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TODORELATOS » AMOR FILIAL » MIS ODIOSAS HIJASTRAS (5)
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Fecha: 19-Nov-23 « Anterior | Siguiente » en Amor filial

Mis odiosas hijastras (5)

Gabriel B
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Una cena cargada de erotismo. Version para imprimir

Capítulo 5

Hora de comer

               Era una tortura estar cerca de ella y no poder llevar lo que había sucedido al siguiente nivel. Sami me ayudaba a juntar los vidrios rotos del piso, iluminando con la vela para asegurarnos de que no quedara ningún pedacito de cristal sin levantar. Creo que era la primera vez que lamentaba tener a la pequeña rubiecita tan cerca de mí. Valentina, con Rita en brazos, estaba cuchicheando con Agos. A pesar de que todos estábamos en un espacio muy reducido, no entendía lo que decían, debido a que el cielo no paraba de tronar y la lluvia se escuchaba muy fuerte en esa parte de la casa. De todas formas, me daba la impresión de que estaban hablando sobre algo que solo les incumbía a ellas. Cuando tiré el vidrio roto adentro de una caja, para no mezclarlo con el resto de la basura, miré de reojo a Agos, quien me devolvió la mirada. Traté de dilucidar qué era lo que expresaban sus ojos, pero me costó definirlo. ¿De verdad me iba a comer a ese caramelito? Si me hubiera hecho esa misma pregunta apenas unos días atrás, la respuesta sería un contundente no. La princesita de la casa era la más inalcanzable de las hermanas. Si bien nunca creí que pudiera tener chances con alguna de las tres, la calidez y ternura de Sami me hacían fantasear con la idea de que, si se daban determinadas condiciones, no sería imposible tenerla entre mis brazos. Por otra parte, si bien Valentina era la más hostil de las hermanas, ese antagonismo infundado me hacía recordar a la actitud que tenían algunos niños con la chica que les gustaba: se mostraban con una agresividad exacerbada hacia ellas, cosa que solo significaba que era la única manera que tenían de llamarles la atención. El odio no es más que la otra cara del amor después de todo. La actitud varonil de mi sensual hijastra contribuía con esa hipótesis. Y ahora que sabía que ella recordaba muy bien que yo era el baboso del supermercado, y, aparentemente, no le había contado nada a Mariel, mi teoría se veía reforzada. En resumen, si bien esas dos chicas estaban en el plano de las fantasías, había cierto grado de verisimilitud en el hecho de imaginarme con ellas. Era algo extremadamente improbable quizás, pero no imposible.

               Pero con Agos las cosas siempre fueron bien diferentes. Ella nunca me demostró odio, sino un desprecio contenido, como quien se ve obligado a convivir con la desagradable mascota de su compañero de departamento. Su desdén e indiferencia no podían ser interpretados como un llamado de atención, ni como una señal de atracción reprimida. Aunque ahora parecía que la realidad me marcaba una cosa totalmente distinta.

               Si con Sami todavía tenía la duda de cómo había interpretado mis caricias, con Agos no existía duda alguna respecto a lo que había pasado. El primer contacto fue accidental, era cierto. La oscuridad me había jugado una mala pasada —¿O sería una muy buena pasada?—, y había apoyado mi pelvis en sus pulposas nalgas, haciéndole sentir la potente erección que tenía. Pero luego, cuando la ayudé a levantarse, estuvimos más tiempo del necesario unidos, sin ninguna intención de separarnos. Y como si eso fuera poco, Agos empujó hacia atrás, metiendo más presión a mi verga que estaba a punto de estallar. ¿Pensás que soy una frígida?, había preguntado.

No. Claro que no lo creía.

La presencia de sus hermanas me tiró el ánimo al piso, ya que no pude seguir frotándome en ese perfecto orto mientras sentía el rico olorcito de su perfume. Pero estaba decido a llevarme a mi cuarto a la princesita. O quizás le haría una visita nocturna al suyo, daba lo mismo. Esa noche la haría gritar de placer. Esperaba que la tormenta siguiera rugiendo con la furia con la que lo hacía ahora, así las otras no escucharían los gemidos que le haría largar a esa muñequita inconquistable.

