de menos—. Está casada y tiene cuatro hijos. Rosarito es la más mayor. Iba conmigo a la escuela… —Aseguró, dejando escapar una mordaz sonrisa.

Suspiré.

—¡No sé cómo lo hacen! Pero hay mujeres que tienen tiempo para todo. Pueden criar a cuatro hijos, y todavía les queda tiempo libre para jugar con amantes… —Intenté frivolizar, quitándole hierro al asunto. Aunque lo cierto es que me estaba poniendo realmente cachonda escucharlo.

—Mamá la contrató el primer año que fuimos allá a vivir, para que cuidara de mi hermana y de mí, pero a medida que fuimos creciendo, comenzó a dedicarse exclusivamente a las tareas de la casa.

—¡Entiendo…! —Exclamé, arqueando las cejas—. Y, por lo que cuentas, la tal Rosario se extralimitó en cuidarte demasiado.

—Me encanta el poder hablar contigo de estas cosas. Me alegra poder tener alguien acá, con quien poder platicar con cierta confianza, —comentó, dándome un inesperado beso en una de mis mejillas.

—Me alegro de que te sientas a gusto con nosotros, —volví a interponer un muro entre él y yo, hablando en plural—. ¿Cómo fue la primera vez?

—¿De verdad quieres saberlo? —Me preguntó con cierta socarronería en su rostro—. Veo que eres una mujer morbosa…

—Puede que cotilla más bien. Tengo la curiosidad en saber, como llega una mujer casada y con hijos, a dejarse seducir por un muchacho.

Él sonrió, sabiendo que había despertado en mí todo el interés.

—Una mañana llegué a casa inesperadamente. En teoría, a esas horas solo debía de estar Rosario, mi hermana estaba en la escuela y mamá y papá tenían que trabajar. Cuando entré, escuché una especie de gemido que salía del piso superior, aunque al principio desconfíe que podría ser una especie de quejido o lamento, temiendo que a la pobre Rosario le hubiera podido ocurrir cualquier tipo de desgracia o accidente. Subí las escaleras de dos en dos, y cuando llegué a la planta superior, comprendí que aquello no era un sollozo —indicó riéndose—. El sonido venía claramente de la habitación de mis padres, me asomé con cautela. Estaban tan confiados que ni siquiera habían cerrado la puerta. Rosario estaba frente a mí, completamente desnuda y puesta a cuatro sobre la cama, como dicen por acá ustedes, en la postura del perrito. Mientras papá se la estaba cogiendo como un poseso. Nunca olvidaré el balanceo de sus enormes y flácidas tetas, al ritmo de las embestidas que le propinaba mi padre. Ella gemía y le pedía que le diera más fuerte. Te juro que me puso tan cachondo, que estuve a punto de ponerme a masturbar en aquel momento. Pero los ojos de ella y los míos se encontraron. Sentí terror en su mirada, fue como si de repente todo el placer y la calentura que la devoraba por dentro, se disipara en un solo segundo. Pero no dijo nada, dejó que mi papá se la siguiera follando.  A pesar de ello, permanecí observando hasta el final.

—Lo siento, tuvo que ser realmente duro para ti, presenciar la infidelidad de tu padre.

Leo sonrió, como si estuviese esperando mi réplica.

—Para nada, te juro que no guardo un mal recuerdo de ese día, todo lo contrario. Tanto es así que, según te lo he ido contando, se me ha puesto bien dura al recordarlo, —se atrevió a añadir.

Ese grosero comentario me llevó a bajar la mirada inconscientemente hasta su entrepierna. Como tratando de atestiguar si era cierto, y en verdad lo era. Un enorme bulto se dibujaba debajo de sus pantalones. Inmediatamente, traté de elevar la mirada topándome con su socarrona sonrisa.

—¿Tu padre sabe que lo viste follando con la niñera? —Pregunté, endureciendo mis palabras.

Leo negó con la cabeza, ates de proseguir con su infame relato.

