PRIMERA PARTE: EL VERANO
Qué rápido vuela el tiempo. Tengo 32 años y me caso en un mes. Con Susana, una espléndida rubia hija de un naviero. No se puede pedir más. Sobre todo para alguien como yo, un simple economista hijo de profesores de Dibujo y Literatura, respectivamente. Clase media de verdad, sin ínfulas. Estoy enamorado y todos estamos contentos. Pero ahora que voy a dar ese paso tan trascendental, ha vuelto a mi cabeza Julia… Julia… Quizás la única mujer que he amado. Al menos, de ese modo febril y despreocupado que es el que deja huella en la mente, herida en la carne e incendio en el corazón.
Pasó hace diez años, pero los sentimientos que me despertó fueron tan intensos que sigue muy vívido en mi memoria. Matemáticas Financieras fue la asignatura que tuvo la culpa.
—Acabo de confirmarlo con ella. Te quedas aquí todo el verano repasando… —dijo mi madre con cara de felicidad, como si acabara de tocarle la lotería.
—¡Pero mamá!
—Ni pero, ni pera. No podemos permitirnos pagar segunda matrícula. Haberte presentado al examen cuando te tocaba. Doña Julia nos hace un favor.
—¿Doña? Tiene tres años menos que tú y tengo que llamarle Doña Julia? —Se me escapó un bufido—. ¡Anda y que os zurzan! A ti y a ella.
—¡Jorge! Eres mayor de edad y ya sabes que en mi instituto, Julia De la Torre es una institución, pero a mí no me hables en ese tono. ¡Soy tu madre!
—Per… perdona… pero es que no entiendo por qué no puedo ir a clase de Financieras en la playa…
—¡Porque no hay academias que las impartan! Es un pueblecito de costa, nadie va a veranear allí con las Matemáticas colgando hijo… —Terció mi padre intentando contener la risa.
Y así, sin poder oponerme, despedí a mis padres y me vi obligado a instalarme durante casi dos meses en el adosado de Julia. Tenía por entonces 48 años y a mí, que tenía 22, me parecía una señora tan impenetrable como un muro de cemento. Era jefa del Departamento de Matemáticas en el mismo instituto en el que trabajaban mis padres y había perdido a su marido dos años antes, de un cáncer fulminante. Él era médico, bastante mayor que ella y daba clase de Neurología en la universidad. Una eminencia, decían todos. Aquel verano yo sabía todas esas cosas y me importaban una mierda.
—Sé educado y ayúdala en lo que te pida. —Suplicó mi madre con esos ojitos que sabía poner cuando quería ablandarme—. Está sola y al no tener hijos, debe de estar pasándolo mal. Su carácter no le deja admitirlo. Ella y Emilio se querían mucho. ¡Pobre! Hazle compañía, no le des más quebraderos de cabeza.
—Mamá, estoy acabando cuarto de carrera. No hace falta que me trates como si no necesitara afeitarme.
—Vamos, Eli. —Metió prisa mi padre desde el coche—. Ya es mayorcito. Sabrá cuidarse.
Llegué a su adosado justo antes de comer. La había tratado desde niño hasta antes de empezar la universidad como una amiga de mis padres, muy en sintonía con ellos y muy seria conmigo. Para no aparecer de manos vacías, compré dos trocitos de tarta San Marcos. Primer impacto: me abrió la puerta con un sencillo vestido azul que mostraba sus piernas. Tenía melena rubia por los hombros y un cuerpo estilizado para su edad. La Doña Julia que yo recordaba no era tan… poco señora. Ella también parecía recordar otra versión de mí, porque no le cabían sus enormes ojos color avellana en la cara:
—¡Jor… Jorge! La última vez que te vi no eras tan… —Se atusó el pelo.
—¿Alto? —Sonreí como un imbécil y me arrepentí de haber abierto la boca.
—Perdona, es que tenía otra idea mental de ti. Ha pasado mucho tiempo. ¿Cuánto mides?
—1,86 pero sigo siendo el mismo.
—Si fueras el mismo ahora que a los 13 años, vaya problemón tendrían tus padres…
Soy de espalda ancha y en aquel tiempo, salía bastante a correr, así que estaba fuerte sin parecer un portero de discoteca. Mi estatura va acompañada de pelo castaño y ojos de un azul grisáceo que, según madre, son indefinidos desde que nací, igual que los de mi abuelo.
—Espero no incordiarla demasiado... —añadí, cortado al descubrirme falto de ironía.
—No lo creo. Me vendrá bien la compañía. Pasa. Llámame Julia, por favor.
Después de tan absurdo comienzo, su casa me sorprendió tanto como ella misma. Paredes blancas, un gran sofá moderno, una pequeña piscina en el jardín, mucha luz. Tampoco la recordaba así de niño, parecía remodelada. Me instaló en un dormitorio enfrente del suyo con su propio baño, cama amplia y una butaca mecedora. Un gato de angora de andares aristocráticos y ojos miel paseaba por la planta baja. De aquella primera noche recuerdo dos cosas: que apenas dormí pensando en Isabel, una novieta de la facultad con la que acababa de cortar y que Julia me dejó muy claras sus reglas:
—Daremos clase por la mañana de lunes a viernes. Una hora y media o dos, depende de lo que necesites, con 15 minutos de descanso. Seré inflexible con eso, salvo que te esté dando un infarto o un ictus. —Sonrió—. Como somos adultos, guardaremos la flexibilidad para todo lo demás. Si no vas a comer o cenar, te agradezco que me avises, así como de alguna intolerancia. Odio tirar comida. Los fines de semana son de libre disposición, aunque puede que te haga examen de repaso algún sábado. Y bastante suerte tienes de estar advertido. Me gustan los exámenes sorpresa. —Volvió a sonreír.
Vaya, vaya con Doña Julia… Mi yo adolescente había guardado de ella una imagen irreal, algo que al parecer era mutuo. Tal y como predijo, mantuvo su talante rígido para las clases, que hacíamos en un despachito con mesa de cristal, conectado al salón por una puerta escamoteable. A mi pesar, tuve que darle la razón a mi madre: Julia De la Torre era condenadamente buena explicando Matemáticas Financieras. Aprendí más con ella en una semana, que con mi profesor en todo el curso. Además, era ágil, iba al grano y resolvía con fluidez las numerosas dudas que le planteé, sobre todo al principio.
En el día a día, nos organizábamos bien. La ayudaba con la compra, sacaba la basura e intentaba ser amable, pero ella no ejercía supervisión sobre mí, lo cual me gustó. Al no haber tenido hijos, rompía con la idea de mujer madura que yo tenía, una proyección inconsciente de mi propia madre. Al cabo de dos semanas y dado que mis progresos eran de su agrado, le dije que iría unos días a las fiestas del pueblo de mi compañero de habitación en la residencia de estudiantes. No puso pegas e incluso planeó irse ella también a visitar a su hermano y a sus sobrinos, que vivían a dos horas en coche. La noche anterior, tuvo lugar el suceso que lo cambió todo.
Hacía calor y ni en pelota picada conseguía dormir. Me puse unos gayumbos y bajé a la cocina a por un poco de agua, zumo o lo que hubiera en la nevera. La puerta entreabierta de su dormitorio dejaba salir un rayito de luz tenue que me atrapó como la luz atrapa a un mosquito. Se estaba cambiando de espaldas a la puerta y pude ver cómo se quitaba la camiseta y los pantalones flojos que llevaba hasta quedar en ropa interior. No podía moverme, con la vista fija en su lencería rosa, cuya parte superior también se quitó. Tenía unos hombros perfectos y los laterales de su torso insinuaban unos pechos generosos. Era mi noche de suerte, porque acto seguido se quitó las braguitas y se agachó para mostrarme un culo turgente, impropio de una madura. ¡Qué demonios! No era una viuda aburrida, era una mujer que estaba como un puto tren. Luego se soltó el pelo con un movimiento de cabeza propio de una película y se puso un camisón corto de tirantes. Salí pitando hacia la cocina antes de provocar un desastre, con una erección considerable.
Cuando tuve ante mí la encimera blanca de aquella enorme cocina con muebles grises, lo último que necesitaba era agua. No me cabía la tranca en el calzoncillo y no me podía ir a dormir con ella como una piedra. Llevaba un mes sin catar hembra, así que me la saqué y empecé a pajearme a oscuras, recreándome en la imagen mental de la rubia melena de Julia cayendo por su espalda, en sus nalgas espléndidas, en su delgadez estilosa. Mis jadeos inundaban toda la cocina. Apoyé el trasero en la encimera y aceleré sin pensar en nada más que en correrme. Y vaya si me corrí, a chorros, con los ojos cerrados de gusto. Al abrirlos, la luz estaba encendida y Julia me miraba fijamente, descalza y con su camisoncito vaporoso sin nada debajo, como insinuaba el triángulo oscuro de su entrepierna y sus pezones bien marcados bajo la tela. El tamaño de mi rabo le había quitado el habla, porque tenía los ojos clavados en él sin mover un solo músculo. Por inercia, me cubrí como los futbolistas en la barrera, pero poco podía hacer para evaporar la lechada esparcida por el suelo.
—¡Yo…! —Balbuceé casi sin fuerzas, extenuado del orgasmo.
Julia se giró y subió las escaleras como quien huye de un carterista. Limpié mis fluidos, bebí agua y volví a la cama. La puerta del dormitorio de mi anfitriona estaba cerrada a cal y canto. Me sentía un completo gilipollas, pero la liberación que me había dado la corrida fue más fuerte que mi raciocinio y dormí como un tronco.
A la mañana siguiente me levanté tempranísimo y me fui sin cruzarme con ella, no sin antes dejarle un buen desayuno preparado y escribir Lo siento en una nota en la mesa de la cocina. Solo estuve fuera 5 días que me hicieron larguísimos. No extrañaba las Financieras, pero sabía que tenía que hacer algo más que huir como un cobarde si quería congraciarme con ella. ¡Me había acogido en su casa sin pedirme nada más que compañía! Desde ese momento, no pude sacarme a Julia de la cabeza. Y no solo por mi torpeza, sino porque me atraía. Intenté disfrazarlo de mil modos, negármelo a mí mismo, boicotear los pensamientos que me inspiraba, pero siempre llegaba al mismo punto: era una rubia con un cuerpazo y me volvía loco. Pasaba de la excitación al pánico en segundos, porque nunca había seducido a una mujer así y ya no podía permitirme volver a pifiarla. Sin embargo, un golpe de suerte iba a acudir en mi auxilio.
Regresé a mi morada transitoria de aquel verano con una rosa y una cajita de bombones. No había nadie y ni siquiera el gato, acurrucado junto a la corredera que daba al jardín, se dignó a saludarme. Disculpas aceptadas. Volveré sobre las 21:30, decía una nota de Julia en el mismo lugar en el que yo había dejado la mía. Aguas calmadas. Pero una mujer como esa necesitaba algo más. Mis dotes de cocinero eran las esperables para un universitario que come en una residencia, así que encargué comida japonesa y preparé la mesa de la cocina con un par de velas. Solía trabajar todos los veranos y se me daba bien hacer milagros con el dinero. De hecho, no había contado a mis padres que seguía buscando empleo temporal mientras estudiaba las dichosas Financieras. Me puse bermudas y una camiseta gris. Llevaba 10 minutos con todo listo cuando sentí ruido de llaves en la puerta.
—¿Jorge?
—Sube a cambiarte si quieres, pero no pases por la cocina aún, por favor. Necesito un momento de intimidad o no respondo de lo que pueda ocurrir…—contesté con la puerta casi cerrada, arriesgándolo todo a una sola carta.
—De acuerdo —dijo antes de soltar una risita suave que me calmó. La tirada de dados a ciegas me había salido bien.
La cara de Julia al ver lo que nos esperaba compensó todos mis sufrimientos. Estaba guapísima con el pelo recogido en un moño informal y un vestido abotonado, sin una gota de maquillaje. Por primera vez, me fijé en su cutis, tan impropio de su edad como su trasero y sus tetas. Debía de haber ido a la esteticista o como se llame, porque su piel brillaba de un modo especial. Su mirada transmitía sorpresa y excitación, dejándome claro que hacía años que nadie la agasajaba de tal modo.
—¿Y esto?
—Te lo debo. Es lo mínimo que podía hacer después del espectáculo…—Me quedé sin palabras.
—Eres joven… esas cosas pasan. —Se azoró un momento y luego volvió a mirarme—. Pero preferiría que lo hicieras en tu habitación.
—Tomo nota. —Sonreí, dándole la rosa y los bombones.
La cena discurrió tranquila y animada. Disfrutamos mucho del menú. Hablamos fluidamente, como si ambos necesitásemos dejar atrás lo que había pasado construyendo una nueva relación. No la dejé fregar los platos y le ordené con una mirada que me esperase en el sofá. Clavó sus ojos en los míos, se soltó el pelo de esa manera que me trastornaba y me besó una mejilla:
—Podemos ver una película. No tardes.
Me dejó atolondrado, con el beso y con el golpe de melena. Tuve miedo. Un miedo atroz a cagarla, porque algo me decía que no le era indiferente pero tampoco estaba seguro de poder lanzarme. Con Julia aprendí a tratar a las mujeres como seres y no como piezas a cazar. Me enseñó un lenguaje nuevo que algunos no llegan a aprender nunca: el de la seducción. Y siempre le estaré agradecido por ello.
Me senté en el sofá amarillo que presidía la sala haciendo esquina. Busqué su cercanía sin invadirla, dejándole espacio para que lo neutralizase si era su deseo. No tardó en hacerlo. Su perfume me embriagaba. Se descalzó y yo lo hice también. La película tenía buena pinta, pero yo estaba cansado y el ambiente era tan agradable que me dormí sobre su hombro. Perdí la noción del tiempo y cuando desperté, giré la cabeza inconscientemente y uní mis labios a los suyos. Eran dulces y temblaban, pero no rechazaron los míos. Cada vez que recuerdo ese momento, pienso que no lo hubiera hecho de no estar en esa duermevela que aturde el cerebro entre la vigilia y el sueño. Volví a besarla ya con plena consciencia y ella me regaló su boca con ganas. Nos miramos y yo acaricié sus mejillas:
—Me gustas, Julia.
—Eres un crío, aún no sabes lo que quieres. Tienes toda la vida por delante. Vamos a dormir y olvidemos esto.
—Olvídalo tú si puedes. Yo no puedo ni quiero. —Me incorporé para mirarla fijamente y una energía desconocida me envalentonó—. Nadie tiene por qué saberlo. Ni va a cambiar nada entre nosotros.
—¡Pero si no me conoces!
—Conozco lo suficiente para saber que me fascinas y eres una belleza. Tenemos 4 semanas para terminar de conocernos.
—Nadie conoce totalmente a nadie. —Me dio un piquito en los labios—. Eres un cielo y además guapísimo, pero no puede ser.
Se levantó y fue arriba sin darme opción. Me quedé un rato solo en el sofá intentando analizar lo que había pasado. Era un universitario inexperto, pero ya había besado lo suficiente como para intuir que lo que transmitía su boca no concordaba con sus palabras. Una viuda solvente de buen ver, compartiendo espacio y vida con un chico joven. En cierto modo, resultaba lógico que tuviera tanto miedo como yo, aunque por motivos diferentes.