Me hice el tonto, demorando más de lo necesario levantando los cristales del suelo, para ver si las otras se iban y nos dejaban solos un rato. Pero Sami no parecía querer despegarse de mí, ni Valentina dejaba de cuchichear con Agos. Luego ambas volvieron a la cocina, cosa que me frustró, ya que por lo visto Agos no pensaba hacer nada para quedarse ahí conmigo. Por un momento pensé en una terrible teoría: lo de recién había sido cosa del momento y nada más. En mi tierna juventud había tenido situaciones similares con amigas a las que me quería coger. Había cierto franeleo con ellas en un momento determinado, pero luego la cosa no se concretaba. Ellas siempre encontraban excusas para dejarme con la calentura en los pantalones: que tenían novios, que en realidad no había pasado nada entre nosotros, que justo ese día no podíamos vernos, etc. Pero deseché esa idea. Agos sabía que yo no era uno de esos pendejos veinteañeros que ella conocía. Ya era todo un hombre, y si me arriesgaba a tanto con la hija de mi pareja, era por algo. No iba a dar marcha atrás ¿cierto?

—Que noche rara ¿No? —dijo Sami. Sus ojos azules resaltaban tanto, que parecían brillar más que las velas—. Me da la sensación de que va a pasar algo —agregó después.

—No va a pasar nada malo —le aseguré, acariciando su mejilla con ternura.

Me arrepentí enseguida de haberlo hecho. El encuentro con Agos me había dejado tan caliente, que corría el riesgo de desahogarme de manera impulsiva con su hermanita menor. Sin embargo, no atiné a retirar la mano inmediatamente. Recorrí su rostro con la cara externa de mis dedos, frotando su mejilla, para luego deslizarlos hacia el mentón. Sami me sonrió con ternura —una sonrisa dulce que me desarmó—, cosa que hizo muy difícil que le saque las manos de encima.

—Yo no dije que fuera algo malo lo que va a pasar —explicó ella.

—Y qué cree que va a suceder la brujita de la casa —dije yo, bromeando.

—No sé. Algo diferente —respondió, enigmática—. Perdoname por lo del video —dijo después, recordando la bochornosa escena de hacía unos minutos.

—No pasa nada. Todos somos lo suficientemente grandes como para no escandalizarnos por eso —dije, para que se quedara tranquila.

Pero era una verdad a medias. Si bien Sami ya estaba en edad de ver esas películas, no dejaba de ser muy pequeña e inocente.Aunque, por otra parte, eso no pareció molestarme cuando metí mano en ella, como así tampoco me detuvo cuando acaricié su rostro hermoso. Doble moral le dicen algunos. Era cierto lo que decía la pequeña. Esa noche iba a suceder algo fuera de lo común. Por momentos hasta me daba alegría haberme enterado de que Mariel me había metido los cuernos, porque gracias a eso no tenía tantas trabas éticas que me hubieran impedido pensar seriamente en cogerme a alguna de sus niñas. Pero, aunque por un momento pensé que Sami sería una de las protagonistas de la escena que esperaba que se desarrollara dentro de algunas horas, ahora todo indicaba que era la mayor de las hermanas la que había hecho suficientes méritos, no solo para calentarme, sino para hacerme sentir lo suficientemente seguro de tirarme a la pileta. Primero lo de advertirme de los cuernos de mi mujer, después lo de palparme la verga en medio de la oscuridad, y ahora esto. No había forma de que la idea de meterme adentro de la princesita se me fuera de la cabeza.

No obstante, estar a solas con Sami resultaba peligroso. Mi excitación era tan grande, y se había gestado desde hacía ya tanto tiempo, que ahora me encontraba en ese peculiar estado en el que a veces caemos los hombres. Me refiero a ese estado de calentura tan grande, que podemos llegar a desquitarnos con la primera que se nos cruza en el camino, incluso si no nos sentimos atraídos por esa persona. Y Sami sí que me atraía. Si mi pequeña hijastra me seguía mirando así, iba a ser algo muy riesgoso. No pude evitar desear que ojalá fuera Agos la que se encontrara a solas conmigo. De ser así, podría comerle la boca sin miedo a sentirme rechazado.