—Fui a refugiarme a mi habitación, pero unos diez minutos después, cuando papá se había marchado de nuevo al trabajo, Rosario entró a mi dormitorio. Estaba nerviosa y se la notaba enormemente avergonzada. Sollozando como una niña pequeña, me rogó que por favor no dijera nada. Asegurándome, que estaba dispuesta a marcharse ese mismo día. Me pidió perdón desconsoladamente. Me explicó con terror que su esposo era un hombre muy celoso, y que cuando bebía perdía los nervios. Yo la tranquilicé y le aseguré que no contaría nada a nadie, que yo no era ningún chivato. Pero que, a cambio de mi silencio, ella tenía que hacer algo por mí.

—¡Cuidado! —Lo amenacé cortándolo en seco. Haciéndole un gesto con la mano—. Lo que me estás contando suena a chantaje, y deberías de saber que eso es un delito, además de una violación.

—Tranquila tía, no es lo que piensas. Simplemente, quería que me contara desde cuanto tiempo llevaba follándose a papá, necesitaba que me diera explicaciones. Ella comenzó a platicar conmigo, diciéndome que mi papá siempre había sido muy cercano y cariñoso con ella. Por lo visto, mi viejo llevaba follándosela desde que había comenzado a trabajar en la casa como niñera. Al principio, Rosario evitaba darme los detalles más escabrosos, pero poco a poco, se fue animando.

—¿No te dolió, que hubieran traicionado de esa forma a tu madre? —Pregunté, sin llegar a comprender que pudiera llegar a perdonar tan rápido a su padre.

Él negó con la cabeza.

—Al contrario. Creo que por primera vez llegué a estar orgulloso de él. Desde que recuerdo siempre ha estado ninguneado por mamá y por el abuelo.

Era cierto, su padre no era precisamente un hombre que tuviera demasiado carácter. Mi suegro siempre aseguró, que valía mucho menos que su hija.

—Continúa, por favor —solicité, pidiendo una nueva ronda de cervezas.

—Poco a poco la infeliz de Rosario se fue abriendo y me fue narrando todo. «Me está poniendo muy berraco escucharte», le aseguré, bajándome la cremallera y sacándome la verga con la intención de masturbarme, al mismo tiempo que la muy pendeja continuaba su exposición. No sé si lo hizo por contentarme o porque le apeteciera hacerlo, pero el caso, es que me agarró la verga y se la llevó a la boca. Me la habían mamado antes un par de niñatas, pero te juro que nada tenía que ver con la maestría que ella empleaba. Traté de cogérmela, pero no me lo permitió. Insistió en que no era de ser una mujer decente, copular con un padre y seguidamente con el hijo. Pero aún se me pone dura, —indicó, tocándose la entrepierna—, cuando recuerdo como enlefé sus gordas tetas. Ahora te toca a ti sincerarte. Estoy deseando conocer algún secreto tuyo, —respondió sonriendo.

—Lo siento, pero mi vida no es tan interesante como la tuya. Entre el trabajo, hacer las tareas de la casa, ir a la compra o cuidar de mis hijos y de mi esposo… no me queda tiempo para pensar en ese tipo de tonterías.

Él puso un gesto decepcionado.

—Bueno, pero puedes contarme otro tipo de cosas, que también me interesa saber. Al fin y al cabo, eres mi tía y quiero conocerte mejor.

—Ah, ¿sí? ¿Cómo cuáles?

—No sé… —Respondió dudando—. Algo que no le contarías a nadie más. Me encantará escucharte.

Yo me reí, sin duda el chico sabía mantener el tipo en una conversación como aquella.

—¡Está bien! Juguemos a preguntas y respuestas. Pregúntame lo que quieras.

Me miró de nuevo de arriba abajo, dejándome constancia de cuanto le apetecía mi cuerpo.

—Deseo conocerte mucho mejor. Mi primera pregunta es… —Dejó pasar unos segundos, tratando de que aumentara mi expectación—. ¿Qué talla de sostén usas? —Interpeló, sin que su voz temblara lo más mínimo.

Yo lancé una fuerte carcajada, me siento muy cómoda en ese tipo de morbosas conversaciones. Lo malo, es que Leo tan solo tenía dieciocho años y además era el sobrino de mi marido.

 —Cariño, las tallas son diferentes en la mayoría de los países de americanos, que en Europa. De todas formas, dejémoslo aquí, se hace tarde y es hora de volver a casa, —comenté, apurando lo que me quedaba de cerveza.

