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Veinte meses después…
(Andrés)
Hacía un sol maravilloso en la costa del levante español. El verano estaba a punto de empezar. En realidad desde el veintiuno de junio ya estaba presente, pero las vacaciones de los niños, las oleadas de los turistas y los problemas para aparcar, todavía no habían llegado.
Acababa de salir del gimnasio, donde había conseguido vender un buen lote de productos proteínicos. Aquello me garantizaba que el verano no fuera malo. Como fijo discontinuo en el colegio, me esperaban dos meses en los que no cobraría y tenía que ganarme la vida. Por desgracia, no podía tumbarme en la playa tranquilamente o relajarme tomándome unas cervezas en un chiringuito.
Estaba siendo dura la aclimatación, porque los trabajos, aunque no me habían faltado, eran de sueldo justo. Digo que no me faltaron, pero no es del todo cierto. En el colegio, ser profesor de Educación Física me daba la base y el mínimo para sobrevivir dignamente. El poco ahorro que conseguía provenía de los extras por vender productos alimenticios deportivos y lo que saliera. Incluso, hace unos meses, intenté colocar en varios clubes de fútbol amateur y gimnasios, unos tensiómetros, medidores de azúcar y oxígeno en sangre. Vendí algunos, pero no los suficientes, con lo que las comisiones fueron muy escasas, haciendo que, además, perdiera un tiempo que podría haber invertido en lo que mejor rentabilidad me estaba dando: bebidas isotónicas y proteínicas para los obsesionados con las pesas y mancuernas.
Mi padre hacía un mes que había fallecido. Y mi madre, estaba a punto. Un cáncer agravado por una demencia senil que avanzaba de forma galopante. Había veces que pensaba que era mejor que cuando se fuera de aquí lo hiciera conociéndome, en mi casa, y no en manos de extraños. Pero yo no la sabía cuidar. No estaba apenas en casa y no se podía quedar sola. Por eso estaba en una residencia donde la cuidaban y a la que yo acudía prácticamente todos los días por la tarde a acompañarla. Intentaba verla siempre que podía y era raro el día que faltaba a mi cita con ella. Pasar con ella la tarde y los fines de semana, o el tiempo que mis ocupaciones, estables y temporales me permitían, era sagrado y lo utilizaba simplemente en estar con ella, aunque muchas veces ni me conocía y apenas hablaba ya.
Como decía, estaba siendo duro… Muy duro. Y más sin Vicky, de la que me acordaba todos los segundos de mi vida. A veces me invadía la angustia de que me quedaba solo, que no tenía a nadie para apoyarme. Cuando recordaba a mi hijo o a mi padre, entonces miraba a mi madre y pensaba lo complicada que es la vida. Ella ya empezaba a tener la mirada ida y perdida en algún punto del pasado. Entonces me entraban ganas de llorar cuando la veía así, ausente y perdida. Sin que ella me viera, no me podía aguantar descargar unas lágrimas. A veces le acariciaba la mejilla y me sonreía de forma alejada porque cada vez me conocía menos…
Por suerte no debía un euro a nadie, pero me costaba llegar a fin de mes. Y eso, durante algunas fechas me provocó la tentación de volver a la prostitución. Si soy sincero, no hubo solo una sola vez que aquella idea me tentara. Las dudas me llegaban, o me llegaron, porque aunque he avanzado mucho en ese aspecto, cuando llegaba fin de mes y las comisiones comerciales no han sido suficientes, me faltaba y debía de tirar de tarjeta para demorar los pagos y diferir mi escaso saldo bancario.
No gastaba mucho porque apenas salía. De hecho, cada día cocinaba más. No es que fuera un chef ni un experto, pero me iba defendiendo cada vez mejor. Y hasta le encontré gusto a preparar la comida y la cena de cualquier día, o incluso la de varios. Me distraía y entretenía, sobre todo cuando me colocaba música en mis auriculares y me dejaba llevar, sin pensar en nada. Y aunque he procurado olvidarla, Vicky siempre regresaba a mi cabeza.