Me retiré a la cama, en la que me metí desnudo porque nunca uso pijama en verano. Dormité a ratos, pero daba vueltas como un pollo en el asador. De repente, me pareció oír sollozos lejanos. Me giré hasta quedar boca arriba. No estaba soñando. Busqué mis calzoncillos, un pantalón corto y salí al distribuidor. Julia parecía hecha un ovillo en la cama para amortiguar el sonido de su llanto, según dejaba entrever la puerta. Bajé a la cocina, preparé una infusión y subí de nuevo. Sin pedir permiso con los nudillos, me colé en su cuarto. Estaba tumbada de espaldas a la puerta, con un camisón corto verde. La ventana dejaba pasar el reflejo de la luna. Se estremeció entera cuando rocé su hombro.
—Disculpa, te he traído esto. Creo que te sentará bien —dije posando la taza en la mesilla.
Julia se giró hacia mí y yo encendí por inercia un aplique en la cabecera de su cama. Con mucha más luz, vi que tenía los ojos enrojecidos. Miró con calma mi pecho desnudo, mis pantalones, mis pies descalzos. Yo no era capaz de hablar, tampoco de marcharme. Su habitación era muy grande, con paredes color salmón, un vestidor, una puerta corredera blanca que imaginé un baño y un balconcito. En la pared de la cabecera había una fotografía de gran formato de ella y su marido en blanco y negro, con un jardín al fondo. Por el cuidado de los detalles, parecía obra de un profesional. Formaban una pareja muy elegante pese a la diferencia de edad. Tratando de no estorbar, me senté en el borde de la cama y esperé a que se calmara. Pasó mucho tiempo hasta que se incorporó. Le pasé la taza y seguí mudo. Bebió varios tragos muy despacio, con los movimientos suaves que le eran propios Ni siquiera despeinada y harta de llorar conseguía lucir desastrada. Por fin, tuvo fuerzas para decir:
—Gracias. La soledad es muy mala, ¿sabes? Aunque aprendas a convivir con ella… aunque tengas amigas, clases de Pilates, un buen trabajo, una casa… No existe nada que llene una ausencia.
—Lo sé…
Qué coño iba yo a saber de la vida. A mis 22 años de entonces no había experimentado ni un tercio de lo que ella, pero intuí enseguida a qué se refería. Todo el mundo conocía a la inteligente Julia de la Torre, viuda del eminente doctor Manzano, pero nadie la conocía como yo en aquel momento. Seguí callado hasta que terminó la infusión y me miró con una sonrisa en los labios que era triste en sus ojos.
—¿Estás mejor? —pregunté, sin atreverme a más.
—Sí, gracias.
—Pues no pienses en nada y trata de descansar.
Apagué la luz y me fui, dejando la puerta tal y como la encontré. Caí en la cama como un autómata, sintiendo la caricia de las sábanas en mi desnudez y no tardé en dormirme. Al cabo de un tiempo, algo a mi espalda me despertó. Percibí una sombra y, tras ella, el reflejo rojizo de los números en el despertador de la mesilla: 04:30. Antes de que pudiera reaccionar, tenía un cuerpo tembloroso y suave a mi lado. Besé a Julia sin pensar y ella correspondió de igual modo. Olía a ese perfume que me emborrachaba y su voz me susurró:
—No sé si está bien o mal, pero no dejo de pensar en ti desde que me pediste perdón por escrito.
—Y yo no dejo de pensar en ti ni de día ni de noche, por eso tengo que pajearme como un pervertido en tu cocina.
Nunca olvidaré aquel erótico beso que nos dimos con todas las ganas, ni la carcajada que le arranqué. Se había quitado el camisón, porque mis caricias solo hallaban piel. A ciegas intercalé besos con exploraciones sobre su cuerpo necesitado de cariño. Dos certezas invadieron mi mente: que iba a hacerle el amor a una mujer por primera vez en mi vida y que todo lo anterior habían sido polvos más o menos afortunados. Sobé sus pechos con cuidado y sus pezones se desplegaron como flores en primavera. Suspiró. Sin dejar de acariciarla fui dejando un reguero de besos, hasta que mis labios encontraron fuente de la que beber en aquellos senos generosos que no habían criado, pero me iban a calmar el hambre a mí. Para cuando me sacié, ella gemía sin parar y yo tenía el arma cargada. Me miró un instante, sus ojos pedían más besos y después de comerme la boca, volvió a susurrar:
—Soy estéril desde hace años, pero ve con cuidado. Hace mucho que no tengo a un hombre dispuesto en la cama. No me van las prisas, no sé si me cabrá tu pollón…
Escuchar semejante petición, con palabra malsonante incluida me pareció tierno y erótico a la vez. Julia era así, irradiaba esa mezcla y no podía evitarlo. Le acaricié el pelo:
—Enséñame. Soy tu alumno, aprendo rápido… —La besé.
Ella volvió a reír. Repetí idéntico recorrido de su boca a sus pechos, pero los dos estábamos más sensibles y los gemidos se transformaron en jadeos. Seguí bajando por su vientre, tan plano como el de una adolescente, hasta recalar en la antesala del paraíso. Esperaba hallar un bosque y hallé un caminito alfombrado, espeso pero suave. Me pareció maravilloso. Estaba húmedo, oloroso, caliente. Esa fragancia de hembra a punto invadió mi nariz y mi cerebro de un modo que me hizo enloquecer. Mimé su sexo con mi boca, al ritmo que sus jadeos me marcaban. Introduje un dedo y ella arqueó la espalda:
—Lo haces muy bien, cariño.
Las buenas notas de la profesora me dieron energías y exploré su húmeda raja con ganas, mientras con un segundo dedo la follaba lentamente. Su clítoris descapullado estaba esperando a mis labios y se los entregué con ansia. No hizo falta más:
—¡Ohhhhhh… cariño… sí, sí, sí…! —Exclamó retorciéndose como una serpiente.
Me bebí el néctar de aquel coño tan desatendido y subí a besarla. Tenía los ojos cerrados de gozo y me acarició la espalda.
—¿Crees que aprobaré? —Le mordí el cuello.
—Esto es evaluación continua, pero vas muy bien… —Me comió la boca recorriendo el tronco de mi polla con las yemas de los dedos.
Nos entregamos a una tercera ronda de besos con deseo, pues yo quería calentarla y ella quería disfrutarme. Sentía sus caricias en la espalda, en las nalgas, en los huevos. Se notaba que le gustaba tanta juventud para ella sola. Al cabo de un rato, sus manos apretaban mi capullo:
—La tienes durísima, no sabía que te pusieran tanto las maduritas…
—Yo tampoco lo sabía hasta que te conocí…
—Pues métela. Soy tuya…
El imperativo me encendió más que dos cerillas a un bidón de gasolina. Nunca quise indagar sobre su vida matrimonial, pero el tono de su petición delataba que hacía mucho que no cataba un miembro vigoroso. Nos acoplamos como macho y hembra con un sonoro gemido a dos voces.
—¿Y bien? —Musité a su oído—. ¿Cabe o no cabe? —Me reí sin dejar de apretarle suavemente las tetas.
—Oh… Cabe toda, cariño… —Jadeó arañándome la espalda—. Ohhhhh… Jorge…
Hechos los saludos, comenzó el baile. Intentando no descontrolarme, la bombeé en misionero despacio, sin dejar de acariciarla. Ella solo cerraba los ojos y apretaba los dientes, sollozando de placer. Creí que iba a ser de las silenciosas y lo fue durante un ratito. Pero en cuanto nuestros cuerpos se tomaron las medidas y apreté el acelerador, se desató:
—Sí, sí… vas camino del sobresaliente, criatura… Ohhhh…. Dios… sí, sí… —Sentí que me clavaba las uñas hasta lastimarme y noté su segundo orgasmo.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano en mí, continué al mismo ritmo para no estropear las opciones a matrícula de honor. Julia suspiraba, se estremecía y gozaba a gritos como la mujer espléndida que era. Pero todo tiene un final y a mí no me quedaba mecha.
—Me vuelves loco, Julia, no puedo más… te voy a regar como si pudiera preñarte…
Ella volvió a reír y no dijo nada, solo apretó pelvis y brazos contra mí, rindiéndose entera. Ya estaba más que dilatada por mi verga y deseosa de otro clímax. Le calcé un buen morreo y di el último acelerón:
—Me voy, preciosa…
—Sí, sí sí, tienes bien ganada la matrícula… vacíate cariño… ahhhhh… ahhhh…
No me dio tiempo a escuchar su frase porque me derramé chillando su nombre antes de que terminara de pronunciarla completa. Nunca hasta esa madrugada había experimentado un orgasmo así. No fue solo algo físico, sino también un placer psicológico delicioso, una fusión completa de cuerpo y de alma. La impenetrable Julia de la Torre era toda mía; hasta la última molécula de mi ser era suya.
Dormí como un bendito sin moverme hasta que el sol entrando por la ventana inundó la habitación. Julia rodeaba mi pecho con sus brazos como si temiera perderme. La retiré poniendo el mismo cuidado que en mover porcelana china, me di una ducha rápida y preparé el desayuno. Seguía frita cuando puse la bandeja en la butaca y la desperté deslizando un dedo por sus mejillas. Tardó un ratito. Antes de que las avellanas que tenía por ojos se abrieran del todo, le metí un morreo golfo, que ella aceptó con hambre. Sonrió, se giró boca arriba y se estiró, dejando ver a la luz del día un par de tetas más que medianas, bien puestas, con dos areolas marrones. Sin ser un experto en el tema, me parecieron naturales. El pecho más espléndido que había visto en mi vida.
—Buenos días, he traído el desayuno. Me estabas asustando. Creí que habías muerto… —Sonreí.
—¿De placer se puede? —preguntó, sentándose en la cama sin quitar ojo de mi torso, que seguía desnudo porque solo me había puesto bermudas y chanclas.
—No lo he probado, supongo que sí. Prefiero seguir vivo para repetir. Todo se puede mejorar. —Le guiñé un ojo robándole un trozo de su rebanada de pan con tomate.
Procedimos con orden y saciamos el hambre fisiológica. Una vez terminado el desayuno, retiré la bandeja. Julia puso cara de susto al descubrir que eran más de las 11:30. A esa hora solíamos hacer nuestro descanso de clase. Yo tenía en mente otro tipo de práctica y ella lo notó cuando me vio bajar el estor para crear una agradable penumbra y echar sobre la butaca la poca ropa que llevaba puesta.
—Déjame ir al baño, Jorge… —Rogó con una sonrisa candorosa sin quitar los ojos de mi polla.
—No tardes. Tenemos que hacer nuestros ejercicios…
Volvió a la cama y se tumbó junto a mí. Le acaricié el pelo revuelto, las mejillas, los hombros, los brazos. Su pecho desnudo se puso erecto con mis caricias.
—Tienes unas tetas deliciosas… —Suspiré antes de mordisqueárselas.
Soltó un gemido acariciando mi cabeza. Seguí jugando un ratito con sus pezones. La besé en los labios despacio y ella se me dio toda.
—No creas que te vas a librar. —Levantó un dedo junto a mi nariz después de besarme—. Lo que no hagamos por la mañana, lo haremos por la tarde.
—Tú mandas. A partir de mañana trabajaré a media jornada en una tienda de deportes cubriendo unas vacaciones. Pero ahora mismo quiero que me pongas deberes. Deberes sobre tu piel. Tú ordena y yo seré tu esclavo… —Jugué con mi lengua en su ombligo, arrancándole un jadeo largo.
Le hice el amor esa mañana y otras muchas; también alguna madrugada insomne. Como estudiante disciplinado que era bajo sus instrucciones, aprendí todo lo que ella quiso enseñarme. Sus ritmos, sus palpitaciones, sus pliegues, sus lunares, sus riachuelos, sus ardores y sus cúlmenes. Fue perdiendo el pudor, aprendiendo también ella a disfrutar sin pensar en nada más que en aprovechar el momento. Nunca compartí la cama principal, sino que ella buscaba la mía cuando quería intimidad. Entendí que su dormitorio seguía siendo de algún modo su lecho conyugal y no hice preguntas. Solo ansiábamos dar rienda suelta a nuestros deseos, el lugar resultaba accesorio.
Cuando la vuelta de mis padres se marcaba ya cercana en el calendario, me encontré una cena fría preparada en la terraza al volver del trabajo. Me quité el uniforme, me di una ducha y me puse ropa cómoda. Acompañamos la cena con charla y unas copas de vino. Tras el postre, me sorprendió con un par de gin-tonics de Shappire.
—¿Celebramos algo?
—Que estamos aquí, ahora. No veo prudente que salgamos a cenar, pero podemos tener citas en casa. —Sonrió ella, preciosa con un vestido flojo de color marrón y su pelo recogido en un moño.
—No sé si mañana podré hacer alguno de tus exámenes de repaso… —Le guiñé un ojo.
—Mañana daremos la última clase. Estás más que preparado. ¿Cuándo tienes el examen?
—El 1 de septiembre. Si apruebo ya me puedo poner con el Trabajo Fin de Grado. Tengo ganas de terminar, la verdad.
—¿Has pensado qué vas a hacer después de graduarte en Economía?
—Me gustaría irme fuera, a mejorar el inglés. No me importaría trabajar de cualquier cosa para pagarme un máster. Gracias a ti, le he cogido el gusto al mundo financiero. Es posible que me decante por esa área, o banca de inversión.
—Tienes buena cabeza, solo necesitabas un poco de didáctica y yo voy sobrada de eso en el instituto. Estoy segura de que te irá bien.
Llegó un silencio agradable, solo roto por algún grillo en el jardín. El gato salió a nuestro encuentro, para tumbarse a dormitar a los pies de su ama. La noche era fresca, ideal para mitigar el infierno de asfalto que derretía la ciudad durante el día. Con los vasos casi vacíos, Julia tomó mi mano. Como si leyera mis pensamientos, empezó a hablar:
—Me casé muy enamorada de mi marido. Aún lo estoy, de hecho. —Sonrió—. Y creo que así me moriré. Pero tú me has devuelto la alegría, el deseo, la sensación de cocinar para alguien más, la vida en compañía. Te debo mucho.
—Más te debo yo a ti. —Apreté su mano.
—¿Quieres oír nuestra historia?
—Por supuesto. La noche es nuestra. —Sonreí.
Julia de la Torre enderezó la espalda, se pasó la mano por el moño y suspiró.
—Saqué plaza muy joven, me faltaban unos meses para cumplir 30 años. Como prácticamente no había tenido descanso de tanto estudiar, me fui con una amiga a las Baleares. Emilio Manzano estaba alojado en el mismo hotel para ir a un congreso de Neurología. Tenía 44 años cuando lo conocí y llevaba 2 divorciado. Se había casado por compromiso familiar, en una boda arreglada y al morir su padre, desmontó una vida que no era suya. Conectamos desde el primer momento. Fue increíble. Todo el mundo decía que era una locura, pero algo dentro de mí me decía que no. Intercambiamos los teléfonos y seguimos en contacto, cada uno en su ciudad. Un curso después, me salió destino aquí, donde ejercía él y ni me lo pensé. Cuando lo supo me dijo: Ven, te estaré esperando para que te cases conmigo. Pensé que bromeaba. Tan pronto me besó al llegar, supe que hablaba muy en serio. —Volvió a sonreír—. Nunca necesité hotel. Cogí mi maleta, me instalé aquí, fuimos al juzgado y ya no nos separamos. La boda religiosa fue un año después, cuando consiguió la anulación de la primera.