—Tío Alex es muy afortunado por tener una mujer como tú a su lado, —expresó, cogiéndome por la cintura, como intentando retenerme allí. Yo me sentí enormemente incómoda, mirando hacia los lados, para comprobar si alguien nos estaba observando. La diferencia de edad era más que palpable— ¿Una cien? —Me preguntó, mirándome fijamente al escote.

Debí enrojecer casi al instante. Sin embargo, fue mi fuerte orgullo el que me obligó reaccionar.

—No llevó sostén casi nunca, si puedo evitarlo, —respondí, dándole un manotazo para que me soltara.

—¿Son tuyas? —Preguntó, retirando las manos de mis caderas.

Yo me reí un poco más relajada, al notar su cuerpo un poco más distante del mío.

—¿Me estás preguntando si son operadas? —Él movió la cabeza afirmativamente—. Me temo que es todo genético… Tanto es así que, cuando era jovencita, estuve tentada a reducirme el pecho. Lo odiaba.

—Pues menos mal que no lo hiciste, hubiera sido un verdadero desperdicio. Tienes un busto y un escote portentoso.

—¿Tú crees? —Pregunté, sin darme apenas cuenta de que estaba coqueteando con el chico—. En aquella época yo practicaba deporte de forma bastante seria. Jugaba al baloncesto y a voleibol…  Tener un pecho grande es un incordio.

—¿Te atreverías a enseñármelas cuando lleguemos a casa?

Reconozco que casi me atraganté con su petición. No me esperaba ni mucho menos algo tan directo.

—¿Me estás pidiendo que te enseñe las tetas?

Él no perdió la compostura en su rostro, estaba claro que dijera lo que dijera, no se alteraba lo más mínimo. No comprendía, como con tan solo dieciocho años, era capaz de mantener en todo momento el tipo.

—Sería solo un momento. Nadie se enteraría, te lo prometo.

—Supongo que estarás hablando en broma —manifesté, mostrándome más seria.

—Solo las miraría. Será divertido.

—¡Estás loco! No pienso enseñarte las tetas.

Cuando llegamos por fin a casa, él se fue a su dormitorio. Yo me cambié de ropa y encendí el ordenador, ya que tenía que adelantar trabajo. Desde que habíamos convertido el despacho de mi esposo en su dormitorio, me veía obligada a hacerlo en la mesa del salón. Pero ese día mi cabeza estaba en otras cosas y era incapaz de concentrarme. Llamé por teléfono a Fermín, con la esperanza de poder verlo esa tarde, pero no me respondió, por lo que deduje que debía de estar haciendo de chófer para mi suegro.

Entonces pensé en Leo, en que estaría haciendo en su dormitorio. Imaginármelo masturbándose frente al ordenador, viendo videos o fotos porno de mujeres maduras con jovencitos, eso no contribuyó en absoluto a que mi estúpida calentura disminuyera. Me sentía como una gata en celo.

Me acerqué hasta su habitación y pegué mi oreja a la puerta, pero no pude escuchar nada. Golpeé la madera dos veces con los nudillos y la abrí. Tal y como había supuesto, Leo estaba sentado en el escritorio frente al ordenador, solamente vestido con unos ajustados calzoncillos negros. Me sonrió.

—¿Necesitas algo, tía? —Preguntó girándose hacia mí, sin sentirse incómodo por estar únicamente en ropa interior.

Yo carraspeé dos veces, como si necesitara aclarar la voz. Su tórax estaba completamente depilado, mientras que su cuerpo se percibía mucho más fuerte y fibrado, de lo que se podía intuir cuando estaba vestido. Quedándome claro que era asiduo al gimnasio.

—Iba a pedir algo para comer. ¿Te apetece alguna cosa en especial? —Improvisé, asomando medio cuerpo hacia dentro.

—Me temo que lo que a mí me gustaría comerme hoy, no está disponible en el menú. Por lo tanto, pide lo que a ti te apetezca, —respondió, con enorme aplomo para un chico de su edad. Luego regresó a mirar la pantalla del ordenador, como olvidándose de que yo estaba presente.

