Diez que eran y habían elegido al más musculado para hacer de Jesús en la cruz. Casi parecía más un modelo de fotografía, con un paño cubriéndole las partes pudendas. Tan solo el resto de elementos de su disfraz lo alejaban de salir en la portada de una revista erótica. La peluca y la barba más falsas y cutres que encontraron en la tienda, una enorme cruz de cartón que llevaba al hombro y unas cuantas pintadas rojas por el cuerpo que simulaban los latigazos y las heridas. Por detrás, su buen grupo de camaradas, todos vestidos de romanos con la salvedad de un San Juan y de una Virgen María tan poco convincente como que llevaba una barba de tres días. El ambiente podría ser solemne de no ser porque se hallaban en plena celebración de los Carnavales. La música resonaba por las calles y la festividad reverberaba por las calles. Toda la variopinta gama de personajes que componía el desfile se dejaban llevar por el contagioso ritmo del festejo. La fiesta palpitaba con fuerza, como si no se fuera a acabar nunca.
Aunque la temática religiosa no pegaba entre un sinfín de personajes de películas, libros, series y muchas cosas más, el resultado de ese disfraz de grupo fue decidido por consenso. En el sentido de que, en una noche de fiesta a principios de enero, decidieron meter en una bolsa un mogollón de ideas para disfrazarse durante los Carnavales y sacar una al azar. El alcohol ayudó mucho durante el jolgorio resultante para obtener una cantidad ingente de locuras que, sin importar cuál saliera, llamarían la atención sin dudarlo. En última instancia, la que salió elegida fue probablemente de las más inocuas y, si ofendió algún sentimiento religioso, quedaba diluido entre el jolgorio comunal.
Ni siquiera terminó cuando los participantes llegaron al final del recorrido establecido y se desbandaron en busca de más emociones con sus máscaras. Algunos, entre ellos el grupo de la pantomima bíblica, acudieron a un bar para proseguir con la diversión del baile y la música. Apenas había espacio en el local para tanta gente como se agolpaba, concentrada en distintos grupúsculos según su afiliación, pero la gran afluencia permaneció hasta la noche. En las paredes se acumulaban algunos de los accesorios más incómodos que estorbaran la celebración de sus propietarios. Una de las esquinas se hallaba colonizada por los romanos de la escena bíblica, con la gran cruz de cartón y las lanzas marcando su territorio. Ellos bailaban a pocos metros, con vasos en la mano y la letra de la canción que sonara arruinada por su coro masculino.
El Jesucristo todavía iba ataviado con su exiguo disfraz, con la salvedad del innecesario pelo postizo que picaba más que decoraba su rostro. Se dejó caer en el sofá junto al San Juan, que tomaba un descanso mientras fumaba un cigarro.
-¿Cómo estás, cariño?-preguntó con voz melosa.
Le plantó un sonoro beso en la mejilla mientras le ponía la mano sobre la pierna. Ventajas que se tomaba por ser Juan, cuyo nombre coincidía con su personaje, su novio de hace varios años.
-Un poco cansado…-respondió, con tono apagado-. Ha sido un día largo.
-Vamos al baño y te doy un poco de energía…
Juan sonrió. Ya sabía qué tipo de energía quería darle su querido Héctor.
-Como nos pille alguien…
-Que les den. Vamos.
Se levantó y le estiró del brazo para que le siguiera. Se abrieron paso entre el gentío con relativa facilidad gracias a su complexión. Algunas miradas se volvieron hacia ellos, aunque lo que pensaran sobre sus intenciones resultaba redundante si no lo expresaban.
Entre su grupo de amigos y conocidos existía la broma general de que Héctor era el activo. Con su físico envidiable tenía todo el aspecto de un dominante, combinado con un rostro algo aniñado que podía esconder un lado sádico en la cama. Sin embargo, adoraba el rol pasivo y tenía una personalidad más característica de una gata traviesa. Juan, por otro lado, era su polo opuesto, Delgado como un espagueti, más reservado y más serio. Aunque compartía su mismo gusto por los juegos eróticos y el disfrute de su sexualidad siempre y cuando fuera en privado. Pero también era flexible y no renunciaba a alguna eventual trastada como la de esa noche.