Yo había escuchado cotilleos sueltos a mi madre, pero tampoco era algo que me interesara y, desde luego, desconocía que Emilio hubiera estado casado antes. En mis recuerdos de crío los recordaba muy unidos, siempre de buen humor en las cenas con mis padres. Ahora sé que eso es ser un matrimonio maduro pero no asqueado, de los que todavía conservan chispa, que follan y se entienden. Si uno sabe observar, esas cosas se perciben y sus contrarias, también. Las palabras se las lleva el viento, pero el lenguaje corporal no se puede impostar. Dado que ella estaba receptiva, me animé:
—¿Por qué no tuvisteis hijos?
—Los buscamos con ahínco, no te creas. —Soltó una risita dulce—. Éramos fogosos, siempre nos complementamos bien en la cama. Pero no llegaba el embarazo. Las pruebas revelaron que yo tenía un problema en los ovarios. Intentaron retrasarlo todo lo posible, pero a los 40 años me los extirparon. No nos planteamos adoptar. Yo no soy creyente, pero Emilio sí lo era y dijo que si no estaba en nuestro destino ser padres, no lo seríamos. Fue un palo, pero lo superamos. Llevé bastante peor su enfermedad y… —Sollozó levemente, llevándose la otra mano a los ojos.
—Tranquila… tómate tu tiempo y no me cuentes lo que no quieras. —Besé su mejilla.
Julia se repuso, masticando silencio durante un rato. Sonrió y continuó su relato.
—La enfermedad llegó poco a poco, sin síntomas. Cuando se hicieron evidentes, ya era tarde. Emilio lo llevó muy mal, porque no hay peor paciente que un médico. Supo enseguida que se moría y tuvimos todas las conversaciones que hay que tener. Se desvivía por complacerme y lo hizo hasta que se lo permitieron las fuerzas. Se fue consumiendo como una velita, adelgazó mucho y los medicamentos anulan la libido. Por supuesto, lo cuidé tan bien como pude y lo volvería a hacer, eso sin duda. Nos amamos hasta el último suspiro. Pero pasar de dos o tres polvos por semana a cero fue un bajón. Sé que es egoísta, pero nadie habla de esto y las enfermedades graves también destrozan la intimidad.
—No es egoísta. Es sincero. Y natural. El sexo forma parte de la vida —dije tratando de no sonar cursi.
—Antes de ti, no ha habido nadie. Ni creo que lo haya después.
Aquella cena especial para dos con la noche como testigo, terminó de convencerme de que la Julia que yo había conocido de crío no era esta Julia tan honesta y maravillosa. Además de gustarme de un modo no comparable a cualquiera de las chicas que me había tirado, hizo de mí una persona menos prejuiciosa y más dispuesta a entender las motivaciones ajenas.
—Suena halagador para la parte que me corresponde, pero no me gusta esa forma tuya de verlo. —Apreté de nuevo su mano—. Nunca se sabe las vueltas que puede dar la vida.
—¿Tienes novia? Si me dices que sí, tiene que estar encantadísima…
—¡No! —Dejé salir la risilla que intentaba reprimir—. La tuve, pero cortamos poco antes de terminar este curso. Nada serio. Nada comparado contigo.
—Nunca se sabe las vueltas que puede dar la vida. —Terminó su copa, me plantó un morreo y me miró—: Ni palabra de esto a tus padres, por favor te lo pido.
—Será nuestro secreto e irá con nosotros a la tumba. Eso lo hará más especial aún.
Al día siguiente, yo no tenía que trabajar, así que dimos nuestra última clase y Julia me hizo un examen sorpresa con 15 problemas que resolví acertadamente, pese a esperarme solo 10. Cuando le exigí explicaciones un poco irritado, me dijo que era mi entrenamiento para esperar cosas inesperadas de la vida. No pude responder nada a la altura. Estaba preciosa ese día, lo recuerdo con absoluta nitidez. Llevaba la melena suelta y una falda vaquera por encima de la rodilla que realzaba su magnífico trasero e hizo que yo dejara de concentrarme en las imposiciones de capital. Recogí la mesa del despachito; en un descuido la acorralé contra ella sin hacerle daño y la besé. Mi brusquedad la asustó y temí haberme ganado un guantazo. Sin duda merecido, pensé durante una fracción de segundo. Ella solo clavó su mirada en la mía y dijo:
—Si no tuvieras los ojos tan bonitos como la polla, te dejaba la mano estampada en la cara, niñato…
Julia De la Torre siempre ha sabido ser sexy, pero no solía ser tan directa y la frase me desconcertó y excitó a partes iguales. Me reí a gusto y con un movimiento suave de mi pelvis la invité a comérsela. No se hizo de rogar. Desabrochó despacio mi bragueta, bajó mis pantalones y mi bóxer azul que ya mostraba un buen bulto. Lo acarició en toda su dimensión, me besó y se quitó la camiseta que llevaba, dejando a la vista un sujetador escotado. Lo deslizó mínimamente, para que sus pezones quedaran a medio camino, como si quisieran asomarse a echar un vistazo fuera de la tela pero no del todo. Mis vistas eran inmejorables. Liberó mi polla grandota con un glande rosado y empezó a manosearla. Que la inminente mamada fuera allí, donde dábamos clase y Julia no perdía jamás la compostura, me puso a cien. Ya estaba dura cuando merodeó el capullo con sus labios.
—He sido un buen alumno. Me merezco mi premio y mi profesora favorita me lo va a dar. —Sonreí pícaramente.
Nadie, ni siquiera mi prometida Susana, me ha comido la tranca como ella. Sabía dar la velocidad justa, no se aceleraba, conocía mis ritmos y mi punto de no retorno. Sus lamidas a mi tronco y a mis huevos me entrecortaban la respiración y me sacaban de mí. Era una droga, un chute de placer que me trastornaba. ¡Si viera mi madre y todo el Instituto con qué ganas aquella rubia espectacular y circunspecta se tragaba mi verga! Yo le acariciaba la cabeza gimiendo como un perrito. Si además de jadear empezaba a decir su nombre entre suspiros, era la señal de que me faltaba poco para correrme y entonces paraba. Esa vez, en el despacho, no fue diferente. Se incorporó, me morreó y yo le comí las tetazas sin quitarle del todo el sujetador hasta hacerla gritar. Me hizo apartarme para ponerse de espaldas, con las manos apoyadas en el cristal de la mesa. Se giró y me miró con esos ojitos de hembra dispuesta que sabía poner para pedir guerra. Entendí la señal, le subí la falda, le metí la tela de la ropa interior a lo largo de la raja del culo y le casqué un par de azotes que resonaron en toda la estancia.
—Eres la profe más sexy que he tenido. —Le mordí el lóbulo de la oreja—. Me has puesto como un toro. Te voy a echar un polvo que no vas a olvidar en la vida.
—Estabas deseando echármelo aquí, no te atrevas a negármelo… —Volvió a morrearme—. Habla menos y calza más, a los jóvenes se os va la fuerza por la boca…
Eso me encendió. Si quería guerra, se la iba a dar. Ya la conocía lo bastante como para saber que no le iba el lenguaje soez, pero podía darle caña de otra forma. Yo tenía el control porque ella me lo había otorgado así que no me iba a cortar en usarlo. Le bajé sus braguitas blancas de encaje. Me fijé en que estaban húmedas y un hilito de flujo colgaba de su coño hasta el refuerzo. Volví a azotarla con ganas.
—¡Ay! —Meneó el culito con mucha sensualidad.
—El despacho te ha puesto tan cachonda como a mí… y me encanta.
Impregné mi índice de sus jugos y me lo comí. Luego se lo envainé a ella a modo de test. Gimió de gusto.
—Estás chorreando porque te encanta que te vea ese culazo que tienes mientras te doy… Vas a ver tú ahora por donde se me va a mí la fuerza…
Le propiné un buen empellón hasta encajársela entera y mover hacia adelante la mesa. Dio un gritito, se inclinó hacia adelante y sacó culo. Me volvían loco esas nalgas redondas, espléndidas y duritas.
—Jorge… —Suspiró ella. Durante una fracción de segundo tuve miedo de que le estuviera doliendo, pero la cara de gusto que puso me tranquilizó.
—No soy Jorge, soy tu macho y tú eres mi hembra… —Le desabroché el sostén, que cayó sobre la mesa, y empecé a amasarle las tetas.
La bombeé a mi gusto cuanto quise sin una sola queja. Nuestros gemidos invadían el despacho, acompañados de sonidos rítmicos contra la mesa al embestir. Me encantaba tenerla así, totalmente entregada a mi polla en nuestro lugar de trabajo, con la falda subida, el culo al aire y las pechugas colgando. Se corrió al menos dos veces porque a aquella altura del verano, ya no se cortaba un pelo:
—Sí, sí sí, me vuelves loca, Jorge…. ahhhhh… Jorge… Dios, que pollón tienes… ahhhh…
—¿Cómo? ¿Quién he dicho que soy? —Le toqueteaba las tetas a placer sin dejar de darle rabo.
—Mi macho, mi macho, mi machoooooooo… siiiiiiiii, Diosssssssssss…
Se me entregó Julia en agitado clímax por tercera vez y con sus contracciones me exprimió como a un limón. La sujeté por las caderas y me corrí en abundancia en sus entrañas con un bufido de animal que tapó un grito de ella. Quedamos ambos de bruces sobre la mesa. El sonido de un lapicero esparciendo su contenido por el suelo nos devolvió a la realidad.
—Ojalá todos mis exámenes fueran como este, Julia… —Le acaricié el pelo y la escuché reír.
Terminé mi contrato de vacaciones en la tienda de deportes, volví a mi casa cuando regresaron mis padres y aprobé el examen de Matemáticas Financieras con la mejor nota de la clase. Tres días después de la prueba, invité a Julia a comer a un buen restaurante, discreto y elegante como ella. Se presentó maquillada, con un vestido de flores y tacones. Intuí que iba a jugar fuerte y me puse mi única americana sobre mi mejor camisa. Fue una velada muy agradable, pero no pasó nada. Ni un roce, ni una mano fuera de sitio. Solo besos en las mejillas al llegar y al despedirnos, un abrazo largo antes del adiós definitivo. No podía sacar de mis adentros su perfume ni la sensación que me dejaron sus tetas bien prietas contra mi pecho. En aquel momento creí que nos debíamos algo, una última despedida que recordásemos para siempre, pero no fue posible. Sigo enviándole una cajita de bombones con una nota cada 4 de abril por su cumpleaños y mantenemos contacto por teléfono.
Lo que yo no podía prever al término de aquel verano, era que Julia y yo nos reencontraríamos cinco años después. Pero esa es otra historia...
SEGUNDA PARTE: UNA NOCHE DE PASIÓN EN LONDRES
A veces, la vida regala momentos irrepetibles que hay que cazar al vuelo. Eso nos sucedió a Julia y a mí cinco años después de aquella cena en agradecimiento a su ayuda con mi examen, en la que no pasó nada y supuso un final inconcluso a nuestra historia.
Yo tenía entonces 27 años, seguía soltero y trabajaba en un banco de inversión en la City de Londres. Por supuesto, había tenido variados rollos con unas y otras, nada serio. Era mi primer sueldo generoso tras dos años de becas y no quería ennoviarme. El escaso tiempo que tenía libre, lo dedicaba a salir, bailar y ligar. Y entonces, recibí una insospechada llamada de mi madre:
—Cariño, Julia va a ir a Londres con otros profesores para un curso de actualización docente. Intenta echarle una mano, acompáñala a dar un paseo en el fin de semana… Le agradará verte. Guarda muy buen recuerdo de ti.
—Y yo de ella, mamá… —Contesté, sin poder reprimir una sonrisa llenándome la boca.
Esa semana trabajé en mi horario habitual de 8 a 16 con un gusanillo en las tripas que se acentuó el viernes. Quería ahorrar y Londres no es una ciudad barata, así que compartía piso con un irlandés de humor excéntrico. Invitarla a mi casa no era una opción. Reservé hotel en el barrio de Temple, bien situado pero fuera del bullicio de los barrios turísticos. Poco después de salir de trabajar el último día laborable de la semana, tenía el móvil en la mano para llamarla, cuando empezó a sonar. Era ella.
—Necesito un guía turístico para Londres… ¿conoces alguno?
—Son demasiado estirados. Si te sirvo yo…
—No me sirves, me vienes al pelo.
—Mi labor incluye invitarte a cenar.
—No hace falta, Jorge, con verte es suficiente —dijo trasluciendo cierta excitación en la voz.
—Una mujer como tú merece eso y mucho más. Aquí se cena temprano. Dime cuál es tu hotel y paso a buscarte a las 19:30.
—No me he alojado en el mismo que mis compañeros. Ellos llevan a sus parejas y yo estoy sola. Tengo un apartahotel. Dime la dirección del restaurante y nos vemos allí.
—He reservado para las 20:00. Te espero, si te surge cualquier dificultad, llámame.
Era junio, entre final de la primavera y comienzos del verano. Llegué con adelanto, traje azul y camisa blanca, sin corbata. Las exigencias del trabajo no me dejaban hacer todo el deporte que solía, pero seguía estando bien de peso, sin tripa. Vi a la visitante a lo lejos y se me encogió el estómago de nerviosismo. Durante una fracción de segundo me sentí como un chiquillo. La sonrisa de Julia me desarmó:
—¡Jorge, estás guapísimo! —dijo observando mi pelo bien cortado y mi traje.
Ella sí que estaba impresionante: con su melena rubia un poco más corta, ojos color avellana bien maquillados, americana beis y tacones. Tenía 53 años y apariencia de tener diez menos. Le di dos besos.
—No tanto como tú. Sigues siendo una mujer bellísima.
—La edad no perdona, aunque gracias por el cumplido. Me hacía ilusión verte. —Correspondió suavemente para no mancharme de pintalabios.
—A mí también. Espero que disfrutes de la cena y del finde.
El restaurante era pequeño, acogedor y elegante, con música suave. La ayudé a quitarse la chaqueta y le retiré la silla. Dejó ver un vestido negro de media manga y escote pronunciado. Le sentaba de fábula. Nos dieron una mesa discreta y enseguida nos pusimos de acuerdo en el menú. Aunque se resistió un poco, terminó aceptando una botellita de vino español. Era carísimo, pero ella valía más. Atacamos la cena, charlando y riendo como si no hubiera pasado el tiempo. Seguíamos en contacto telefónico, pero nada podía compararse a compartir mesa y mantel sin miedo a ser juzgados. Nadie nos conocía, la noche era nuestra y yo estaba dispuesto a terminarla en alto. Ya con el postre a medias, Julia abrió el capítulo de preguntas íntimas.