Cerré la puerta acordándome de mi esposo, a su edad era un chico tímido e inseguro, que para nada se parecía a Leo. A pesar de ser un hombre verdaderamente atractivo, Alex nunca ha sabido coquetear ni mostrarse zalamero con las mujeres. Inmediatamente, pensé en mi suegro, sin duda, el chico había sacado de él todo su desparpajo y socarronería. Reflexioné un instante, llegando a la conclusión de que, precisamente, eso era lo que más me atraía de mi sobrino. Inconscientemente, me recordaba enormemente a mi suegro.

Nunca se me olvidará la primera vez que lo vi. Llevaba ya unos meses saliendo con Alex, y él se empeñó, en que quería presentarme a sus padres. De alguna forma era una manera de formalizar lo nuestro, y él siempre tuvo demasiado miedo a perderme. Organizaron una cena informal en el suntuoso jardín de la casa. Alex me había avisado del difícil carácter de su padre, estaba muy nervioso de cómo podría caerle «al viejo», apodo que él empleaba para referirse a su progenitor, cuando no estaba presente.

Tengo que decir que, si mi familia era conservadora y tradicional, la suya lo era de forma exagerada. Me había vestido para el evento de forma bastante discreta, tratando de encajar bien con aquella gente. Llevaba un elegante vestido azul marino que me llegaba cuatro o cinco dedos, por encima de la rodilla, con unas llamativas sandalias con bastante tacón, engalanadas con cristales de Swarovski. Recuerdo que me había pintado las uñas de los pies, de un color blanco, buscando que resaltarán visiblemente de los brillantes cristales.

La primera impresión que me llevé al ver por primera vez, al que sería mi suegro, es que era bastante más mayor de lo que yo había calculado. A pesar del calor de esa noche, pues era verano, él vestía con traje y corbata. Tenía una espesa y larga barba, totalmente blanca, que le confería un aire excéntrico, algo que contrarrestaba con una personalidad tan tradicional y conservadora. Cuando lo conocí, ya había sufrido una trombosis en su pierna derecha, por lo que se apoyaba para caminar en un elegante bastón de madera de avellano, con una redonda empuñadura de marfil, donde llevaba sus iniciales grabadas en oro.

Jacobo apenas despegó los labios durante toda la cena, y nada más terminar, alegando estar cansado, le dio dos besos a su esposa y se despidió de todos marchándose para casa. En parte sentí cierto alivio, ya que su presencia me hacía estar en continua tensión. No obstante, me sentí derrotada en mi intento de caerles bien a los padres de mi novio. Siendo consciente de lo importante que eso era, para que mi relación con Alex llegara a buen puerto.

Un rato después, pedí permiso educadamente para ir al baño, Alex se ofreció en acompañarme, pero su madre haciendo de anfitriona me había enseñado la casa antes de la cena, y le dije que no hacía falta. Recuerdo que nada más cruzar la puerta, fantaseé que, si un día me llegaba a casar con mi novio, yo misma podría tener una casa como aquella. Cotilleé asombrada la planta baja.

—Me gustan tus pies, —escuché cuando me asomé a una especie de saloncito. La voz era la de mi futuro suegro, que permanecía sentado, con la pierna derecha completamente estirada, sosteniendo un periódico entre sus manos. A su lado, en una pequeña mesita auxiliar, reposaba su inseparable bastón, junto a una botella de vino de Oporto y un puro habano que humeaba sin cesar, sobre un cenicero de cristal.

—Gracias, —respondí sonriendo—. La casa es tan grande que me he perdido, estaba buscando el baño.

—Tranquila, no tienes que disculparte. Entra un momento, no hemos tenido la oportunidad de hablar en toda la noche. Mi mujer es como una cotorra que habla sin sentido. Pese a lo que te hayan contado de mí, te aseguro que no muerdo, —expresó con su autoritaria voz, al tiempo que doblaba el periódico y lo ponía sobre la mesa.

—Tienen una casa preciosa, decorada con mucho gusto —mentí, pues, aunque la casa era muy lujosa, lo cierto es que la decoración era bastante barroca y recargada.

No siempre las primeras impresiones son ciertas, había algo en ese hombre que me hacía permanecer nerviosa, trasmitiéndome muy malas sensaciones. Quien me iba a decir a mí, la estrecha y buena relación que llegaríamos a mantener durante tantos y tantos años.

—¿Tan viejo me ves? —Preguntó, intentando esbozar una sonrisa que no encajaba para nada con su adusto rostro—. No me hables de usted, puedes llamarme Yago. Al fin y al cabo, somos casi ya de la familia.