—¿Volvemos? —dijo Sami.

Me alegré de que ella haya tenido la inteligencia de cortar con ese momento tan tierno, que fácilmente podía haberse convertido en otra situación erótica. Ahora que creía haber descubierto que la mujer misteriosa era Agos, me daba cuenta de que lo que hice con Sami había sido mucho más riesgoso de lo que había imaginado. Era hora de empezar a utilizar las neuronas. Debía concentrarme en la princesita y dejar de tontear con la linda rubiecita. Por más que se mostrara cariñosa conmigo, era demasiado pequeña, y quizás no se percataba de lo que podía generar su actitud. Si le hacía a ella lo mismo que le había hecho a Agos, era muy probable que me metiera en serios problemas.

—Dale, vamos —dije.

Cuando me dio la espalda, aproveché para asegurarme nuevamente de esconder mi erección. Por suerte ya no la tenía tan tiesa como hacía unos minutos, aunque la hinchazón era notable.

Al llegar a la sala de estar, lo primero que hice fue observar a Agos. Ella desvió la mirada de manera algo torpe, lo que me pareció divertido. Fingió que recordó algo que debía preguntarle a Valentina y la otra le contestaba mientras Sami y yo nos sentábamos en el sofá que parecía estar destinado a ser el lugar que usaríamos para permanecer juntos. Lamenté que Agos no tuviera la astucia de cambiarse de lugar. Si se sentara conmigo, sería fácil encontrar la manera de manosearla, sin que las otras se dieran cuenta, así como había hecho con Sami, solo que ahora mis manos se aventurarían a mayores profundidades. Pero no, debía tener paciencia —más de la que ya estaba teniendo—, y esperar el momento oportuno para ponerle las manos encima.

—Sería buena idea comer temprano ¿No? —comentó Valentina, que ya tenía su cuerpo desparramado sobre el sofá más grande.

A pesar de estar tan ensimismado, meditando sobre lo que debía ocurrir esa misma noche con Agostina, era una misión imposible no prestar atención a esas turgentes tetas que parecían querer escaparse de la remera, y esos pezones que se marcaban en la tela y dejaban en evidencia la ausencia del corpiño. Su mirada traviesa y algo petulante a la vez, también era algo difícil de ignorar. Valentina era evidentemente la más sexual de todas ellas, incluso más que la propia Mariel, según especulaba. No pude evitar sentir una punzada de decepción porque ahora tenía la certeza de que no era ella mi admiradora secreta. Pero Agos no era precisamente un premio consuelo. De hecho, ni siquiera era inferior a Valentina en cuanto a atributos físicos. Simplemente era diferente. Quizás lo que en realidad deseaba en lo más profundo de mi alma era tenerlas a las dos en mi cama. O ya que estamos, a las tres.

—Bueno, tampoco es taaan temprano —opinó Sami—. Además, yo ya tengo hambre.    

—Eso te pasa por estar todo el día encerrada y no bajar a merendar —la reprendió Agos—. Hay que comer al menos cuatro veces al día ¿No sabías?

—Sí, mamita —se burló Sami.

—Bueno, si quieren voy preparando unos tallarines con salsa —propuse—. Pero necesito al menos dos velas para estar bien iluminado en la cocina.

—¡Yo te ayudo! —dijo Sami, entusiasmada.

—Yi ti ayudi —se burló Valentina.

Me pareció notar que Agos estaba decepcionada por lo que acababa de oír. De hecho, yo también lo estaba, pues esperaba que fuera ella la que se ofreciera, y así tener por fin un rato de intimidad entre los dos. De esa manera tendríamos un lindo recalentamiento antes de lo que fuera a suceder a la hora de dormir. Pero ella había estado muy lenta y Sami muy rápida.

—Dale, vamos —dije.

—Bueno, nosotras también deberíamos ayudar ¿No, Valu? —dijo Agos, mientras Sami y yo volvíamos a la cocina. La hermana del medio la miró con cara de pocos amigos—. Digo, está tan oscuro… Debe ser incómodo cocinar así. Mejor llevemos todas las velas a la cocina y de paso le damos una mano.

—Bue —escuché decir con desgana a Valentina.