Un buen día, desapareció. Habíamos decidido que yo me vendría a la costa antes que ella. Aquella noche, la primera en que le pagaban los mil euros, volvió extraña, preocupada y un poco ausente. Cuando le pregunté, me dijo que estaba cansada y que las fiestas empezaban a saturarla. No le di mayor importancia, hasta que unos días después, me dijo que volvía a una de esas fiestas a cobrar otros mil euros. No habían pasado ni tres noches de la anterior. Entonces tuvimos la primera discusión seria.
—Vicky… —intenté decírselo calmado—, hemos decidido dejar esto. No podemos volver una y otra vez. Aunque el dinero sea tentador.
—Me hace falta —me dijo mientras se maquillaba, sin apenas mirarme.
Nunca habíamos discutido. Ni siquiera pasaba de un par de horas si alguna vez nos enfadábamos por algo sin importancia. Era discusiones tontas, de cabezonería y sin mayor trascendencia. Pero esa vez, noté algo extraño y peligroso en ella. No me miraba, me contestaba cortante y con frases rápidas.
—Vicky… —intenté razonar.
—Andrés —suspiró y mientras cerraba el lápiz labial frotándose los labios uno con otro para extender bien el brillo, me miró un instante—, no soy una cría. Sé lo que tengo que hacer.
Aquella respuesta me dejó helado. Siempre habíamos intentado tratar los asuntos que nos concernían a ambos de una forma amable y tranquila. Aquel día, todo fue distinto.
—¿Te pasa algo? —pregunté preocupado.
—¿A mí? —respondió retocándose con un dedo la comisura de los labios.
—Sí, a ti.
—No me pasa nada. No te preocupes. Es solo dinero. Queremos irnos, dejar esto, pero sabes que necesito más para ir sobre seguro.
Me extrañó de nuevo la respuesta. Me había dicho lo que le cobró al cliente del verano. Y no era poco. Menos que lo que me pagó Macarena, pero era una cantidad aceptable para ir empezando. Podía entender que quisiera un colchón algo mayor, una seguridad añadida. Pero no me parecía que mil euros por una noche, aunque fuera una cantidad importante, nos cambiase mucho la vida. Fue entonces cuando me pasó por la cabeza que ella había decidido seguir por un tiempo con esto. Nunca sabré si la pregunta fue pertinente. Pero la contestación fue abrupta, llena de impaciencia y casi de hostilidad.
—¿Y tienes pensado ir a más fiestas de esas?
Me miró entre sorprendida y molesta. No dijo nada y se levantó del bidé, donde siempre se sentaba para retocarse. Cerró el espejo, salió del baño haciendo que me apartara y entró en nuestro dormitorio.
—Vicky, no te entiendo… Joder, habíamos pensado…
—Andrés —me quedé callado. En sus ojos había una especie de aversión, de rechazo, que no supe medir bien ni entender—, soy mayorcita. No lo hago por gusto, sino porque lo necesito. Tú has podido ahorrar un dinero, pero yo no. O no lo suficiente. —Hablaba rápido, de forma tajante, casi imperiosa, pero evitaba fijar sus ojos en los míos. Algo le pasaba.
—Pero Vicky, lo que yo tengo es de los dos.
No dijo nada. Se limitó a mirarme un escaso segundo, y apretó las mandíbulas. Por un momento creí que se echaba a llorar, pero se recompuso, cerró los ojos, inspiró, cogió el pequeño bolso y empezó a andar hacia el pasillo, seria concentrada. Quizá debí detenerla, y ahora creo que fue un error no hacerlo.
Hay cosas que se te quedan grabadas en la cabeza. Sonidos, olores, colores… De esa noche, recuerdo el taconeo mientras avanzaba por el pasillo camino de la puerta para irse. Me pareció firme, decidido, seguro. Aquel sonido me mató, pero no tanto como su frase siguiente.
—No me esperes levantado.
Cuando la puerta se cerró, intuí que el infierno empezaba a apoderarse mi vida.
Hubo más fiestas de mil euros la noche y las broncas entre nosotros se sucedieron. Siempre era lo mismo y las respuestas, tanto de uno como de otro, se afilaron hasta hacerse cortantes y duras. Un noche la escuché llorar en silencio y me acerqué a ella. Se refugió en mis brazos. Era un llanto doliente, silencioso y lleno de tristeza.