—Como quieras, Yago, —contesté incómoda.

—Sin duda mi hijo ha tenido muy buen ojo contigo. Eres realmente bonita, —expresó, haciéndome sentir como un objeto decorativo, para el linaje de la familia.

Esa fue la primera vez que noté sus ojos recorriendo mi cuerpo. Pese a ser tan jovencita, yo no era tan inocente como había querido mostrar durante la cena, y tenía la suficiente experiencia, para saber como miran algunos hombres maduros.

—Alex es un gran chico, estamos muy felices juntos, —manifesté, poniendo ojitos tiernos y mimosos.

—¿Crees en la herencia genética? —Preguntó atusándose la larga y canosa barba, al tiempo que cogía el bastón de la mesa.

—Mi madre es danesa. De ella heredé el color de mis ojos y de mi pelo —respondí, intuyendo por donde podían ir los tiros.

—Date la vuelta —ordenó, con su imperativo tono de voz, al tiempo que hacía un gesto con la mano—. Ahora que tengo la oportunidad de hacerlo, quiero observarte con más detalle.

—No entiendo, —titubeé, algo asustada y confusa.

—Olivia, —me llamó por mi nombre por primera vez—, sabes de sobra a que me refiero, y si no lo sospechas aún, es que no eres tan avispada como yo te imagina. ¿Te consideras una chica inteligente?

Cerré los ojos, sabía la enorme influencia que Jacobo tenía sobre su mujer y sus hijos. Era una mezcla de autócrata y déspota, que estaba acostumbrado a que todo el mundo, tanto en la empresa como en su familia, lo obedecieran sin rechistar. Me di la vuelta, deseando que ese instante terminara cuanto antes, para poder volver al jardín junto a mi novio.

—Alex, —comencé diciendo en tono verdaderamente angustiado—, me está esperando fuera.

Percibí como su bastón, levantaba mi vestido hacia arriba, lenta, pero inexorablemente. Podía sentir el roce de la madera deslizándose por la cara interna de mis muslos.

—Estás estupenda —aseguró examinándome con detenimiento, como quien analiza a una yegua que quiere adquirir—. Tienes un precioso muslamen. Abre un poco las piernas. —No pude responder ni tampoco protesté. Solo obedecí. Notando como el bastón ascendía peligrosamente hacia arriba, pudiéndolo sentir directamente sobre mis bragas—. Me gustas mucho Olivia. Seguro que tienes un coñito de princesa.

—Por favor, Jacobo. Esto no está bien, tu hijo me está esperando fuera, —intenté hacerlo razonar.

Sentí placer cuando el bastón incrementó el roce sobre mi sexo, hundiéndose en medio de mi vulva, siempre sobre la tela de las bragas.

—Te estás mojando. —me confirió.

—No es cierto, —mentí—. Solo quiero irme.

—¿Y por qué no lo haces? —Preguntó, con su tono calmado pero áspero al mismo tiempo.

Dudé qué responder. Era cierto que quería irme y olvidarme de mi encuentro con Jacobo cuanto antes. Pero una insana atracción a querer experimentar aquello, me mantenía dócil y obediente.

—No lo sé…

—Te han follado ya muchos chicos, ¿verdad? —Me preguntó, con toda naturalidad—. Apuesto mi pellejo, a que ya tienes una larga experiencia en hombres. ¿Me equivoco, Olivia?

Era cierto que Alex me había desvirgado unos meses antes, pero desde ese momento había una lista de hombres, normalmente maduros, que habían conseguido seducirme a espaldas de mi novio.

—¡No tengo por qué soportar esto! —Exclamé enfadada, pero algo dentro de mí me impedía moverme, mientras el bastón seguía toqueteándome mis partes más íntimas.

—¡Cállate o te bajaré las bragas y te follaré aquí mismo! ¡Respóndeme! ¿Cuántos te han follado?

—Solo he estado con tu hijo —mentí, cuando pude haberme escapado de allí. Pero había algo en ese pernicioso juego que me mantenía excitada.

El viejo lanzó una carcajada, dando por hecho que se mofaba de mi respuesta. Entonces sentí el bastón, bordeando hábilmente la tela de las bragas, rozando directamente mi sexo.