—Me alegra ver que laboralmente te va bien. Te lo dije en su momento. ¿Y qué tal de amores?
—No tengo tiempo. —Sonreí—. Tampoco novia, si eso es lo que quieres saber.
—No me creo que te hayas entregado al celibato —dijo relamiendo pícaramente su cucharilla manchada de tarta de arándanos.
—Yo no he dicho eso. —Le guiñé un ojo—. He tenido mis cosas, sin compromiso. Una parte de mi corazón siempre será tuyo.
—Eres muy tierno. —Levantó su copa en un brindis—. Me halagas, pero yo ya estoy fuera de mercado.
—Deja el mercado para el dinero. No me gusta aplicado a las personas. Olvídate de todo por un par de días. Esta noche no existe nada más importante que tú y yo.
Hacía fresco cuando salimos. Julia se apretó contra mí y buscó mi brazo, que le di encantado. Era la primera vez que podíamos pasear como pareja y me pareció maravilloso. La miré con una sonrisa de oreja a oreja:
—¿Te apetece tomar una copa? Conozco un lugar tranquilo.
—No tengo edad para quemar la noche, pero cuando me miras con esos ojitos grises no puedo negarte nada. —Bajó la mirada un segundo de forma sexy.
—Solo una, nos iremos cuando tú quieras. Le prometí a mi madre ser tu guía, pero lo que no sabe es que mi mayor placer es ser tu esclavo.
Su carcajada me resultó musical y relajante. En media hora ya estábamos en un local diminuto cerca de Covent Garden. Londres es una metrópoli gigantesca, pero tan multicultural que cualquiera puede sentir que encaja, siempre que respete las normas y no se meta en la vida de los demás. La música era agradable y no estruendosa. Gente de variada condición, emparejada, sola o en grupo. Sin darle tiempo a pensárselo, me quedé en mangas de camisa y la saqué a bailar. Noté sorpresa en sus ojos pero no me rechazó. Buscaba roce, sonreía y cuando llegaron los medios tiempos se dejaba llevar por mí. Percibió que no desentonaba en aquel ambiente heterogéneo en edades y tonos de piel, donde nadie juzgaba a nadie y empezó a pasárselo bien. Me acerqué a su oído:
—Estás preciosa y quiero que disfrutes de esta noche…
—Hace tanto que no bailo… —Rodeó mi cuello con sus brazos—. Tener tu compañía ya es motivo de disfrute.
Seguía usando el mismo perfume que yo recordaba y sus arrimones me alteraban. Yo no me cortaba en acariciarle el culo son suavidad y ella hacía lo mismo, pero fingiendo más descuido. Bailamos un buen rato, hasta que nos cansamos. Vi que Julia empezaba a pedir pausa sobre los tacones y fui a buscar dos gin-tonics para tomárnoslos en un reservadito con dos sillones a media luz. Aún no me había dado tiempo a sentarme y me endosó un morreo delicioso. Correspondí con toda mi hambre y ella lo notó. La miré fijamente:
—Es una pena desperdiciar esta ginebra. La acabamos y a dormir. —Volví a besarla.
—¿Y si no quiero dormir?
—Vas a dormir como una reina, te lo aseguro… —Le mordí el cuello.
Captó enseguida que mi propuesta para inducirle el sueño no incluía ningún narcótico, sino más bien otra clase de agotamiento físico. Pedimos un taxi, algo achispados, besándonos como amantes deseosos. Incluso aventuré alguna exploración digital por debajo de su vestido, que ella permitió separando las piernas con disimulo. Cuando vio que nos desviábamos hacia Temple, una zona distinta a la de su apartahotel, paró en seco y me clavó sus enormes ojos color avellana:
—¿Pero…?
—Déjate llevar, Julia, déjate llevar… —Sonreí acariciando la tela de sus braguitas ligeramente húmeda.
Calló sin impedir que yo pagase el taxi. Era mi invitada y asumió el rol desde antes de entrar al hotel. Por si no volvíamos a tener la suerte de reencontrarnos, tiré la casa por la ventana con un cuatro estrellas. Nuestra habitación estaba en la octava planta, el ascensor estaba vacío y la arrinconé contra una pared para besarla durante todo el trayecto.
—Julia… —susurré yo entre dientes, con la boca llena y los dedos inquietos bajo su falda.
—Jorge… —contestó ella colgada de mi cuello.
La habitación no era una suite, pero tampoco hacía falta. Cama enorme, papel pintado en la cabecera, paredes blancas y un saloncito elegante. Los dos teníamos tanta urgencia que nos dejamos de formalismos. Cerré la puerta, puse tenue la luz y sin dejar de besarla busqué la cremallera de su vestido.
—Estás preciosa, eres la mujer más sexy que conozco… —Balbuceé—. Nadie me hace empalmarme como tú…
—No sabes las ganas que tengo de tu pollón, criatura… —Julia gemía toqueteándome como si le hubieran crecido más brazos.
Torpemente nos fuimos deshaciendo de la ropa, hasta que yo me quedé en bóxer y ella en un conjunto precioso de lencería negra: braguita escasa y sujetador escotado que apenas podía contener su generoso pecho. Se lo quité y mamé como un bebé hambriento. Ella jadeaba sin control, aferrada a mí.
—Jorge… ohhhh… hártate cariño… hártate de tu hembra…
Los encantos de mi hembra madura seguían siendo una delicia. Su canalillo olía a una mezcla de perfume y sudor que me volvió loco. Comí cuanto quise aquellas tetas un poco más caídas que cinco años antes, pero siempre sublimes. Llegamos a trompicones hasta la cama, pero antes ella me quitó el bóxer y me hizo sentarme. Mi verga ya estaba dura y aún no habíamos empezado. Me miró con deseo y dijo:
—Sigues teniendo los ojos tan bonitos como la polla…
Por el ansia con la que la miraba, intuí que llevaba cinco años en dique seco, como me confirmó después. La acariciaba con la mano y bababa todo el tronco hasta el glande, ya descapullado. Para mi sorpresa, supo refrenarse, saboreándome con la misma maestría de siempre. Se metió un buen trozo en la boca para degustarlo con ganas. ¡Qué maravilla! Mi antigua profesora particular de Financieras era una magnífica comedora de polla y lo sabía. Me tenía a su merced, podía hacer de mí lo que quisiera y me faltaría tiempo para complacerla. Yo acariciaba su rubia melena, musitando su nombre casi sin aire de tanto jadear. ¡Me moría de placer con semejante mamada! Alternó visitas a mi rabo con atenciones a mis huevos, arrancándome suspiros cada vez más profundos.
Cuando se incorporó tenía todo el carmín de labios corrido, una mancha de humedad en las bragas y una cara de desesperación por su macho que me trastornó. Terminé de desnudarla y nos metimos en la cama. Me miró con esos ojitos lujuriosos que tanto me calentaban antes de abrazarme. Le valía cualquier cosa con tal de tener mi polla dentro. Yo quería regalarle más preliminares, pero no me dejó bajar al pilón:
—Métemela, métemela ya… —Me comió la boca colocando sus piernas sobre mis hombros.
—Lo que mande mi ama…
Mi madre me había encargado que la atendiera bien y eso hice. La penetré con ganas para que sintiera la dureza de mi hombría y soltó un gemido largo de satisfacción. Apretó sus manos contra mi espalda y cerró los ojos.
—Hazme lo que quieras, cariño, soy tuya…
Empecé a bombear mientras la besuqueaba y le magreaba las tetas. Julia suspiraba y se estremecía entre mis brazos:
—Así, así, cariño… fóllame… ohhhhhh… Jorge…
Podía notar sus manos ansiosas abarcando mis nalgas. La habitación se inundó de la banda sonora de nuestra desesperada cópula. Escucharla pronunciar mi nombre entre gemidos de hembra en celo me estaba alterando tanto que temía terminar antes de tiempo. Yo llevaba dos meses sin echar un polvo y la pasión del momento me podía. Sus uñas rojas clavándose en mi espalda anunciaron su primer orgasmo. Bajé un poco el ritmo para no cagarla y ella lo agradeció acariciándome el pelo:
—Sigues tan buen follador como siempre…
—Trabajo me cuesta con semejante hembra… —farfullé a su oído, arrancándole una carcajada.
Íbamos ya acopladísimos. Pese a mis esfuerzos, no pude contenerme más cuando Julia volvió a agitarse anunciando el segundo clímax. Se apiadó de mí, mordiéndome el lóbulo de la oreja:
—Me corro… ohhhh, me corro otra vez… déjate ir, cariño… córrete conmigo… —Sentí un azote en culo.
Sus deseos siempre eran órdenes y me derramé como una bestia en aquel coño delicioso que tanto agradecía mis visitas. Berreamos los dos a coro y nos quedamos exhaustos durante un par de segundos. Caí a su costado con los ojos cerrados. Nuestras respiraciones atropelladas inundaban el silencio. Tardamos un buen rato en reponernos. Ella se giró hacia mí y sentí su mano acariciándome el pelo.
—¿Sabes? Me quedé con ganas de un último polvo cuando te fuiste y me alegro de que hayamos podido despedirnos…
—Yo también —respondí sin abrir los ojos—. Pero este no ha sido el que tú mereces. Sabes que somos unos artistas follando y nos han salido polvos mejores…
Julia dejó escapar una carcajada dulce. Entonces la miré y vi sus mejillas rojas, su pelo revuelto, su cara de satisfacción.
—¿Lo habías planeado? Me encanta el hotel y he disfrutado un montón la cena…
—Pues claro. Espero que te guste también el desayuno que encargué para mañana, pero aún tenemos deberes pendientes tú y yo…
Sin darle tiempo a pensar, la besé y seguí bajando por su escote. Volví a amasarle las tetas, que enseguida respondieron a mis caricias. Jugué a humedecer sus pezones bien duros con mi lengua largo rato, hasta notar la desesperación en su propietaria.
—¡Chupa, chupa, mi vida! —Sentí arder las nalgas con un par de azotes que resonaron en la habitación y me pusieron más cachondo de lo que ya estaba.
Mamé, lamí y mordí sin tiempo, saciándome de sus espléndidas ubres. Tenía un cuerpo muy conservado por la ausencia de embarazos, estaba delgada sin parecer consumida y sin pellejos. Con los gemidos de Julia como acompañamiento, continué el recorrido por su vientre, su ombligo y el arranque de su pubis. Con las prisas del descorche, ni siquiera me había fijado en que tenía el coño casi lampiño. Solo una fina tira de vello oscuro salpicado de canas bordeaba su entrada. Por un momento la imaginé en el baño de su casa antes de coger el avión, depilándose para mí, intuyendo que volvería de ese curso para profesores bien satisfecha de verga y me terminé de encender. La miré con detenimiento. Nos intercambiamos miradas fogosas y expresivas.
—Una hembra tiene que estar a punto para su macho… —dijo ella con la voz rota de excitación.
Julia sabía lo que iba a hacer y yo deseaba hacerlo: beber por primera vez mi propia corrida dentro de su coño.
—Estás tan buena que te comería de cualquier forma…
—Ya será menos. —Rio—. Me cuido y me hago mis cositas en el cutis, pero todo lo demás sigue siendo natural. Me halaga que me prefieras a una de tu añada… —Acarició mi cabeza como invitación a seguir.
—Las de mi añada tienen demasiada prisa. Contigo aprendí que las mujeres se disfrutan mejor en su punto…
Para cuando olisqueé su monte de Venus, ya estaba salido como un mono. Sus labios mayores estaban un poco enrojecidos de mis embestidas y un hilillo blanco asomaba entre ellos. Rezumaba calorcito y olor a jodienda reciente. Me encantó y me dispuse a mimarlo todo lo posible. Lo acaricié despacio, primero por fuera. Cuando mi amante se me abrió de piernas y empezó a suspirar, introduje un dedo, que provocó deliciosas humedades en aquella gruta. Unos minutos de mimos digitales bastaron para escuchar decir a Julia:
—¡Qué gusto me da mi macho!
Si a ella le producía placer, más me iba a dar a mí. Las piernas de mi hembra eran un espectáculo que no delataba su edad. Besé la cara interna de sus muslos con calma, sintiendo estremecimientos a cada rato. Una vez a punto, pasé la lengua por aquella rajita llena de fluidos corporales cuyo perfume me excitaba. Ya no manaba restos de mí, pero sí abundantes jugos de ella. Empecé a lamer como un chucho, hasta llegar al clítoris, hinchando y visible como un diminuto pene. Lo atrapé entre mis labios con sumo cuidado y Julia empezó a gemir desaforadamente. Chupé, mordisqueé, acaricié aquella flor madura y mojada, sin dejar de follarla como los dedos, hasta que sentí un espasmo brutal:
—Me corro, me corro… Dios mío… Me corrooooooo… ¡Ahhhhhhh!
No estaba acostumbrado a tanto desenfreno verbal durante sus orgasmos, pero por lo visto, el cambio de aires le había sentado bien a Julia De la Torre. Bebí sus mieles con ansia, para regalarle una experiencia que la dejase satisfecha. Por lo desmadejada que se quedó cuando subí a besarla con la boca llena de nosotros dos, debía de haber sido igualmente gloriosa para ella.
—Si mal no recuerdo, antes no eras tan expresiva en la cama… —Le di otro morreo largo—. Pero me encanta…
—Te tenía muchas ganas, Jorge… has sido mi mejor alumno… —Volvió a besarme—. Y además de hacerme el amor, también sabes follarme muy bien.
Nos aseamos y volvimos a nuestro tálamo casi nupcial a mimarnos, pero nos quedamos fritos mucho antes de lo esperado. Ella había tenido seis conferencias en dos días y yo una semana laboral intensa.
En plena madrugada, me desperté suavemente y Julia lo hizo también, acariciando mi pecho. Nos abrazamos. Nuestras manos tomaron posesión de la piel ajena a ciegas. Sin espabilarme del todo, la besé por inercia y ella me correspondió. Así estuvimos no sé cuánto tiempo, el suficiente para volver a encendernos. Mi amante susurró a mi oído:
—¿Tienes fuerzas para un polvo perezoso? Ya estoy follada, ahora quiero cariño…
—Para ti, querida, siempre tengo bala en la recámara…
Nos besamos despacio, con amor y hambre. Mi ariete había descansado lo bastante como para amartillar otro disparo y ella no quería acrobacias, así que comencé una exploración de su cuerpo sin encender la luz. Tampoco la necesitaba para pulsar las teclas adecuadas en un piano que yo mismo había afinado tiempo atrás. No me costó prepararla. Después de recorrer su escote con mis labios y regalarle una generosa comida de tetas, ya maullaba como una gatita entre mis brazos. Tan ardientemente se me entregaba Julia, que al volver a devorarle la boca ya estaba empalmado.
—Ponte en cucharita… Quiero que sientas a tu macho bien hondo… —Le mordí el cuello.
Nos acoplamos enseguida en un abrazo intenso, que fue completo en cuanto le metí la polla en su coñito hambriento. Jadeó echando el culo hacia atrás.
—¡Linda juventud! —dijo como pudo, felizmente empalada por mi rabo hasta las entrañas.