Me entusiasmó mucho escuchar a Agos haciendo lo posible por estar cerca de mí. Supuse que la invitación a Valentina era para disimular. Quizás, al igual que yo, esperaba que la otra se negara. Pero seguramente Valentina se había dado cuenta de que si se quedaba sola en el living, cuando ni siquiera contaba con su celular, hubiera sido terriblemente aburrido. Ahora tendríamos a sus dos hermanas estorbando, pero de todas maneras me alegraba saber que la tendría bien cerquita.

—Valu, alcanzanos un paquete de fideos de la alacena. Como sabés, yo no llego —dijo Sami, mientras yo llenaba de agua una olla.

Valentina se puso de puntita de pie para alcanzar la puerta de la alacena y abrirla. Había dejado una vela sobre la mesada, lo que hacía que se ilumine su costado derecho. Ahora estaba convertida en apenas una silueta sumergida en la semipenumbra. Pero con ese débil haz de luz bastó para que sus formas curvas quedaran en evidencia, principalmente gracias a sus anchas y curvadas caderas, y a sus ya conocidas inmensas tetas. Casi parecía una obra de arte en la que un pintor prodigioso había hecho un increíble trabajo con las luces y sombras, reflejando, de manera sutil, una sensualidad exquisita.

—¿Vas cortando las cebollas? —me dijo Agos, obligándome a desviar la mirada de su dolorosamente sexy hermana. Me entregó la tabla para picar y un cuchillo. Sus ojos marrones parecían hincarme, como si ellos mismos fueran cuchillos. Me pregunté si no era demasiado pronto para escenas de celos, aunque por otra parte mi ego se elevó por las nubes.

—¿No era que ibas a ayudar? —se burló Sami, que encendía apresuradamente las hornallas. Estaba claro que, a pesar de su entusiasmo, no tenía idea de lo que era cocinar. Pero de todas formas el fuego servía para iluminar un poco más el espacio, así que no le dije nada.

—Sí, pero prefiero hacer otra cosa. Odio picar cebolla —respondió con sinceridad Agos—. Después el olor tarda mil años en irse de mis manos. Prefiero ayudar en otra cosa.

No pude evitar preguntarme si no le molestaría también sentir un dejo del olor a cebolla en mis manos, o incluso si le incomodaría que la toque con esas mismas manos que pronto estarían hediondas. Por mi parte no pensaba privarme de ciertas prácticas sexuales por cuestiones tan insignificantes como esa.

—No hay problema, yo me encargo —dije.

Cuando agarré el cuchillo, por su mango, aproveché para acariciar su mano —manos delicadas de uñas prolijamente pintadas—. Era un gesto claramente hecho a propósito, pero ella no pareció percatarse de ello. Valentina seguía estirada, escarbando en la alacena, buscando el paquete de tallarines. La oscuridad no se la hacía fácil, ni a mí tampoco, porque era realmente un espectáculo la vista de ese tremendo orto que ahora estaba bañado por la débil luz de la vela. La expresión culo cometrapo le cabía perfectamente, ya que la tela de la calza parecía estar siendo engullida por su enorme y profundo ojete.

—A ver —Dijo Agos.

Se colocó al lado de Valentina, elevó su mano que sostenía otro vaso con la vela encastrada, e hizo un movimiento igual al de su hermana. Ahora tenía a los dos preciosos culos tentándome, a apenas unos pasos de donde yo estaba. Si Sami no estuviera también tan cerca, quizás me hubiese animado a acercarme y pellizcar la nalga de Agos. Con ese pantalón de un negro brilloso, quedaba más expuesta que Valentina, ya que no solo la alcanzaba la luz, sino que la vela se reflejaba en él, y dejaba a la vista el perfecto glúteo de la pendeja. La costura del medio también refulgió en la penumbra, remarcando con exquisitez la profundidad y la forma de la parte trasera de la mayor de mis hijastras.

Algo me decía que iba a ser más difícil de lo que pensaba contenerme hasta que llegara la hora de dormir. Teniendo a tres pendejas preciosas revoloteando a mi alrededor, que además parecían provocarme a propósito en todo momento, la calentura era difícil de controlar.

—Una semana después… —se burló Sami de sus hermanas, pues se estaban tardando demasiado en una tarea muy simple.