—Vicky, vámonos. Mañana mismo. Olvidemos todo esto… —le susurré mientras la acariciaba el pelo.
Ella siguió llorando, pero no dijo nada. Me abrazó la cintura y hundió un poco más la cabeza en mi pecho.
—¿Qué te está pasando, Vicky? Por favor, cuéntamelo.
Pero se mantuvo el silencio y yo sentí sus lágrimas en mi pecho. Noté que se aferraba a mí, que se refugiaba. Pero no sabía de qué. No me había dicho mucho de aquellas fiestas, pero intuía que el problema venía por ahí. Hasta que Andrea no la llamó para ofrecerle aquel trabajo de mil euros por una sola noche, todo iba bien. No entendía nada, pero ella callaba.
—Hazme el amor… Por favor, Andrés —susurró muy bajito.
—Vicky…
—Por favor… no digas nada más. Quiéreme hoy.
—Te quiero. Siempre.
—Lo sé. Pero hoy más, por favor.
—¿Qué ha pasado hoy, Vicky? —Intenté preguntarle.
Pero ella me cerró la boca con un beso tierno. Abrimos los labios y nuestras lenguas se enredaron despacio, suavemente.
Hicimos el amor aquella noche. De forma pausada, serena, sin palabras ni gestos procaces. Parecíamos dos novios adolescentes, asustados y poco duchos. Creo que nos esforzamos en ser tiernos, lentos. Yo saboreé su boca, su lengua, su vientre y sus entrañas.
Ella solo se dejó penetrar de forma serena, contenida y dócil. Me abrazó mientras yo percutía sobre ella atento a sus gestos. Pero ella permaneció con los ojos cerrados, como si no quisiera mirarme. Quise creer que estaba concentrada y que, en medio de la oscuridad de nuestro dormitorio, prefería sentir a ver.
Sentí sus movimientos, con una lentitud y cadencia que no eran normales. Me dio por pensar que quería sentir lo que le era imposible con otros hombres, con sus clientes. Y me esforcé en que fuera así. Hundía mi miembro en ella con lentitud, con paciencia, buscando alguna pista de lo que le sucedía a Vicky. Ni siquiera cuando noté que ella estaba cercana al clímax y yo aceleré, me lo permitió. Me hizo continuar con tranquilidad, demorando aquel instante en que alcanzó el orgasmo.
No emitió apenas sonidos. Ni gimió, ni exhaló suspiros o gruñidos propios del momento. Fue un clímax manso, tenue, de sonrisa dulce y apacible. Unos segundos después, cuando se diluyó aquel orgasmo, me abrazó con fuerza y yo intuí que estaba necesitada. Sentí una fragilidad que hasta ese momento no había sido capaz de ver en nuestras discusiones.
Fui a hablar y a decirle que mañana mismo nos íbamos y que estaba dispuesto a pedírselo, a rogárselo. Pero se me adelantó
—Andrés —musitó de forma muy tenue—, no puedo dejarlo. No puedo… —repitió compungida de nuevo, mientras escondía su cabeza entre la mía y mi hombro—. Por ahora… —añadió un segundo después—. Dame un poco de tiempo, por favor.
Volvió a llorar desconsoladamente, pero en silencio. Se aferró a mí otra vez y me giré. La vi sensible, frágil, y antes de que de nuevo pudiera decir nada, ella me besó. Vi sus ojos llenos de tristeza, aguados, profundos, oscurísimos. Muy apenados. Me asusté.
—Tiempo… Solo necesito tiempo —musitó con tristeza.
—Vicky… —fui a decir que se olvidara de todo, que seríamos capaces de sobrevivir y hacernos a la vida normal. Que ambos éramos más fuertes de lo que aparentábamos. Pero ella me besó suavemente en los labios, y ya no nos dijimos nada más.
Y ese fue mi error.
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Fragmento de "Pasado Imperfecto", novela publicado por Lola Barnon en Amazon. Cualquier intento de copia, plagio o uso diferente al expresamente dado por la autora o la editorial dueña de los derechos de publicación, será denunciado y perseguido en los tribunales.