—¿Te gusta, preciosa?
—Sí… sí… Jorge… sí… tu pollón me vuelve loca… ohhhhhhh…
No necesitaba jurarlo. Escucharla me calentaba muchísimo, pero más aún sentir sus gemidos, su cuerpo tembloroso entre mis brazos, su vaivén buscando verga como si quisiera que le saliera por la boca. Era insoportablemente sexy incluso pidiendo que le hiciera el amor. La besé, la acaricié entera, despacio, amasándole las tetas para excitarla aún más y hacerla disfrutar de los mimos que me había pedido.
—Me gustas tanto, Julia… Eres la hembra más deliciosa que he tenido y tendré jamás… Este pollón siempre será tuyo… tuyo… tuyo…
El vaivén resultaba glorioso, nos dejamos ir hasta el infinito. Julia suspiraba y se pegaba a mí, derretida por mis fogosas declaraciones de amor. Como ya me había descargado en el primer acto de nuestro reencuentro, podía disfrutar sin prisa de aquella madura deseosa de hombre, que se me entregaba sin medida. Gemía como loca, enterrando la cabeza en la almohada con cada embestida y sacándola para que yo besara sus mejillas. A veces, también buscaba mi boca y dejaba que le pellizcara a gusto sus durísimos pezones.
—Así, así cariño… ohhhhh… Jorge… ummmm… —Mordía la almohada de vez en cuando, para tomar aire de nuevo y volver a jadear.
Sentía sus corridas suaves bañándome la verga, retorciéndose entre mis brazos sin dejar de moverse conmigo. Mantuvimos aquel polvo rítmico y lento hasta que el cuarto o quinto clímax de Julia me exprimió. Aceleré instintivamente para que sintiera mis ganas y le mordí el lóbulo de la oreja:
—Te voy a volver a llenar, mi reina… —Jadeé.
—Me matas de gusto… sí, sí… échamelo todo, cariño… —farfulló ella, ronca de gemir.
Sentí dos descargas de semen y compartimos orgasmo a gritos. Quedamos en la misma postura, satisfechos y jadeantes como un par de sedientos en el desierto. Mi polla salió sola de su cueva, el lugar al que yo permanecería gustosamente atado el resto de mis días. Ella inspiró y se dio la vuelta despacio, para quedar cara a cara. Recorrió mi frente y mis mejillas, depositando besos fugaces hasta que me comió la boca.
—A mi edad ya no podría disfrutar así con los señores que se toman la pastillita azul. —Rio con picardía— ¡Qué delicia! Eres tan tierno y amoroso conmigo…
—Me gusta complacerte… —Le acaricié el pelo—. Si tú gozas, yo gozo más.
Estuve a punto de estropear la delicada intimidad del momento diciendo que era la mujer de mi vida, pero mantuve la cordura. No era momento ni lugar. En otras circunstancias, podríamos haber tenido algo, pero ambos sabíamos que no era posible. Lo único que cabía era ponerle un broche final a nuestra historia, dado que, por la amistad con mis padres, la relación iba a continuar por otras vías. Durante una fracción de segundo, sentí infinita compasión por Julia, pues sabía que nunca reharía su vida con otro hombre. Conmigo había redescubierto la pasión y saciado el apetito sexual, pero era una viuda demasiado exigente como para volver a casarse. No puedo culparla: cualquier mujer de su posición, solvencia y belleza tomaría precauciones antes de poner sus mieles ante el hocico de cualquier asno. Nos miramos largo rato en la oscuridad, hasta que musitó a mi oído:
—Por favor, abrázame.
Soy de espalda ancha y mi 1,86 le saca algo más de 15 centímetros de estatura; sabía que le encantaba sentirse rodeada de mí durante y después del sexo. Accedí a su deseo, la llené de piquitos tiernos y dormimos como bebés hasta la mañana siguiente.
Ella se despertó antes y dedicó un rato largo a hacerme cosquillas para espabilarme. Yo había pedido checkout tardío, así que nos pajeamos mutuamente en la ducha: ella se corrió escandalosamente en mi mano y yo me dejé comer la tranca hasta regar de semen su cara y sus tetas en una corrida morbosa. Julia De La Torre era una mujer espectacular, pero bañada de mí era una hembra gloriosa. Luego nos limpiamos enteros, entre besos y azotes, momento que aproveché para confesarle mi erótica fijación por su culo desde que la había visto desnudarse en su casa, justo antes de que me sorprendiera pajeándome hasta dejar un charco de lefa en el suelo de su cocina.
Nos sirvieron en el saloncito un variado desayuno continental que compartimos en albornoz, como en las películas. Antes de terminar el café, ya la tenía sentada en mis rodillas, metiéndome trozos de fruta y croissant en la boca. Entre bocado y bocado, yo me hacía el loco colando mis dedos en su escote. Parecíamos dos novios recientes, o una parejita de luna de miel. Julia estaba relajada y a mí me encantaba verla tan desinhibida y juguetona. Estar solos una ciudad gigantesca, a miles de kilómetros de mis padres y de su rutina como profesora de instituto, había abierto la puerta a otro mundo.
—¿Te ha gustado nuestra cita? —pregunté, sonriéndole con mis ojos grises.
—Claro que sí, ya te lo dije ayer… —Me besó suavemente y dejó un hombro al aire como por despiste para que pudiera seguir magreándole bien las tetas—. Ha merecido la pena esperar por este reencuentro.
—No olvides que una parte de mi corazoncito te pertenece. —La besé despacio, con cariño—. Mientras yo esté soltero, podemos reencontrarnos cuando desees… incluso puede que vuelva a la facultad a pedir que me suspendan Matemáticas Financieras…
Julia rio como una chiquilla, me calzó un morreo húmedo y me acarició el pelo.
—Eres un encanto de hombre, pero no. Hay cosas que es mejor cerrar bien y guardarlas en el cajón de los recuerdos inolvidables… —Retiró mi mano de su albornoz y la besó antes de comerme la boca con ganas.
Consideré un halago que me llamase hombre y no criatura, como se le escapaba a veces en el fragor de nuestros polvos, aunque he de reconocer que la voz de Julia nunca me ha sonado maternal. Para mí fue siempre una mujer terriblemente sensual y atractiva porque no tenía que esforzarse para serlo. Le salía natural en su manera de comportarse, de moverse, de atusarse el pelo rubio, de cruzar las piernas en un sitio elegante, o de abrirlas para que yo le comiera su coño estrecho de muchachita.
Me despidió con un abrazo largo al ver llegar el taxi que le pedí. No percibí en su ademán intenciones de besarme y no fui capaz de hacerlo yo. Regresé a mi apartamento compartido de buen humor, con esa heridita del último beso no dado latiéndome dentro.
Como si leyera mis pensamientos, el domingo me mandó Julia un mensaje diciéndome que le gustaría invitarme a un té antes de coger el avión y acudí raudo a su llamada. Compartimos un brunch en un local que yo conocía, en amena charla. Estaba muy elegante con su melenita rubia y un vestido malva con botones que le hacía un escote precioso. Tardábamos en despedirnos, forzando conversaciones como si quedara algo por decir. Empezamos a reír por detalles que, estoy seguro, no pasarían de anécdotas en otras circunstancias. Parecíamos un par de tontos. Y allí, en medio de la acera en Grosvenor Square, me dio ella el beso que nos faltaba. Si el primero en el sofá de su chalé había sido glorioso, aquél último fue y sigue siendo para mí inolvidable. Cálido, largo, apasionado y húmedo, con sus manos alrededor de mi nuca y las mías en sus caderas. Se esfumó tiempo y espacio. Una mirada larga. Ni una palabra más.
Yo seguía sin intenciones de ennoviarme, pero el destino es una ruleta en la que los dados son lanzados sin que uno los tire. Tres semanas después de nuestra despedida, conocí a quien hoy es mi prometida Susana. Dos españoles trabajando en sectores parecidos y mejorando el inglés fuimos a coincidir en el mismo evento profesional. Nos caímos bien desde el principio, me dio su teléfono haciéndose la despistada, pero estuvo jugando conmigo al gato y al ratón durante meses. Había tensión sexual que nunca resolvíamos. Ella tenía fecha de vuelta; yo no. Cuatro días antes de que se marchase a España, me invitó a ver una serie en el cajoncito de 40 metros cuadrados que tenía alquilado en Saint James, pero el guion del capítulo lo inventamos nosotros: a los cinco minutos me invitó a una copa de vino, a los quince me comió la boca y a los treinta ya estábamos en cueros, empezando el primero de tres polvos a cada cual más delicioso. Una vez follados, volvió a calentar la cena que se nos había quedado fría en la cocina. Al marcharme a la mañana siguiente, le dije que ya podía ir contando por ahí que tenía novio porque no era una despedida, era un principio. Susana se lo tomó a broma, pero no mucho: al mes volvió para instalarse conmigo en un estudio luminoso cerca de la City. Cuando regresamos los dos a España después de tres años, ya andábamos por los 30 y teníamos claro que nos casaríamos.
Susana también es rubia, ojos azules, caderas sinuosas, esbelta, muy guapa. Conoce a Julia en persona, la relación de amistad con mis padres y la devoción que yo le tengo. También sabe que cada 4 de abril le envío una cajita de bombones por su cumpleaños. Lo que no sabe es que cada 20 de junio recibe una rosa roja con un te quiero en una nota sin firmar para que no olvide nuestro reencuentro en un hotel de Londres. Pienso hacerlo hasta que alguno de los dos deje de respirar. Julia es y será siempre la mujer de mi vida…
TERCERA PARTE: LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD
—Es algo serio, Jorge. Ven a comer mañana a casa y hablamos.
Recuerdo perfectamente la extraña sensación que me dejó el cierre de esa conversación con mi madre al colgar el teléfono de la oficina. Era la última semana de agosto y yo llevaba siete años trabajando en el departamento de operaciones comerciales de la naviera de mi suegro. Los mismos que hacía que Susana y yo nos habíamos casado. Nuestro hijo Félix había cumplido cuatro en mayo y hacía poco que nos habíamos mudado a una casita con jardín a una hora en coche de la de mis padres, en una parcela que nos habían regalado a medias entre las dos parejas de consuegros.
Al día siguiente, sábado, todo parecía seguir igual en la que había sido mi casa familiar. Mis padres ya llevaban unos años jubilados pero bien de salud, salvo algún achaque de huesos propio de la edad. El nacimiento de Félix, rubio como su madre y con mis ojos entre grises y azules, los volvió locos de felicidad. Siempre se han llevado bien con mi mujer, no se meten en nada y la relación entre suegra y nuera desafía cualquier refrán popular. Una vez terminada la comida, iba a meter los platos en el lavavajillas, cuando mi madre me lo impidió con un gesto. Susana hizo ver que se encargaba ella, mi padre estaba arriba entreteniendo al niño y mi madre me llevó del brazo hasta el salón.
—¿Qué pasa? Me dejaste preocupado con tanto misterio. ¿Ha empeorado la artrosis de papá? ¿Estás tú bien?
—Jorge, estamos los dos bien, no te preocupes. —Sonrió—. No tiene que ver con nosotros. Se trata de Julia.
Siendo sincero, no me lo esperaba. Aunque seguía enviándole la cajita de bombones por su cumpleaños y la rosa anónima cuyo admirador secreto ella intuía sobradamente, nuestro contacto telefónico había menguado, sobre todo desde la llegada de Félix. No por nada en particular, pero las obligaciones laborales y familiares me absorbían. El crío salió llorón y durante un año apenas dormimos. Empezar el colegio ayudó a poner las cosas en su sitio. Pero para mí, un hijo no es un activo financiero o una inversión a la que dejar mi herencia material. Y claro, ser esa clase de padre exige grandes cantidades de algo que se escapa cada minuto: tiempo. Tomé la mano delgada de mi madre entre las mías:
—Cuenta…
—Ya sabes que se acaba de jubilar. Tu padre y yo llevamos tiempo diciéndole que se busque un piso pequeño, o incluso que se venga a vivir con nosotros, pero no hay manera. En la comida de despedida que le hicimos en el instituto todo fue bien, pero desde entonces, no la vemos ni contesta al teléfono. Estamos preocupadísimos, nunca se había comportado de esa forma. Había pensado que fueras a visitarla. Tal vez sí hable contigo… —Sentí su mano apretando las mías.
—Desde luego si me lo pides iré pero… ¿qué te hace pensar que me dirá lo que no quiere decir? Nuestra relación ya no es la que era… —Al escuchar mi propia voz, mi cerebro procesó por primera vez todo lo que, en efecto, implicaba esa frase.
—Cariño, Julia bebe los vientos por ti… Si no habla contigo entonces dejará de ser ella…
La sinceridad de mi madre me trastornó un poco. Nos conocía bien a los dos y no había dicho ninguna mentira, pero algo me empezó a burbujear en el estómago y ya no dejó de hacerlo en varios días.
—¿No le estarás poniendo excesivo drama? —Sonreí—. Tal vez esté ocupada reorganizándose con la jubilación, tenía un hermano y sobrinos…
—Intuyo que es algo serio y mi intuición no me ha fallado nunca… —respondió mi madre acentuando la afirmación con una de sus miradas afiladas.
—Nunca pongas en duda la intuición femenina, Jorge… —Escuché decir a mi mujer desde la entrada de la sala—. Sin ella, las mujeres no seríamos nadie.
Pasó la tarde, nos despedimos y llegamos a casa con Félix cebado por sus abuelos y dormido en el asiento trasero del coche. Nuestro refugio era un chalecito de una sola planta, porche, cuatro dormitorios y todos los servicios, pero discreto. Supe quién era Susana Cabany desde bastante antes de pedirle la mano a su padre, el fundador de Cabany Shipping & Logistics, pero mi esposa y yo compartíamos escaso gusto por alardear de ricos. Mientras ella se cambiaba, yo metí en la cama al pequeño. Entre bromas y veras, ya eran más de las 21:00 y no nos apetecía preparar la cena. Nos miramos como dos bobos en el sofá:
—¿Pedimos comida china y cita de novios casera? —dijo Susana metiéndome un morreo que me impidió contestar.
—Si me lo pides así, yo te encargo hasta la luna… aunque igual nos quedamos dormidos antes del polvo… —Me reí y ella también.
Hicimos cena romántica en pijama, interrumpida por algún lloriqueo de Félix que se resolvió enseguida. Para cuando llegamos a la cama, los dos queríamos mambo pero estábamos igual de cansados. Susana trabajaba en el departamento jurídico de la naviera y desde que se reincorporó de la baja maternal, solo hacía media jornada. Como es tan terca, nunca accedió a tener ayuda en casa y acababa con el depósito sin gasolina. Me besaba con ganas, pero no era capaz de quitarse el pijama. Me reí por lo bajo:
—Si quieres que te desnude yo, haberlo dicho, mujer… —Le quito la camisetita de tirantes que lleva.
—Shhhh… no hables alto, tonto… Desde que somos padres solo podemos tener sexo ninja… —Me vuelve a morrear.
—¿Sexo qué? Con lo que nosotros éramos…
—No me lo recuerdes, que me enciendo… además, se nos va a pasar el arroz para el segundo… —Se baja el pantalón corto y las bragas y yo se los saco por los pies.