—Volvamos a intentarlo otra vez —dijo dando un suspiro—. ¿A cuántos les has permitido metértela en este tierno conejito?

Sentí la punta del bastón rozando la entrada de mi vagina, haciéndome sentir un placentero escalofrío, que me hizo ser consciente de lo tremendamente cachonda, que el viejo había sabido ponerme. Aún era muy joven para comprender mi compleja y desatada sexualidad.

—Con dos, —respondí, girando la cabeza para mirarlo a los ojos—. Me han follado dos, además de tu hijo, —maticé, mordiéndome el labio inferior.

—Eres toda una golfa. Una preciosa e inteligente zorra, que me va a dar unos nietos preciosos, —masculló.

No pude soportarlo más, me incliné un poco hacia delante, escapando así del alcance de su bastón. A continuación, me di la vuelta y lo miré a los ojos; pequeños y oscuros, algo hundidos en el rostro y un poco más juntos de lo normal, recordándome a un ave rapaz. Pero desprendían un brillo especial, delatando una astucia fuera de lo común.

—Yago, no te voy a consentir que…

—¡Cállate y ponlos aquí! —interrumpió mi protesta—. Quiero ver esos bonitos pies de cerca, —manifestó, señalando su rodilla. Suspiré para coger fuerzas—. Tranquila mi niña, no tienes nada que temer. Recuerda que a partir de ahora yo siempre cuidaré de ti. —Trató de tranquilizarme. Y tengo que decir, en su honor, que todo lo que me prometió ese día fue cierto. Siempre pude contar con él para todo.

Levanté mi pierna y posé el pie sobre el regazo de mi futuro suegro. Al tiempo que miraba en dirección a la puerta, temerosa de que alguien pudiera sorprendernos en aquel indecoroso y absurdo juego. Observé, en un sepulcral y respetuoso silencio, como el viejo me desabrochaba con suma lentitud la sandalia. Luego acarició mi pie desnudo con mimo y delicadeza, con un deleite que jamás había sentido en otro hombre. Rodeándome el tobillo hasta tocar mis dedos. Manteniendo entre ambos en todo momento un contacto visual, se lo llevó a la boca y comenzó a chuparlo y a besarlo. Sentí su saliva resbalando entre mis dedos.

—¡Ah…! —suspiré deleitosa y excitada. Nadie había jugado de esa forma conmigo hasta ese día. Me sentía realmente poderosa, notando su lengua entre los dedos de mis delicados y cuidados pies—. ¡Me haces cosquillas! —Traté de disimular ese inoportuno gemido, que delataba estar disfrutando con todo aquello. Lamentando, como me ocurrió siempre, porque con Alex no conseguía ponerme así de cachonda.

—Estás deliciosa. Te casarás con mi hijo y serás la madre de mis nietos, pero te juro que serás mucho más para mí, que una de mis nueras —aseguró, haciendo de futurólogo.

Llevó mi pie hasta su entrepierna, haciéndome sentir el calor de sus genitales, sobre la fina tela de tergal de los pantalones. Incluso me pareció percibir una innoble erección. A continuación, con la misma parsimonia y delicadeza con la que me había descalzado, me puso la sandalia.

—Tengo que irme, —alegué retirando mi pie de su regazo—. No sé cuánto rato llevamos…

—¡Está bien! —Aceptó al fin—. Ve con ellos. Ya tendremos ocasión de irnos conociendo. Me gustas mucho Olivia.

Yo era consciente de que un hombre con su poder y dinero, podría tener casi a la amante que deseara. Sin embargo, siempre ha estado encaprichado de mí.

Habían pasado muchos años desde aquel día. En esos momentos, lejos de ser esa adorable jovencita, yo era una mujer casada y madura; madre de dos hijos. Tal y como Yago había pronosticado en ese primer encuentro. A pesar de su buena salud y de seguir en la empresa al pie del cañón, Jacobo ya no era ni la sombra de lo que había sido. Poco a poco, se había ido convirtiendo en un respetable anciano. Pero ese día yo había creído percibir todo el legado de su compleja y poderosa personalidad, en Leo. Su joven nieto.

«Sin duda, el viejo tenía razón aquel lejano día, sobre el poder de la genética», pensé sonriendo.

(Continuará)

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