El baño del bar era un espacio angosto que tenía el espacio suficiente para un lavabo y un excusado. Suficiente para permitirlos estrecharse y besarse sin que nadie los molestara gracias al pestillo. Héctor tenía la ropa justa como para cubrirse, lo que le dejaba suficiente piel desnuda para que Juan sobara tanto cuerpo como quisiera. Pero no tuvo mucho tiempo para hacerlo, pues un par de besos y Héctor ya se encontraba de rodillas.
-Quiero hacer algo-susurró.
Se metió bajo los faldones de su disfraz, formando un bulto con su cabeza que es lo único que podía ver Juan. Pero sentir… Tuvo total constancia de cómo le bajaba la ropa interior y tomaba su miembro entre los labios. Héctor era todo un experto en darle placer y no tardó en alcanzar un buen gozo con los cosquilleos que le enviaba a través de su hombría. Apoyó las manos sobre su cabeza, con la tela de por medio, para que su glorioso acto no se detuviera. No tenía ninguna necesidad sexual antes de entrar al baño, pero ahora se habían encendido todos sus apetitos.
-Vamos a casa…-musitó tras un rato.
-¿Para qué?-inquirió el bulto bajo la tela.
-Te lo voy a dar todo.
-¿Y por qué no lo hacemos aquí?
Su tono luctuoso le encantaba, pero…
-No puedo con este armatoste de disfraz. Necesito quitármelo.
Antes de salir habían tenido que hacer varios números para ponérselo, y eso en la holgura de la habitación que compartían. Juan no se explicaba cómo las personas de antaño se ponían esas prendas tan pesadas todos los días. Héctor emergió de debajo y se limpió algunos restos de saliva que brillaban en sus labios.
-¿Me quieres dar lo que me merezco?
-Y más.
Héctor sonrió con lujuria y se dispuso a salir del baño
-¡Espera!-exclamó Juan-. Ponme los calzoncillos de nuevo, que yo no puedo.
Estaba seguro de que sus amigos se la jugaron cuando le propusieron ese personaje. Para el año siguiente escogería una vestimenta mucho más cómoda y práctica.
Cuando salieron del baño, se acercaron a su grupo de amigos para informarles de su marcha. Las miradas y los gruñidos de sorna dejaban entrever que sus intenciones eran un secreto a voces. Los conocían demasiado bien como para saber lo que hacían cuando desaparecían juntos. Las despedidas más originales consistían en deseos como “no abuses mucho de él” o “que se pueda sentar mañana”. Su grupo de amigos eran socarrones a más no poder, pero todos jugaban a ese juego entre ellos desde que se juntaran en la universidad. Las burlas no podían dañar su relación.
Hacían una pareja peculiar mientras andaban por las calles todavía vibrantes con los últimos retazos de la fiesta de las máscaras. Un San Juan con unas pelucas de la mano y un Jesucristo con una cruz al hombro que no pesaba nada, juntos bajo las luces de las lámparas nocturnas. Dentro del contexto carnavalesco, su compañía mutua no era anormal y se fundían entre las pocas personas que todavía no habían vuelto a sus casas o que estaban en ello. Aquel tipo de fiestas podían durar hasta bien entrada la madrugada si los ánimos no se desvanecían.
La lujuria crecía a medida que llegaban a su portal y, cuando se hallaron en la comodidad del humilde hogar compartido, lo dejaron libre. Héctor no había dado ni cinco pasos en el interior y ya había dejado la cruz a un lado y su escaso atuendo en el suelo, revelando su miembro en alto y abrazando a su novio como hiciera momentos antes en el baño del bar para besarlo.
-Espera-masculló Juan con la boca llena-. Ayúdame a quitarme esto.
Entre los dos tiraron de la parte baja y Juan por fin se vio liberado de su santificada versión. Debajo solo llevaba una camiseta y los calzoncillos, que aparecían abultados por una majestuosa erección y que Héctor no se resistió a liberar. Un pene hermoso y de buen tamaño que enseguida se vio atrapado de nuevo por los labios de aquel que tanto lo amaba.
Otro aspecto físico que los diferenciaba era su vello corporal. Mientras que Héctor adoraba lucir un depilado perfecto, Juan tenía una mata muy ligera de pelo oscuro por todo el torso. Héctor adoraba frotarse contra él, como un gato que se rascara contra un poste áspero. Así que, cuando llegaba al límite de su extensión, hundía la nariz en su vello y la refrotaba. No duraba más que un segundo, apenas dos, antes de escapar para buscar el aire. Una acción que repitió tres veces durante la larga felación y que arrancó varios destellos de placer y de lujuria a su novio.