Como respuesta al chascarrillo, Valentina por fin encontró el paquete de tallarines.

—¡Acá están! —dijo, levantándolo, como si fuera un trofeo—. ¿Cómo te quedó el ojo? Enana —atacó después a Sami, aunque las agresiones que iban a la más pequeña no solían ser de verdad, ya que todas la consentían de alguna u otra manera.  

Me puse a picar la cebolla y el ajo.

—Ponele un poco de aceite a la otra olla —le dije a Sami.

La rubiecita obedeció.

—¿Me alcanzás el tomate? —le pedí a Agos.

No pude evitar ponerme nervioso cuando la princesa de la casa se acercó a mí, con dos tomates grandes en las manos. Pero acababa de ver una oportunidad y no la pensaba dejar ir. Debía ser veloz y tener mucho cuidado. Me limpié la mano con un repasador. Agos me entregó los tomates.

—Gracias —le dije—. Ahora alcánzame la sal, por favor.

Me dio la espalda. Miré a Sami, quien estaba muy concentrada viendo cómo el aceite se deslizaba en el fondo de la olla. Luego busqué a Valentina. Comprobé que estaba de brazos cruzados, mirando la fuerte cortina de lluvia que todavía caía afuera. Estaba seguro de que apenas tenía unos segundos antes de que alguna de las dos —con toda probabilidad Sami—, pusiera nuevamente atención a mi persona. Así que actué con rapidez. Mientras Agos daba el primer paso para alejarse de mí, dándome la espalda, extendí el brazo y le pellizqué el culo.

Fue apenas un efímero contacto, pero era imposible que pasara desapercibido para ella. Mis dedos se cerraron en el terso orto de mi hijastra. Pude ver cómo el pantalón se arrugaba al recibir mi pellizco. ¿Hacía cuánto que no sentía entre mis manos un trasero como ese? Redondo, pulposo, erguido, perfecto. Era de esos culos que uno no podía dejar de darse vuelta a mirar. Y ahora era presa de mis ansiosos dedos que se hundían en esa suave piel, a través de la gruesa tela del pantalón.

Pero enseguida la solté, porque estaba decidido a no correr ningún riesgo innecesario. Solo necesitaba confirmar que ella no se molestaba por mi atrevimiento. En efecto, no hizo ni dijo nada. Pero tampoco detuvo sus pasos, sino que siguió como si nada hubiera pasado. Continué preparando la salsa, esperando que nuestras miradas se encontraran de nuevo, pero ella me esquivaba. Tampoco podía ser tan obvio, por lo que me limité a tratar de ver su reacción solo un par de veces. En todas las ocasiones me choqué con su indiferencia. Entonces empecé a preocuparme. ¿Me habría engañado a mí mismo durante todo ese tiempo? No. No podía ser eso. Ella había dejado que yo frotara mi verga tiesa en su trasero y me había preguntado si le parecía que era una frígida. Ahora que no me viniera con histeriqueos. Para colmo estaba completamente al palo de nuevo.

La verdad era que hacer tallarines con salsa no era la gran cosa. De hecho, siendo tantos en la cocina era más un estorbo que otra cosa tener tres ayudantes. Pero no se me ocurría nada para hacer que las otras dos nos dejaran a solas.

Así que estuve durante un buen rato con la incertidumbre que me generaba no saber si le había molestado mi mano inquieta o no.

Empecé a meter todo lo que había picado en la olla. Puse el agua también en el fuego. Me di cuenta de que mi mano estaba transpirada. Quién lo iba a decir. A mi edad, con los nervios en punta por una mocosa de veinte años. Sami arrimó su rostro a la olla más de lo aconsejable, y tuvo que retirarlo rápidamente cuando sintió el calor del vapor.

—Mezclá un rato —le ordené.

Agarré cuatro platos y se los entregué a Valentina.

—Andá poniendo la mesa —le dije.

—Sí, señor —respondió, algo exasperada.

Agarró uno de los vasos para iluminarse, y se fue al comedor con pasos vacilantes, aunque no se privó de menear las caderas mientras caminaba.

—Ay, creo que se pegó —dijo Sami.