—¿Aún quieres repetir después de las noches que nos dio el señorito berridos? —Le meto mano a las tetas ya con vía libre.
—Sí, sí sí, amor… —Siento sus manos sobándome el culo y me pongo malo—. Quiero que me hagas otra panza…
Seguía yo con mi costumbre de dormir desnudo en verano y a esa altura de calentón, no estaba para razonar mucho más. A pesar de que ya no éramos dos jovencitos, al no fumar nos conservábamos bien, en opinión de nuestro grupo de amigos. Yo nunca he sido de engordar, y las canas me hacían mantener íntegro el pelo; Susana llevó genial el embarazo y no le había hecho estragos. Caderas anchas, buen culo y unas tetas maravillosas, con areolas rosadas que me sacan de mis casillas. Había dejado los anticonceptivos hacía un año. No nos obsesionábamos con el tema, pero lo cierto es que últimamente jugábamos a los médicos bastante menos de lo que indicaban los manuales de procreación. Le besuqueo el canalillo y le como las ubres con deleite hasta saciarme.
—Y encima, querrás una niña, claro… —La caliento, de camino a su coño rubio, peludo pero arregladito.
—Sí, sí… —Se me abre toda de piernas—. Cómemelo y llénamelo de leche para hacerme una niña… Ummmm…
Con lo encendida que estaba, cualquiera le negaba alguna de las dos cosas. Lamí aquel manjar rosado y húmedo cuanto quise, escuchándola tragar gemidos de todas clases, hasta que se me corrió en la boca. Yo ya llevaba un ratito empalmado cuando subí a besarla. Me azota el culo y se coloca de lado, en cucharita. La abrazo y la calzo a gusto. Suelta un gemido largo.
—Qué polla tienes, cabrón… ohhhh… ummmm…
—¿Y cómo quieres la niña? —Le susurro.
Ella solo se atraganta con un jadeo intentando reír y empezamos el vaivén medio idos de placer. Le doy suave y tiembla entera. Le muerdo el cuello, los lóbulos de las orejas. Gime con la cabeza contra la almohada. Se gira hacia mí:
—Guapa, la quiero guapa como tú… ahhhhhhhhhh, Jorge… Dios… me corro, ahhhhhh… y que no llore…
La puntualización final casi me desconcentra del proceso, pero nos reímos los dos y seguimos a lo nuestro. Es delicioso follarla porque se moja muchísimo y me vuelve loco.
—Guapa eres tú cuando estás cachonda, Susanita… —Le sobo las tetas y ella me morrea como si quisiera arrancarme la lengua.
Jadeamos lo más bajo que podemos, que no es mucho, hasta que siento ganas de acelerar. Mi amante lo nota, me vuelve a morrear y susurra:
—Préñame, cariño, préñame… síiiiii… Diossss… hazme una niña lindaaaaaaa…
La abrazo contra mí y le doy candela a morir, parecemos animales. Me derramo a lo bestia, notando las contracciones de ese coño delicioso que me estrangula la polla. Susana come almohada entre convulsiones y yo le muerdo un hombro por inercia para no gritar como si me estuvieran acuchillando. Hace bastante que no echamos un polvo así y yo mismo me sorprendo de la intensidad. Si no hay niña no será por escasez de espermatozoides. Conservamos la postura un rato, buscando aliento. Tengo los ojos cerrados y a juzgar por la forma de respirar que oigo, Susana también. Noto la verga salir flácida y Susana se gira hacia mí. Nos besamos unos minutos, hasta que recuperamos la cordura.
—Joder, que polvazo… si el mes que viene me baja la regla será un milagro.
Abro los ojos y la veo despeinada, con las mejillas rojas y cara de bien follada. Me río de su ocurrencia. Me dispongo a abrazarla, pero ella se me adelanta y se tumba sobre mí. Nos comemos la boca otro rato, acopladísimos.
—Vaya mordisco, lo siento… —Me vuelvo a reír al ver la marca que le he dejado en el hombro—. La culpa es tuya por insistir en la mierda esa del sexo ninja…
—¡Tonto! —Me acaricia el pelo dándome piquitos—. Con 38 años que tengo ya no podemos esperar más. O es este año o nada. Yo paso de estar a los 40 con tratamientos, calendarios para follar e historias que son un robo de dinero…
—Este año viene… se me da bien hacerte bebés. —Le toco la nariz—. He mandado solo espermatozoides X. Los Y hoy estaban de huelga…
Susana se ríe con ganas. Me abraza más fuerte.
—Tú y yo somos hijos únicos. Me gustaría darle al nene un hermano o hermana. No será un drama si no lo conseguimos pero… me encantaría.
—Y a mí. Habrá niña, ya lo verás, mujer… solo espero que al menos nos deje dormir un poquito. —La beso—. Si yo cumplo mi parte del trato, tú tienes que cumplir la tuya: contratar a alguien para las tareas domésticas. Así podremos centrarnos en criarlos.
—Está bien… cuando me miras con esos ojitos grises no puedo negarte nada… —Me morrea.
Se deja caer en el colchón con un suspiro y vuelve a abrazarme, posando su rubia cabeza sobre mi pecho. La última frase de Susana trae a mi mente a Julia. ¡Hace tanto que no la veo! Mil pensamientos me atraviesan la mente. Mi mujer me acaricia las mejillas y dice:
—Haz caso a tu madre, Jorge. Haz caso a tu madre…
Dos semanas después, salí del trabajo un par de horas antes, que ya había hecho por adelantado el día anterior. No me gusta ir de heredero, ni abusar de mi posición. Aunque Susana y yo tenemos un 25% de la empresa entre los dos y estamos en el consejo de administración, también somos empleados. Así me lo dejó claro mi suegro y así lo hemos aceptado todos. Aún no había llegado el frío cuando aparqué el coche y timbré a la puerta del adosado de Julia. Escuché pasos amortiguados en el interior.
—¡Jorge! —Sonrió tímidamente, sin poder disimular la sorpresa.
—Perdona por no avisarte. ¿Me das un vaso de agua? —Sonreí.
—Pasa, anda. —Me da un beso volado en la mejilla.
Al cerrar la puerta y seguirla hasta la cocina, me fijé en que caminaba con pasos muy cortos y su mano izquierda temblaba ligeramente. Misma melenita corta bien teñida de su tono rubio de siempre. Era imposible intuir si estaba más gorda o más delgada bajo la blusa suelta que llevaba, a juego con el pantalón. Me quité la americana y me quedé de pie.
—¿Infusión, café, una cervecita? Ya sabes que sigue siendo tu casa.
—Si tienes cerveza sin alcohol estará bien, gracias. Tengo que conducir.
—Siéntate por favor. —Sonrió con sus enormes ojos color avellana, bordeados de patas de gallo.
Siempre he pensado que hay dos clases de belleza femenina: la que entra por los ojos y la que se queda a vivir en el alma. Tenía ante mí a una mujer elegante, pero con un tipo de belleza imposible de opacar por la más decrépita vejez. Estoy convencido de que no me habría casado con una rubia dotada de un cerebro tan admirable como su delantera si no hubiera conocido a quien despertó mi pasión juvenil por esa clase de féminas. Julia de la Torre tenía más arrugas en el rostro, algunas manchas en las manos y una extraña melancolía en la mirada, pero no había perdido ni un ápice de su magnetismo. Obedecí y me senté en el taburete de la isla.
—¿Y esta sorpresa? Si no te importa, yo prefiero sentarme en la silla. Me resulta más cómoda.
—Por supuesto. Donde tú quieras. Podemos ir al salón si lo prefieres. —Me levanté y fui con ella hasta el lateral donde estaba la zona para comer, con mesa ovalada y tres sillas.
—A los íntimos los recibo en la cocina. —Sonrió cogiendo dos cervezas de la nevera.
—Me apetecía verte. Hace mucho que no hablamos. —Abrí partida sin mentir, ya sentados ambos frente a frente.
—Lo sé, pero es normal. Tienes trabajo, un niño pequeño… ¿Qué tal está?
—Bien, afortunadamente más tranquilo desde que va a la escuela infantil. No para de hablar, es un loro. Y, por ahora, le gustan los números.
—Eso está bien. —Sonrió—. Habrá salido al padre. Saluda a Susana de mi parte.
—Lo haré. —Bebí un trago—. ¿Qué tal estás tú?
Por los cinco minutos que tardó en responder entre llevarse muy despacio el vaso a los labios, beber, bajar la mirada al suelo, colocarse el pelo que ya estaba perfecto y volver a beber, intuí que iba a mentirme. No podría explicarlo, pero lo intuía. Algo iba mal. Y no sabía si yo estaba preparado para descubrirlo.
—Bien… He estado ocupada haciendo repintar la casa en verano. También he desmontando el despacho y donado la biblioteca de Emilio a la Facultad de Medicina donde él enseñó. Ahora que estoy jubilada, me sobra tiempo… tiempo libre, quiero decir. El tiempo no le sobra a nadie porque no pide permiso para esfumarse.
—Julia, en otras circunstancias terminaría la cerveza, te invitaría a comer para que pasaras la tarde con Félix en mi casa o en la de mis padres y me marcharía. Pero, no me preguntes por qué, no puedo creerte. —La miré fijamente y volví a beber.
Se hizo un silencio espeso y largo. El aire podía cortarse entre nosotros y yo sentí miedo. El peor miedo que un humano puede experimentar: el miedo a algo desconocido que está ahí, pero que no tiene nombre. Julia bebió otro trago más corto y echó la silla hacia un lado, de manera que quedó situada más cerca de mí.
—De acuerdo, supongo que a ti no puedo mentirte. Tampoco debo… Por favor, sé discreto. —Puso su mano temblorosa sobre la mía—. Te ha mandado tu madre, ¿no es cierto?
—Olvídate de mi madre. Ya tengo edad suficiente para venir a esta casa por mí mismo. No necesito que nadie me mande. ¿Qué está pasando?
Vi el azoramiento en sus ojos y temí haberla incomodado. Por primera vez desde que la conocía, la noté frágil pero de un modo diferente a aquella vez llorando su soledad de viuda después de nuestro primer beso en el sofá. La descubrí vulnerable, necesitada de atención. Apreté su mano para tranquilizarla, ya que no podía tranquilizarme yo.
—Lo primero que quiero que sepas es que estoy bien. Tengo a una persona que me ayuda dos horas diarias desde hace dos meses. Ese es el tiempo que hace que sé que tengo demencia. O que voy a tenerla, para ser exactos…
—¿Cómo? Pero… ¡Julia! —Apreté su mano de nuevo por inercia, como si eso fuera a salvarla de algo.
—Cálmate y escúchame. —Me dijo sin perder la calma que yo no conseguía encontrar en ninguna parte—. Seré sincera contigo si respetas lo que voy a decirte. Soy una viuda jubilada, no un despojo… todavía.
—¡Julia, por lo que más quieras, no hables así!
—Atiéndeme y a ser posible, no me juzgues. Compórtate como el muchacho que fuiste y espero que sigas siendo dentro de ese traje de economista y padre de familia. —Volvió a sonreír de una forma tan dulce que me desarmó.
Comprendí enseguida lo que latía debajo de aquella ironía fina. Julia quería mi atención y yo se la regalé. Ni una erupción volcánica podría sacarme de aquella cocina de muebles grises, exactamente igual a la que yo recordaba 17 años antes.
—Hace dos meses, empecé a sentir vértigos leves, fui al médico y me recetó una pastillita. Se me pasó. Pero después de los vértigos vinieron los temblores de manos, los mareos, algún problemilla de coordinación. Pensé que sería principio de Parkinson, pero las pruebas dieron negativo.
—No es bueno anticiparse, ya sabes que por ahí circula mucha información que a saber de dónde sale…
—Cariño, olvidas que pasé muchos años de mi vida casada con un neurólogo. Si algo conozco a fondo, además, de las Matemáticas, es el funcionamiento del cerebro. —Apretó ella mi mano esta vez.
Volver a escuchar su voz dirigiéndose a mí de manera tan tierna activó algo que dormía en mi interior. Fugazmente, volvíamos a ser los de antes, los de siempre. Mi interlocutora retomó su relato.
—Fui a un doctor privado, discípulo de mi marido, que me recomendó dejar la pastilla un mes por si estaba enmascarando algo. Su equipo me repitió las pruebas y salió principio de demencia con cuerpos de Lewy. Tiene un componente genético. Mi padre murió de un mal desconocido, pero es posible que también la tuviera y quedara sin diagnosticar debido a la falta de medios en aquellos años.
—¿Qué podemos esperar? ¿Estás a tratamiento?
—Sí, tengo tratamiento, pero no se puede detener. A diferencia de otros tipos de demencia, afecta al movimiento, porque los cuerpos de Lewy son acumulaciones anormales de una proteína en zonas del cerebro que involucran el aparato locomotor. Es una enfermedad neurodegenerativa. Por eso no quiero anunciarlo a los amigos hasta que tome las decisiones que tengo que tomar por mí misma.
Esperaba una noticia desagradable desde que había pisado aquella casa, pero nada pudo mitigar el dolor que sentí. Ni una lanza atravesándome el pecho me dolería más. Dejé escurrir en silencio cinco minutos que pesaron como cinco años.
—Entiendo. Seré discreto. Pero deberías hablar con mis padres en plazo breve. Están muy preocupados por ti.
—Lo supongo. Os quiero mucho a todos. Lo haré pronto. He puesto esta casa en venta. No quiero ser una carga para mis sobrinos, así que en cuanto deje de valerme por mí misma, me iré a una residencia. Ya estoy valorando opciones.
—¿Hay algo que quieras o necesites?
Julia terminó su cerveza y yo hice lo mismo. Volvió el mismo silencio espeso del principio. Soltó mi mano para colocarse el pelo detrás de la oreja con cierta coquetería, enderezó la espalda y me miró fijamente.
—Sí hay algo que quiero. Pero entenderé que no sea posible.
—Si está en mi mano, lo haré.
—Está en tu mano, Jorge. Lo que no sé es si, a estas alturas, estará ya a nuestro alcance.
—Inténtalo. —Sonreí de nuevo intentando aplacar el tsunami emocional que bullía dentro de mí.
—Desconozco cuánto tiempo de vida plena me quedará. Tampoco quiero inspirar lástima, porque no tengo derecho a quejarme de la vida que he tenido: he ganado un buen sueldo, he tenido comodidades, he viajado, he amado y he sido bien amada. —Sonrió—. Me gustaría despedirme de esta casa y de ti con plena consciencia recordando lo que se siente al hacer el amor. De entre todas las situaciones que me iba a poner delante la vida, nunca creí que la más surrealista de todas fuera pedirle eso a un hombre casado.
Se me escapó una exclamación tan nerviosa como sincera, que me fue imposible reprimir. Esa jugada maestra de Julia de la Torre no la había visto venir. Pero, siendo honesto, me encajaba a la perfección con su forma de ser. No me dio tiempo a responder porque, con la misma mirada firme, añadió:
—Entenderé cualquier decisión que tomes. Puedes pensártelo. Tampoco hace falta que volvamos a hablar de esto. Vamos a seguir en contacto por teléfono. Si para cuando venda la casa no me has contestado, lo tomaré como una negativa justificadísima. Olvida incluso que te lo he pedido. Porque yo no tardaré en olvidarlo.