-Vamos a la cama-dijo Juan tras la tercera ocasión.
La competición por ver quién tenía más lujuria acumulada estaba reñida y no hubo certeza sobre quién arrastró a la habitación a quién. Tal vez fue Héctor, pues Juan se demoró para dejar su camiseta tirada en el camino al lecho. El musculado Jesucristo lleno de heridas pintadas cayó sobre las sábanas, con su San Juan entre los brazos y comiéndole la boca. El mismo “apóstol” que luego escaló su abultado pecho de gimnasio para introducirle el bello miembro una vez más en la boca y que siguiera disfrutando de su sabor varonil.
Los ruidos guturales de Héctor formaban una pantomima de palabras que quería y no podía decir con la boca llena. Fuera lo que fueran, seguro que eran expresiones de placer. No pudo articular ni una en el largo minuto que estuvo atrapado en esa trampa ardorosa y, para cuando fue capaz, lo primero fue:
-Fóllame.
-Como quieras.
Juan se levantó en busca de la retaguardia que su novio le ofrecía. Sus piernas alzadas en el aire mostraban el camino a seguir, la deliciosa cueva del tesoro cuyo recorrido ya conocía gracias a exploraciones previas llenas de ardor. Guardaban un poco de lubricante en un cajón junto a la cama que compartían. Con su resbaladiza textura y su fresco efecto se dirigió en busca del placer de su novio, que le aceptó con tanto beneplácito como llevaba haciendo los más de tres años que sumaban como pareja.
Héctor no reprimió un prolongado gesto de gozo mientras le penetraba, una manía que tenía y que lo llevaba a alzar la cabeza con los ojos cerrados y la boca abierta. Una boca que Juan tomaba para sí como la siguiente conquista de ese cuerpo que tanto adoraba. Sus lenguas se tocaban al igual que sus heterogéneos pechos. Sus acometidas fueron lentas durante ese beso largo y apasionado, golpes secos contra sus glúteos duros que se convertían en explosiones de gañidos en sus gargantas. Cuando Juan se incorporó para darles un nuevo vigor, Héctor se rió con una carcajada pícara.
-¿Qué sucede?
-Te has manchado con la pintura.
Efectivamente, algunos de los oscuros pelos que conformaban la mata de su pecho aparecían salpicados de notables trazas de rojo procedentes de las heridas falsas.
-Parece que te hayas hecho sangre-añadió Héctor, divertido.
-Ya verás…
Juan empezó a embestirle con una cadencia rápida y violenta, agarrándole de los tobillos junto a su cabeza y apoyando su peso en la zona de fricción. Bebieron de ese placer durante varios minutos, resistiendo el culmen para que no llegara tan pronto. Antes de eso, Juan se detuvo para alternar a otra posición que les permitiera continuar con sus juegos. En esa ocasión, Adrián se colocó a cuatro patas para seguir recibiendo su masculinidad.
El mismo calor que los envolvía a raíz de su éxtasis había ablandado las marcas del parco disfraz de Adrián. Si los dedos de Juan resbalaban sobre ellas, estas se emborronaban y deslizaban sobre su piel como óleo sobre un lienzo nuevo. Uno invadido por un calor interno que se sacudía en las entrañas y que vibraba con cada golpe en su epicentro. Y esos toques carmesís se podrían volver rosados con la mezcla de blanco que llovió sobre ellos cuando la fuerza y resistencia se agotaron.
La desnudez absoluta permitía una transición rápida hacia la ducha que compartían. El agua se notaba fría en contraste con el bochorno natural que todavía había de disiparse. El líquido se llevó la esencia de sus disfraces y de su amor, que todavía se manifestaba en un beso que se deslizaba sobre la lluvia incesante. Casi un metro más abajo, Juan apuraba con la mano el placer de su novio hasta que liberó su simiente, que pronto se filtró por el desagüe en compañía de cualquier rastro de suciedad producida ese día, llevándose todo ese peso que resultaba más mental que físico.
Una vez inmaculados y entre los roces de las toallas que retiraban la humedad, Juan dijo:
-El año que viene tenemos que disfrazarnos de otra cosa.
-¿De qué?-preguntó Adrián.
-De lo que sea. Pero no quiero llevar un traje tan pesado.
-¿Qué pasa, no te ha gustado? ¿O es que te daba envidia que todo el mundo me viera al natural?
Juan frunció la boca, como molesto por la pregunta.
No quería reconocer que era un poco de cada.