Empezaba a salir mucho vapor de la olla, y olía a quemado.

—Sami, ya estás haciendo lío —le reprendió Agos.

—No es nada —dije, vislumbrando una oportunidad que quizás no se repetiría pronto—. Agos, echale un poco de agua a la olla. Y vos no dejes de revolver —agregué después, dirigiéndome a Sami.

Antes de llenar un vaso con agua de la canilla, Agos se ató el pelo. Luego fue hasta la olla y tiró un poco de agua en ella.

—Qué asco. Me estoy llenando de olor a comida gracias a vos, tontuela —le dijo a su hermana, aunque con cierta cuota de ternura—. Me voy a tener que bañar de nuevo —agregó después.

En ninguno de sus actos desvió la mirada hacia mí. Pero eso no me detuvo. Ahora Valentina estaba fuera de mi vista, y las otras dos, dándome la espalda, alrededor de la cocina. Me acerqué, colocándome detrás de Agos.

—Revolvé un poco más —le dije a Sami, mientas apoyaba la mano en la cintura de Agos—. Que no quede ningún pedazo de cebolla pegado en el fondo.

La pequeña rubiecita estaba concentrada en lo que para ella resultaba una ardua y compleja tarea. Yo me arrimé más a Agos. Mi verga dura se frotó una vez más con su pulposo culo. Mi miembro viril y sus nalgas estaban destinados a estar juntos.

—Tirá un poquito más de agua — le dije a Agos. Deslicé la mano que tenía en la cintura, por la cadera, para luego alcanzar su glúteo—. Así está bien —dije después.

Sentí el olor de su cuello, y cerré mis dedos en su trasero. Luego hice movimientos circulares en él. Ella permaneció inmóvil, con el vaso aun en su mano.

—Ya estaría ¿No? —preguntó Sami, que parecía cansada, o quizás aburrida de hacer movimientos circulares en la olla.

Al hacerlo, me miró. Pero lo único que podía estar viendo era a mí, que me había acercado por detrás de Agos, quizás más cerca de lo necesario, era cierto, pero nada más. No podía percatarse de que al final de ese brazo que estaba tapado por el cuerpo de su hermana, yo no dejaba de frotar la mano en el enloquecedor orto de Agos.

Y como si eso fuera poco, ella no se salió de esa posición tan comprometedora, sino que, estando a apenas unos centímetros de Sami, dejó que le metiera mano a mi gusto. Mi verga ya no daba más de tantos estímulos. Necesitaba que el día terminara inmediatamente, para poder expulsar el semen.

A pesar de que sabía que no era buena idea extender ese delicioso momento por más tiempo que ese, mis dedos parecían haber cobrado voluntad propia, y no había manera de sacarlos de encima de mi hijastra. Además, ahora se habían aventurado en una tarea más obscena: el dedo pulgar empezaba a frotarse por la raya del culo. Sentía con la punta de este, la costura que marcaba la profundidad de ese precioso ojete, mientras que con los otros dedos continuaba disfrutando del carnoso glúteo.

Fue Agos finalmente la que se apartó, con cierta brusquedad. Por un instante volví a temer. Pero luego me di cuenta de que Valentina había vuelto a la cocina. A eso se debió su actitud. Estando totalmente enloquecido por el trasero de la princesita de la casa, ni siquiera me había percatado de que ya había pasado suficiente tiempo como para que la hermana del medio apareciera de nuevo.

—Bueno, voy llevando los cubiertos —dijo después Agos, haciéndose la tonta.

La indiferencia que ahora demostraba hacia mí sólo dejaba en evidencia lo joven e inexperimentada que era. Resultaba evidente que quería fingir que nada había sucedido, pero lo hacía de una manera torpe. Lo mejor hubiera sido que actuara con normalidad, y que no me esquivara todo el tiempo la mirada. Pero bueno, a esas alturas no me importaba nada ese detalle. Las dudas ya estaban disipadas. Esa noche me comería a la más bella y delicada de mis hijastras. A las más inalcanzable.