Volví a casa aquella noche con el corazón hecho trizas. Besé a Susana, bañé a Félix y le leí menos de tres páginas de un cuento, ya que se quedó dormido enseguida. Él nunca lo sabrá, pero aquella noche yo no estaba para cuentos y agradecí enormemente verlo tan relajado en brazos de Morfeo. Mi mujer sí sabía que iba a visitar a Julia y percibí en el azul de sus ojos una angustia contenida al darse cuenta de que me costaba horrores tragar la cena. Casi no probé bocado. Ya en la cama, sentí su perfume entrar en mi nariz, el calor de su cuerpo contra el mío y un beso suave en la mejilla.
—¿Quieres que te prepare algo caliente?
—Solo necesito que no me dejes solo… —Suspiré.
—Contesta sí o no. ¿Le ocurre a Julia algo grave?
—Sí. Pero no puedo decírtelo aún. Por favor, dame tiempo. —Susurré.
Susana calló. Solo depositó otro beso en el mismo lugar y se apretó contra mí. Esperé a que se durmiera y lloré en silencio hasta que el agotamiento me obligó a dormir también.
Aquellos días, engarzados en semanas, pasaron dolorosamente lentos para mí. Deseaba cumplir el deseo de Julia, que era una última voluntad en vida, con la misma intensidad que deseaba no traicionar la confianza de mi esposa. Cada minuto que pasaba, ambas aspiraciones me parecían incompatibles. Solo conseguía desconectar mientras trabajaba. Pero tampoco podía alargar la decisión mucho más. Un sábado que el niño quiso quedarse a dormir en casa de mis suegros, invité a Susana a cenar.
La llevé a un italiano que nos gustaba mucho porque fue donde le pedí matrimonio, con caída incluida cuando hinqué la rodilla. Todavía hoy se ríe cuando lo cuenta en las reuniones familiares o de amigos. Ya era septiembre, con hojas caídas y temperaturas suaves. Susana estaba preciosa con un vestido de lunares, botines y el pelo suelto. Al igual que Julia, es de esa clase de mujeres que no necesitan mucho maquillaje para destacar. El restaurante tiene dos plantas y pedí mesa en la superior, destinada a reservados. Nos dieron el más coqueto, en una esquina, con buenas vistas e intimidad. Justo lo que yo necesitaba en cantidades ingentes. Compartimos un primero, nos pusimos de acuerdo en los segundos y guerreamos por el último trozo de tiramisú en animada charla.
Cuando lo consideré oportuno, tomé aire y abrí la caja de los truenos. Procedí con orden, que es lo mejor que uno puede hacer al tener que enfrentarse con la anarquía de la vida. Le dejé tiempo para asimilar el impacto de la demencia, tranquilizándola respecto a las capacidades de Julia para gestionar las decisiones importantes mientras fuese posible. Una vez pasado el primer nivel, llegó el segundo. Mi mujer conocía mi devoción por Julia, pero nunca le conté nuestro romance, si es que se puede etiquetar así. Los dos capítulos habían sucedido antes de que ella apareciera y lo consideré innecesario. Tampoco esta ocasión lo exigía, a pesar de todo. Simplemente transformé algunos detalles de la petición recibida, que Susana acogió con aplomo. Bebimos ambos. Ella dobló la servilleta, se atusó la melena y clavó sus ojos en los míos.
—¿Por qué me cuentas esto? Podrías hacerlo sin mi permiso… Ojos que no ven…
—Te lo cuento precisamente porque sé que no tengo que pedirte permiso. Busco mantener tu confianza. Me sentiría un completo miserable si no lo hiciera.
Susana deslizó su mano sobre la mía y sonrió.
—Imaginemos que yo no lo apruebo. ¿Qué harías?
—Ir a hablar con ella y decirle que no puedo. Tampoco necesita saber más y te aseguro que no me exigiría motivos.
—Entonces, estás descargando sobre mí la responsabilidad de una decisión que os afecta a vosotros dos.
—No exactamente. Me encantaría cumplir su deseo, no te lo voy a negar. Pero no podría hacerlo a tus espaldas. Ambas sois muy importantes en mi vida. La decisión es solo mía, pero si tú estás enterada, no traicionaré la confianza de ninguna. Ni la tuya, ni la de Julia.
La temperatura era agradable al salir del restaurante. Dimos un paseo lento cogidos de la mano y luego fuimos a la sesión golfa del cine, en la que nos besuqueamos como dos adolescentes fugados del instituto. La paternidad hace que uno disfrute de estos planes de pareja de formas insospechadas. Regresamos a casa sobre las 02:00. Me metí en la cama primero. Estaba ya adormilado, cuando escuché la voz de Susana desde la puerta del baño:
—Hazlo. Será nuestro secreto.
La miré un instante, con su pijama de pantalón corto, descalza y cepillándose el pelo. Me pareció bellísima y deseé poder darle ese segundo hijo que quizás estaba destinado a no ser.
—Piénsalo bien. No lo hagas por caridad. Yo no lo veo así.
—Jorge, lo que te ha pedido Julia es lo contrario a la caridad. Es un acto generoso. Por eso creo que debes hacerlo. Se merece que seamos generosos con ella. Y no porque esté enferma. Hay que ser muy valiente para hacer lo que ella ha hecho. Si te lo hubiera pedido estando sana y sabiendo que va a vivir hasta los 90 años, me parecería igual de bello y aceptable.
Apagó la luz del baño y se metió en la cama. La abracé como nunca en los años que llevábamos juntos. De repente, la sentí llorar, tragando sollozos como una cría.
—¿Qué pasa, nena? ¡No me asustes, por Dios!
—Nada, bobo. Estoy muy sensible. Será la regla. Ya me tendría que haber llegado hace días. —Me calzó un morreo que me supo a amor y a lágrimas.
Había pasado más de un mes desde que Julia me había desvelado su secreto y los días del otoño eran cortos y nublados. Aquel viernes por la noche estaba reservado en mi calendario personal. Me afeité, me arreglé por dentro y por fuera y pasé por la farmacia, la floristería y la pastelería. A la hora acordada me presenté en su adosado con una rosa y dos trozos de tarta San Marcos, como la primera vez. Me abrió la puerta con sus preciosos ojos bien maquillados y el pelo rubio mucho más corto, sin melenita.
—¡Qué guapa! —Sonreí, nervioso como el muchacho que había tocado aquel timbre años atrás.
—¿Te gusta? Empiezo a tener problemas para lavarme el pelo y pensé que era mejor optar por la comodidad.
—Sí. Te queda muy bien. —Le di dos besos en las mejillas.
—Tú también estás muy guapo. —Miró de soslayo mis vaqueros y el jersey blanco que llevaba bajo la cazadora.
La casa olía a comida y a calma. Julia vestía un pantalón negro y una blusa del mismo color que sus ojos. Lo había dispuesto todo en el salón: consomé de primero y pescado al horno de segundo. A nuestra cita no le faltaba ni siquiera música ambiental.
—Sigues siendo la estupenda cocinera de siempre… —Le dije ya más relajado y no por cumplir.
—Y tú igual de detallista. Gracias, pero me ha ayudado Loreto, la chica que viene a echarme una mano. —Sonrió—. Ya he roto dos vasos y alguna pieza más de la vajilla…
—Mientras no te rompas tú nada, hay más vasos en la tienda… —Reímos ambos como chiquillos.
No hubo alcohol por ser incompatible con su medicación, pero no lo echamos en falta. La charla surgió sin dificultad. Mis padres y el círculo más íntimo ya estaban enterados del diagnóstico, pero Julia quería seguir haciendo las cosas a su modo.
Como la noche era nuestra pero yo le había dicho que ella mandaba, después vimos una película abrazaditos en el sofá. Genio y figura, mi antigua profesora de Financieras eligió Solo el cielo lo sabe, con Jane Wyman y Rock Hudson, centrada en los prejuicios que debe superar una viuda madura y rica al enamorarse de un hombre de otra clase social… y 25 años menor. Me encantaba sentirla otra vez así, con el mismo perfume y las mismas ganas de mí. A mitad de trama me besó muy despacio, como una chiquilla casi inexperta.
—Estoy desentrenada…—Me miró fijamente.
—Sigues siendo deliciosa. —Le acaricio las mejillas.
Era nuestro primer beso desde aquel en Grosvenor Square que estaba destinado a ser el último y seguía impregnado de esa pasión dulce que Julia llevaba dentro. Ya no pudimos parar. Nos pasamos el resto de la peli intercalando comentarios con besos, hasta que apareció el THE END y nos miramos como dos tontos.
—Vas a tener que ayudarme a subir las escaleras. Me dan un poco de miedo desde que estoy torpe.
—Claro.
La tomé del brazo para que se sintiera segura y subimos. Su mano izquierda temblaba algo más. Seguía caminando bien, aunque muy despacio. Si la primera sorpresa fue su corte de pelo, la segunda me dejó fuera de juego.
—¿A dónde crees que vas? —Me dijo muy seria cuando vio que tomaba camino del dormitorio de invitados donde tantos dulces despertares nos habíamos regalado en otro tiempo.
—Pues… a la cama…
—Esta noche eres mi segundo marido —dijo dirigiéndome al dormitorio principal.
Me sugirió usar el baño en primer lugar y la esperé desnudo en nuestro nidito de amor. Yo también me había cortado bien el pelo y me había reservado para ella, aunque en mi interior no sabía si podría alcanzar a cumplir tanta expectativa. ¡Dónde quedaba el muchachito fogoso que yo había sido! Se metió en la cama impregnándolo todo con ese perfume que me embriagaba e hizo cosquillear mi ariete. La besé con ganas y ella correspondió. Vi que apagaba la luz del aplique y se lo impedí con un susurro:
—Prefiero luz tenue. Además de disfrutarte, quiero verte.
—Ya no soy la que era, cariño, ya no soy la que era…
—Y yo tampoco… ¡a principios del año que viene cumplo 40 y tengo más canas que pelo! —Me reí.
—Tienes un pelo estupendo y las canas te hacen más atractivo aún… —dijo ella acariciándomelo.
Nos entregamos a los besos como si fuera nuestra noche de bodas. Ella había perdido la timidez del sofá, pero entendí que no quería prisas y me dejé guiar. A medida que notaba sus manos deslizarse por mi espalda, iba azuzando el fuego de nuestras bocas. Con sus caricias llenando cada recoveco de mis nalgas, subí un punto la temperatura con morreos desatados que mi amante aceptó con hambre.
Una vez satisfechos, mis labios comenzaron a explorar su cuello y su escote salpicado de manchas. Su piel estaba perfumada y suave. Julia había engordado un poco, pero seguía teniendo un cuerpo proporcionado y unas piernas espectaculares. Amasé sus pechos con suavidad hasta que la oí suspirar.
—Están caídas… La edad no perdona…
Subí a besarla y luego admiré aquel par de maravillas coronadas por areolas marrones que tanto me gustaban. No desafiaban a la gravedad, pero se mantenían en buen estado de revista para su generoso tamaño.
—No seas modesta. Son preciosas. Tus tetas y tu culito me vuelven loco.
Besé, acaricie y lamí con cuidado, hasta que sus pezones pidieron ser atendidos. Amasé con más ahínco y mamé aquellos pechos exquisitos durante tanto tiempo que me olvidé de mí mismo. Julia suspiraba y gemía, acariciando mi cabeza.
—Jorge… ohhhh… Jorge…
Oír mi nombre salir de aquella respiración entrecortada me puso la polla en guardia. Tal vez no fuera una mujer espectacular para los cánones de la televisión o del sexo online, pero, sinceramente, me importaba un carajo. A sus 65 años, con sus arrugas, sus achaques y sus carnes poco turgentes, me seguía poniendo cachondo y me encantaba. Para darle confianza, volví a besarla y llevé su mano no temblorosa a mi polla.
—Mira cómo me pones tú y tus tetas…
Soltó una carcajada tan larga que nos relajamos los dos. Me rodeó con sus brazos, me calzó un morreo largo y me dijo:
—Por si no me acuerdo, quiero que sepas que te amo. Eres el único hombre al que he amado, después de mi Emilio.
—Y yo a ti, Julia… te he amado y te amaré siempre. Soy todo tuyo.
Volví a alimentarme de ella un largo rato y descendí hasta el hoyuelo de su ombligo. Introduje mi lengua en él y la oí suspirar. Se acomodó ella mientras tanto, abriéndose suavemente de piernas para mí. Seguí jugando sin prisa antes de bajar hacia su pubis. Una hilera de vello blanco bien recortadito bordeaba sus labios mayores. Lo besé con ternura y Julia jadeó en alto. Estaba excitada, pero no lo suficientemente húmeda y temí lastimarla. Debimos de leernos el pensamiento:
—Hace mucho que… —Susurró ella casi temerosa—. Y ahora… ya no me mojo como antes.
—Tranquila. He pensado en eso.
Me incorporé, cogí un tubito de lubricante que había dejado sobre la mesilla y en el camino de vuelta la besé con hambre.
—Esta noche es para disfrutar. Y vas a disfrutar, porque para eso eres mi hembra…
—Y tú eres mi macho… —Sonrió ya relajada del todo.
Deposité unas gotas de lubricante en su Monte de Venus y lo masajeé con ganas por toda su rajita. Empezó a retorcerse en señal de aprobación. Unté mi dedo anular también y la penetré muy suavemente. Gimió y yo dediqué unos minutos a follarla a ritmo lento, hasta que se me puso a tono ella solita.
—¡Ahhhhhhhh! ¡Ummmmm! ¡Qué gusto!
—Y más que te va a gustar cuando te lo coma, reina mía…
Inicié mi degustación sin ansia. Al final, cumplir años no era tan malo para una buena follada. Costó un poco, pero enseguida aquel coño maduro y falto de varón empezó a mojarse de felicidad. Seguía siendo un manjar de dioses. Alterné dedos y lengua a mi gusto, con Julia berreando de gozo hasta que su clítoris salió de su capuchón a reclamar atención. Dado que el horno estaba caliente, me lo comí sin preámbulos y su propietaria me regaló un orgasmo delicioso, entre convulsiones.
—Sí, sí… Qué rico me lo comes… Diosssssssss, me corrroooooooo, Diossssssss…
La deje reponerse, espatarrada y sonriente. Me la comí a besos, magreándola cuanto quise con la polla como un misil. Me acarició las mejillas y dijo.
—Sigues teniendo los ojos tan bonitos como la polla. Métemela de ladito, amor. Quiero que me rodees enterita.
—Lo que mande mi ama…
Mientras ella se me ofrecía en cucharita, yo me embadurné la tranca de lubricante, ya con el glande esplendoroso pidiendo guerra. Me tumbé a su costado y la abracé, rozando con mi capullo la raja de sus nalgas para que sintiera mi dureza. Se estremeció.
—Así de burro pones a tu macho… —Le mordí el cuello y la sentí jadear.