Cuando vi que el agua hervía, puse el fideo. Ahora la única asistente que me quedó fue Sami, quien revolvía ya no el guisado, sino la salsa. Agos se había quedado en la sala de estar cuando llevó los cubiertos, y Valentina la había imitado. Me pareció oír que estaban conversando nuevamente. Por primera vez me intrigó saber de qué era lo que estaban charlando. No es que fueran las hermanas más unidas. Pero por momentos parecían cerrarse en una extraña intimidad. No por primera vez se me cruzó por la cabeza la idea de que algo estaban tramando.

Ya no me inquietaba el hecho de que no se molestara en permanecer cerca de mí. Seguramente se había percatado de que sería difícil que Sami me dejara solo. O quizás sabía que yo no podría evitar manosearla, cosa que tenía su riesgo. No sería difícil que alguna de las chicas nos pescara infraganti.

Cuando la comida estuvo lista, la llevamos a la mesa. Nos sentamos bajo la luz de las velas. Valentina le había llenado el plato a Rita, con comida para perros, aunque la mascota de la casa parecía más interesada en la salsa, la cual tenía pedacitos de carne tierna.

—Se ve piola —comentó Valentina cuando le serví un plato. Creo que eso era lo más cercano a un halago que me diría mi más díscola y vulgar hijastra. Pero no iba a tardar en corregir su buena actitud—. ¿No ganarías más siendo cocinero? —preguntó después.

—Sí, pero no soy profesional —respondí—. Sólo me tomarían como ayudante, y ganaría incluso menos que con mi trabajo actual.

—Con esa manera de pensar, nunca va a progresar señor padrastro. ¿Cómo piensa cuidarnos si mamá muere en un trágico accidente? —bromeó después.

Sami encontró muy gracioso el chiste. Pensé que Agos le diría que no se desubicara, pero permaneció ensimismada, exageradamente concentrada en el tenedor que hacía girar y se iba envolviendo por los fideos.

—¿Todo bien Agos? —me animé a preguntarle.

—Sí, todo bien —dijo ella. Levantó la vista e hizo una sonrisa forzada. Pero de repente su semblante se ensombreció—. Perdón. Voy al baño —dijo, poniéndose de pie.

—¿Se habrá ido a cagar? —comentó Valentina, burlona, cuando Agos desapareció en la oscuridad—. Lo podría haber hecho antes de la cena ¿No? —agregó después.

—Valu, ¡qué asquerosa! —dijo Sami, aunque estaba más bien divertida—. Las chicas como Agos no cagan, y menos a la hora de cenar.

—Es cierto. De su traste solo salen flores —siguió Valentina, y ambas estallaron en carcajadas.

—Bueno chicas, basta —dije yo, haciendo cierto esfuerzo para no reírme, ya que Agostina justamente me parecía de esas personas tan pulcras, que resultaba insólito imaginarla en esas situaciones por las que debíamos pasar el resto de los mortales—. Voy a ver si está bien —comenté después, poniéndome de pie.

Llevé una vela, me dirigí hacia el baño de la planta baja. Cuando llegué, me encontré con Agos, que estaba parada frente al espejo. Con las manos apoyadas en la piletita, como si me estuviera esperando.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí —respondió ella, lacónica.

La agarré de la cintura, por detrás, y me arrimé a ella. El espejo nos devolvía una imagen oscura y borrosa. No obstante, se veía mi rostro curtido detrás de su cara de rasgos perfectos. Le olí el cabello, y luego se lo corrí a un costado, para dejar el lado derecho de su cuello de cisne desnudo.

Ella no dijo nada, cosa que tomé como un permiso para que aprovechara ese momento. Le di un beso en el cuello. Solo usando los labios. Estaba haciendo lo posible por controlarme, pues si me excedía, no iba a poder evitar querer penetrarla ahí mismo, y lo cierto era que ni el momento ni el lugar eran oportunos. Sus hermanas estaban a apenas unos metros, y si hacíamos mucho ruido llamaríamos su atención. Además, si nos ausentábamos más de la cuenta, también quedaríamos expuestos.

—No veo la hora de estar a solas con vos —dije.

Subí lentamente las manos. Apoyé mi verga dura en su trasero. Mis dedos se cerraron en sus tetas. Eran blandas y estaban erguidas. Se sentían muy bien, pero seguramente se sentirían mejor cuando las tocara desnudas. Empujé, clavándole con fuerza mi miembro, casi como si quisiera atravesar mi pantalón y el suyo, y cogérmela ahí mismo. Luego la agarré del mentón. La hice erguirse y girar el rostro. Le di un beso en los carnosos labios. Pero apenas pude saborearlos por unos instantes, pues ella lo esquivó.

Me pregunté si lo que la había molestado era el hecho de que mi boca tuviera el sabor a la salsa que había preparado. Viniendo de ella no me molestaría, ni mucho menos me extrañaría. Además, aunque me negara el beso, mis manos se frotaban con vehemencia en sus tetas, y mi verga no se despegaba de su trasero, sin que ella pusiera ningún reparo en ello. Así que no insistí con el beso. Ya tendría tiempo más tarde para lamerle hasta la sombra.

—A la noche voy a visitarte a tu cuarto —afirmé yo.

No me iba a molestar en preguntárselo, pues era obvio que después de todo lo que había sucedido, teníamos que terminar cogiendo. Tampoco me arriesgué a decirle que la esperaba en mi habitación, porque me expondría a que no se animara a tener esa iniciativa. Yo aparecería a la hora más oscura de la madrugada, cuando sus hermanitas estuvieran durmiendo plácidamente, y punto.

—No lo sé. No —dijo ella.

—Qué —susurré en su oído, sin dejar de magrear sus senos.

—¿Y mamá? —preguntó—. ¿Tan fácil te olvidás de ella?

La pregunta me tomó por sorpresa. ¿Por qué carajos me salía con eso? La sola mención de Mariel me bajó la calentura considerablemente. Además, si me lo ponía a analizar, lo que ella hacía era mucho más criticable que lo mío. Después de todo, las parejas eran reemplazables, pero las hijas no. La deslealtad de ella sería imperdonable a los ojos de su madre.

Sin embargo, no le diría nada de eso en ese momento, cuando por fin la tenía arrinconada, y podía disfrutar de cada rincón de su cuerpo.

               —¿Tu mamá? —dije yo—. Tu mamá me mete los cuernos. Vos lo sabés.

               Vi, a través del espejo, el asombro en los ojos de Agos.

               —¿Y cómo sabés que yo lo sé? —preguntó a su vez.

Ahora el asombrado era yo. ¿No había sido ella la que me envió las pruebas de la traición de Mariel? ¿Qué sentido tenía seguir con el engaño? Salvo que…

               —Tenemos que volver —dijo ella, saliendo, con esfuerzo, de la prisión que representaba mi cuerpo y la piletita del baño.

               La agarré de la muñeca.

               —Esperá. Hoy a la tarde. Cuando salí de la sala de luces… —dije, algo agitado y nervioso.

               —Cuando saliste de la sala de luces ¿Qué? —inquirió ella.

               —Estaba todo oscuro…Te choqué, sin querer… —dije, con cautela.

               Agos frunció el ceño.

               —¿Hoy? —dijo, haciendo memoria—. No, no fui yo —recalcó después —habrá sido alguna de las chicas.

               Se soltó de mi mano, dejándome atónito. Recordé que cuando le hice la misma pregunta a Sami, me dio la misma respuesta, y de hecho, utilizó esas mismas palabras: “Habrá sido alguna de las chicas”.

               ¿Qué mierda estaba pasando? ¿Sería que había malinterpretado todo desde un principio? Sentí que el destino me indicaba, con una enorme flecha fluorescente, hacia donde debía haber mirado desde un principio. Al final, la respuesta más simple parecía ser la correcta. Ahí estaban las señales. Yo mismo las había visto, pero no me había animado a darles el valor que se merecían: la agresión con la que me trataba sin motivos; su risa perversa en el momento justo en el que yo recibía aquel mensaje; el silencio que había decidido guardar sobre la vez en la que nos conocimos; la personalidad varonil que cuadraba a la perfección con el incidente a la salida de la sala de luces…

               Al final se trataba de ella.

Se me hizo agua la boca. Después de todo, iba a suceder. La fantasía nacida desde hacía más de un año se iba a concretar: me iba a coger a Valentina.  O mejor dicho: También me iba a coger a Valentina.

Continuará

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