—Hazme tu hembra, cariño…
Me faltó tiempo para complacerla. Entró en su pringoso coñito sin esfuerzo, con la banda sonora de nuestros suspiros. Me sentí en el paraíso. Al hacer tope, la abracé contra mí y le susurré:
—Mi pollón es todo tuyo, mi vida… disfrútalo… Como en Londres… todo tuyo…
—Ohhhh, Jorge… Ummmm… y yo soy tuya, siempre seré tuya…. ummmm…
La bombeé al ritmo que su respiración me marcaba, resultaba delicioso. No podía compararse a los polvos incendiarios de juventud, pero tampoco hacía falta. Julia quería que le hiciera el amor y nunca como esa noche fue de nuevo una hembra entre mis brazos. Jadeábamos a coro, mis manos sobre sus tetas, sus caderas bailando contra mi pelvis buscando verga. Las corridas suaves de Julia eran tan continuas que solo podía lloriquear contra la almohada, agotada de placer. Gocé de ella de un modo diferente, más intenso que años atrás, estimulado por el aprendizaje mutuo de nuestros cuerpos y deseos. Nos dejamos ir hasta el fin, no sé durante cuánto tiempo. Sentí la inminencia de mi orgasmo y la fundí contra mi cuerpo.
—Me corro, preciosa, me corro de gusto…
—Sí, sí, sí cariño… dame fuerte… dale pollón a tu hembra…
Su voz rota de gemir me prendió como una chispa. Aceleré sin pensar y le di candela, jadeando como si estuviera en una competición de atletismo, hasta que noté tres descargas abundantes que me produjeron un placer maravilloso. Grité su nombre aferrado a sus tetas y quedamos ambos exhaustos, tomando aliento sin deshacer el abrazo. Al abrir los ojos acaricié su espalda, al tiempo que mi polla salía de su gruta.
—¡Qué forma de correrte! No me digas que guardaste abstinencia por mí… —dijo mi amante tragando una risita aún con la respiración alterada.
—¿No preparaste tú ese delicioso coñito para mí?
—Me llevó mucho tiempo, pero sí. Aún tengo buen pulso en la mano derecha. Me puse nerviosa como una chiquilla…
—Pues yo también me preparé para ti. Para llenarte de mi amor. —Se me escapó una carcajada.
Nos giramos para abrazarnos frente a frente. Julia tenía cierto rubor en las mejillas y una sonrisa tímida. Me besó mil veces con ternura. Y empezó a llorar casi sin ruido. Me asusté.
—¡Julia! ¿Te ha molestado? ¿Te he hecho daño?
—¡No, no! —Se apretó y sentí sus pechos aplastarse contra mi torso—. Es que hace tanto que no… —Sollozó—. Ha sido glorioso. ¡Ya no recordaba lo que era sentirme una mujer tan feliz!
De repente, aquella confesión me hizo consciente del temporizador que pendía sobre nuestras cabezas. Me invadió una fugaz desolación, pero no dije nada. La apreté más contra mí y besé su frente. Cuando faltan las palabras, lo mejor es abrazarse. Así dormimos el resto de la noche.
Me desperté con ganas de ir al baño. Aprovechando que Julia seguía dormida, bajé a preparar el desayuno y se lo serví en la cama. Le habían retirado el café por la tensión, así que preparé cacao, zumo y dos tostaditas con tomate. Con un par de buenos morreos la desperté:
—Buenos días; tu segundo marido quiere desayunar contigo.
—Pero… ¿ya te vas? —Se atusó el pelo después de comerme la boca—. ¡Qué corto se me ha hecho!
—No he dicho que me vaya. Pero a mis 39 ya no estoy para doblar turno, tendré que recuperar fuerzas. —Se me escapó una carcajada que la contagió a ella.
Seguía lloviendo y un manto de nubes filtraba la luz que entraba a través del balconcito. La habitación de paredes color salmón que yo recordaba seguía igual que siempre, aunque el retrato en blanco y negro de Emilio y Julia ya no presidía la cabecera. Ella debió notar algo en mi rictus porque con los últimos bocados, me dijo:
—He vendido muy bien la casa. Muchas de mis cosas están en casa de mi hermano. En noviembre me marcho al Hogar La Vereda.
Sonreí y volví a besarla. El Hogar para Ancianos Asistidos La Vereda era una residencia pequeñita rodeada de jardines que estaba a 15 minutos de nuestro chalé.
—Me parece bien. Yo también tengo que contarte una cosa, pero es un secreto que solo te desvelaré a ti. —Sonreí y deslicé una confidencia a su oído que le hizo cambiar la cara.
Nos besamos de nuevo sin prisa. Sus labios jugaban con los míos y nuestros cuerpos se buscaban con ganas. La invité a ir a la ducha y aceptó encantada. El baño era amplio, con azulejos blancos y un lavabo doble encastrado en un mueble de madera oscura. Del brazo entramos como dos novios, aunque mi amante no vio que yo llevaba el lubricante en la otra mano. Antes de abrir el agua, le acaricié la espalda y la azoté con cariño:
—Siempre he tenido una fantasía que me encantaría hacer contigo. ¿Te atreves?
—Jorge, no querrás que te dé el culo, porque ya te digo yo que esta enorme delicia que tienes entre las piernas no me cabe. —La manoseó sin prisa después de reírnos a gusto.
—¡No! Pero me encantaría comértelo. Si quieres, claro. No haré nada que te duela.
—¿Cómo se llama eso? Un…
—...un beso negro, sí… llevo 17 años deseando comerte el culo, Julia de la Torre.
—Si hay que morir de algo, que sea de gusto.
Se agachó mi madurita a cámara lenta con la espalda pegada a la pared y me miró con ojitos lascivos. Me preocupaba que se fatigara y le pregunté:
—¿Estás cómoda?
—Yo siempre estoy a gusto con tu polla en la boca.
Empezó a lamer el tronco de mi rabo. ¡Qué sensación después de tantos años! Julia era una experta mamadora y sabía que yo haría cualquier cosa por una mamada suya. Su lengua humedecía mi tranca, que se puso dura al instante. Empezó a acompañar los lamentones con la mano derecha y yo perdí totalmente la cabeza. Solo podía suspirar. Noté el calor de su boca sobre mi capullo y se me escapó un jadeo. Abrí como pude los ojos y vi la rubia cabeza de Julia chupando mi polla con ganas, lamiendo mis huevos, llenándome de caricias. Era glorioso. Nos miramos.
—Ufff… me encanta… ummm… Nadie me come la polla como tú… Uffff…
Así me tuvo a su merced mi ama, hasta que notó que me corría. Paró en seco, me comió la boca con sabor a mi rabo y se me ofreció de espaldas, bien pegada a los azulejos. Sacó su culito, que seguía siendo espléndido a pesar de la celulitis y me dijo:
—¿No querías culo? Pues come, vida mía. Y cuando te empaches, descárgate en el coño de tu hembra.
Fui dejando un reguero lento de besos que hice nacer en sus hombros y derramé con cariño por su espalda. Me arrodillé ante aquel par de nalgas como si fuera una imagen religiosa a la que venerar. Porque lo era para mí. Las acaricié, primero despacio, después con ímpetu. Estaban suaves y seguían teniendo una forma perfecta. Al escucharla suspirar, le dije:
—Te voy a comer ese culazo tan bien, que te vas a correr como una diosa…
—Será como una puta. —Rio.
—O como las dos…
Seguí acariciando y empecé a besarle las cachas. Me fascinaba tanto cumplir mi deseo con mi madura favorita que sentía la verga dura y una excitación nueva, como si hubiera vuelto a ser un adolescente pajillero. Cuando Julia empezó a maullar, pringué un dedo de lubricante y se lo metí despacio.
—¡Ahhhh, qué gusto!
Me dediqué a darle dedo y a besuquear sus nalguitas, hasta que su ano se dilató. Se las separé un poco y empecé a comerle el ojete sin pudor, escuchándola gemir de gusto.
—Ummm sí, sí… come, come… ohhhhh…
Me encendí y le metí la lengua, puesto que su agujero trasero ya aceptaba visita con facilidad. ¡Qué delicia de mujer era mi madurita por cualquiera de sus orificios! Aceleré la comida borracho de excitación, notando que ella debía estar dándose dedo por delante, a juzgar por el chapoteo que oía y la violencia con que su cuerpo se agitaba.
—Ohhhh Díos mío… sí, sí, sí cariño, me corro, me corro, me corro…
Sentí cómo su ojete se contraía y me retiré, a tiempo para verla correrse y soltar un chorro de orina al mismo tiempo. Tenía los ojos en blanco y temblaba entera. Me incorporé y me pegué a ella para que sintiera mi peso.
—Te has meado de gusto al correrte, putita.
Antes de que pudiera contestar, le envainé la polla por el coño. Se empotró contra los azulejos y soltó un gemido.
—Sí, sí, sí, soy la puta de mi macho… ahhhhh…
Nunca habíamos usado ese lenguaje en nuestros polvos pero me gustaba. Y a ella también, porque se había mojado como una jovencita sin ayuda del lubricante. Viendo que no había quejas, le di tranca a mi gusto.
—Cómo pones de golfo a tu macho cuando gozas, Julia… —Le sobaba las tetas.
Mi gusto coincidía con el de ella, pues solo sacaba culo y se dejaba hacer. Aquella Julia era consciente de que no tenía nada que perder y se había liberado. Me tenía cachondo perdido, ni una peli porno me calentaría más. Jadeaba desatada, sin cortarse un pelo:
—Oh, sí, cariño… oh, qué gusto mi vida… dale, dale bien duro a tu putita… ummm…
—¿Quién es tu macho?
—Tú, tú… Diosssss… Tú y ese pollón que gastas, criatura… ahhhhhh… Dame polla hasta que me rompas… ahhhhhhh… —Se le atropellaban las palabras al tener la boca contra los azulejos.
Me resulta aún hoy indescriptible el placer de ese polvazo. Que me siguiera llamando criatura cuando ya peinaba canas y me entraba sueño si trasnochaba demasiado, me pareció tan erótico que me descontrolé.
—Pues vas a rebosar de mi leche, putita… —Le mordí el cuello.
Aumenté el ritmo y Julia ya no gemía, gritaba como si hubiera entrado alguien a robar.
—Así, así, mi vida… ohhhhhh… Jorge… Soy tu hembra bien folladaaaaaa, siiiiii… mi macho, mi macho, mi machoooooo…
Enseguida noté su segundo orgasmo ordeñándome. El placer me inundó de pies a cabeza.
—¡Ohhhhh, Julia! —Me corrí como un animal en sus entrañas.
Quedé agotado, con los brazos a cada lado de ella para no aplastarla. Julia jadeaba, tomó aire y esperó a que yo pudiera moverme. Casi en un susurro dijo:
—Por Dios bendito, nunca pensé que me gustara tanto que me comieran el culo.
—Porque estás buena hasta por donde cagas, preciosa.
Nos duchamos a carcajada limpia. Le enjaboné los pies para que no tuviera que agacharse y ella me masajeó deliciosamente la espalda y las nalgas. Nos secamos, le di crema en las piernas, que siempre había tenido estupendas. La ayudé a bajar las escaleras y nos despedimos en el recibidor con un beso largo, muy tierno.
—Gracias, cariño. ¿Sabe Susana que has pasado la noche conmigo?
—Sí. —La miré durante el tiempo suficiente como para que entendiera que no iba a añadir más detalles.
—Pues ámala, cuídala y consérvala. —Me acarició una mejilla con la mano temblorosa.
Nunca he podido olvidar esa mirada suya traspasando la mía hasta tocar eso que algunos llaman alma. Transmitía amor, agradecimiento, aprecio… incluso compañerismo. A veces, caben tantas emociones en un segundo que no pueden expresarse con palabras. Entendí sin género de dudas que todo lo que habíamos compartido como pareja era un privilegio. La vida nos había regalado momentos que siempre consideramos finitos y por eso los vivimos intensamente.
Esa fue la última vez que estuve en casa de Julia. Dos semanas después, se mudó a la residencia, ya con leves dificultades para caminar sola. Mis padres estaban pendientes de ella, al estar más cerca que sus sobrinos. Yo iba a verla todos los viernes, salvo uno en el que llevé a Susana al médico después de que se desmayara en la oficina. Así descubrimos que estaba encinta. En cuanto pudo, me acompañó también a visitar a Julia, que recibió la noticia con mucha alegría.
Susana no sufrió más molestias que ese desmayo y algunas náuseas. Bajo mil controles médicos por ser de riesgo, llevó el embarazo de maravilla y trabajó hasta la semana 30. Tomó la baja y mi madre iba a verla todas las mañanas. Se puso de parto por la noche y nuestra hija fue a nacer el mismo día de mayo que su hermano Félix cumplía 5 años. Como soy hombre cumplidor, salió dormilona, de ojos azules, pecas en las mejillas y pelo castaño como el de mi juventud. Cuatro días más tarde, fui a visitar a Julia:
—¡Ya ha nacido la nena! Está sanita y es preciosa. Se llama Julia.
—¡Qué bien! —Clavó su mirada en la mía, esbozando una sonrisa.
La delgadez marcaba sus pómulos y le había afilado las facciones, en las que destacaban sus ojos grandes. Estaba bien teñida y peinada, con los labios pintados de rosa en su silla de ruedas. Me arrodillé ante ella y apreté sus manos entre las mías con suavidad.
—¿Recuerdas aquel día en tu casa? Te dije que si algún día tenía una hija, le pondría tu nombre.
—Y tú, ¿quién eres?
Mi amada Julia ya estaba más atrapada por el olvido que por la lucidez cuando mi pequeña Julia apretó por primera vez mi dedo índice con su puñito cerrado. Justo un año después de nuestra última cita de novios, en octubre, sufrió una hemorragia cerebral y murió de forma indolora mientras dormía. No sé si yo hubiera soportado verla llegar a la fase final de su demencia. En su testamento, me legó su biblioteca de libros de Economía y Matemáticas, además de otras muchas cosas cuyo valor no puede medirse en dinero.
—¿Puedo pasar? —Oigo tras un suave toque de mi asistente en la puerta.
—Sí claro. ¿Algo para firmar?
—No, señor Valbuena. Solo avisarle de que ya ha concluido la renovación de la imagen corporativa. Cabany Shipping & Logistics es ahora CV Global Logistics. Le traigo el nuevo papel timbrado y las tarjetas.
El tiempo vuela, tan deprisa que mis hijos de 10 y 15 años empiezan ya a desplegar sus alas en la vida. Miro al cielo despejado desde el despacho desde el que co-presido con Susana la naviera del que fuera mi suegro, fallecido el año pasado. La transición fue lenta, pero segura porque llevaba años preparada. Juntos poseemos el 95% de la compañía. Ambos tenemos poder ejecutivo y tomamos las decisiones en equipo. A Julia nunca le faltan mis tres rosas rojas —una por cada fase de nuestro peculiar noviazgo— que ordeno reponer frescas todas las semanas. Tal y como en su día nos prometimos, pienso llevarme a la tumba nuestra historia de amor. Así pasen mil años, Julia fue y será siempre la mujer de mi vida.
FIN