Capítulo 1 |
No hay nada como una intervención divina en el momento justo.
Cuando sientes que vas a morir y que no hay acción alguna que pueda evitarlo, aparecen las manos salvadoras que te extraen brutalmente del descanso eterno. Usualmente, huelen a látex.
Una metáfora bien cuidadosa que el Karma prepara fríamente para darte esa tan ansiada “segunda oportunidad”, que casi todos, suelen aprovechar al máximo. Ves el túnel blanquecino que promete conducirte al infierno o al paraíso, aparece entonces la redención espiritual con capa blanca o sotana benevolente, extendiéndote cortésmente una súplica delirante de transformación humana. Los malos se transforman en buenos y los que ya estaban jodidos desde la cuna, se apresuran en adoptar la semejanza de la perfección bíblica. Una hipocresía que se repite una y otra vez, como discurso de cardenal a punto del retiro eclesiástico. Tan patético que apesta, diseminándose como la gripe en pleno invierno. Yo, en lo personal, estoy en un punto de no retorno, dónde claramente, no caminaré hacia lo puritano de una creencia que te sentencia a vivir por el más allá obviando el presente. Sin embargo, creo estar en condiciones físicas y no morales, de continuar con mi camino pecador y mundano. Viviendo el día a día como una mortal perdida sin la brújula de los sueños futuristas por cumplir. Conociendo que las críticas, siempre están forjadas con rastros imperceptibles de envidia. Esos que desean tú metamorfosis en algo que no eres, ven en ti, el vago espejismo de lo que ellos nunca podrán ser ni siquiera, volviendo a nacer.
Todos y cada uno de nosotros somos únicos en nuestras imperfecciones. Ahora me pregunto seriamente, ¿por qué cambiar eso que nos diferencia del resto y adoptar lo corriente cómo lo correcto? Si eres diferente te sentencian, si eres igual, eres aceptado por el rebaño semi descarriado diseñado con el único propósito de juzgarte hasta que sientas vergüenza por ser tú mismo. Perdónenme, pero me niego a ser igual al resto. Además de estúpido, es súper aburrido. Cargar como un asno sobre los hombros con las culpas y frustraciones ajenas. Creyendo que la aceptación pública cortará de raíz todas las inseguridades que has dejado plantar en tu jardín emocional por otros insolentes de alta sociedad. Debemos cuidar lo que filtramos, eso más temprano que tarde, nos definirá como personas. Y créeme, no quieres ser uno de esos que llegan a los cuarenta, con fantasías sexuales aún sin cumplir. Vive como puedas y quieras vivir. Y si no puedes volar alto porque te han cortado las alas, aprende a caminar, pero no te quedes quieto, siempre hay una opción, y no la tienen otros en congregaciones o círculos religiosos, la tienes tú, detrás de esas luces oscuras que opacan tú sol naciente.
Quizás luego de leer esto te replantees toda tu existencia y quieras ser ese chico o chica rebelde de revista que tus padres nunca te dejaron ser, y sí así lo quieres… está bien, solo sé tú mismo hasta que veas en el espejo el reflejo de lo que en verdad quieres ser.
Pudiera quedarme todo el tiempo del mundo con ustedes, pero tarde o temprano, siempre hay que despertar y los doctores se han esforzado mucho en que mi corazón lata con fuerzas otra vez.
Hola mundo cruel, he regresado.
• • •
—Puedo irme sola a casa Kaiara, no hace falta que nadie me acompañe.
—¿Vas a continuar desafiándome en todo incluso después de lo que acaba de pasar?
Me encojo de hombros como disculpándome. Veo en sus ojos la furia y la frustración apenas contenidas.
—No puedo cambiar mi forma de ser—le respondo como puedo.
Ella cierra los ojos, deslucida y se pasa la mano por el pelo.
—Por favor. Si quieres me arrodillo ante ti. Deja que Gianzo te lleve a casa.
—En un momento tendré lista la camioneta señorita Moretti—anuncia Gianzo en tono autoritario, apareciendo de la nada en el umbral de la puerta. Trajeado e impecable como siempre.
Kaiara le hace un gesto con la cabeza, y cuando me giro hacia él—para obviamente negarme—, ya ha desaparecido. Creo que destaca mucho en eso de ignorar mis propias decisiones. No puedo evitar sentirme como una maldita marioneta que manejan a su antojo. ¿Dónde he venido a meterme? Yo y mis malas—y para nada acertadas—providencias.
Estoy irrevocablemente enamorada de una megalómana criminal. ¿Acaso puede sucederme aún algo peor que eso? Lo dudo. Vuelvo a mirar a Kaiara.
Estamos a menos de metro y medio de distancia.
Avanza hacia mí, e instintivamente, yo retrocedo. Todo esto es simplemente demasiado para mí. Se detiene y la angustia en sus expresiones es palpable. El verde de sus ojos es ardiente.
—No quiero que te vayas—murmura con voz suplicante sosteniendo el arma aún en sus manos.
El cuerpo sin vida de ese asesino aún derrama sangre a borbotones por el agujero de bala en su abdomen. Los músculos en mi estómago se tensan solo de pensar en lo que hubiera podido pasar si… Kaiara no hubiera llegado a tiempo. Otra vez las malditas náuseas nerviosas me provocan arqueadas. Mi cerebro conmocionado me reafirma la decisión que debo—y no quiero—, tomar.
—No puedo quedarme. No es vida vivir como si estuvieras huyendo—le digo dirigiendo inevitablemente mi mirada al cadáver. Siento como se eriza mi cuero cabelludo. Tengo miedo. Sí. Jamás había sentido la muerte tan cerca de mí. No quiero tener que vivir así. ¡No!
Da otro paso hacia adelante y yo levanto las manos.
—No, por favor. No me lo hagas más difícil—me aparto de ella.
No pienso consentirle que me toque ahora. Eso me mataría y no estoy en condiciones de seguir con esto. ¡No! No pienso quedarme y verla morir a manos de esos… homicidas.
Oh por Dios mi amor, ¿por qué esto? ¿Por qué no puedes simplemente renunciar a una muerte segura?
Cojo mi mochila y me dirijo al vestíbulo. Las piernas me tiemblan. Ella me sigue en silencio, manteniendo una distancia prudencial. Pulso el botón de llamada al ascensor y se abre la puerta. Entro sin mirar atrás.
—Adiós Kaiara—murmuro conteniendo el llanto.
—No te vayas. Por favor Sabrina—me dice, a media voz.
La contemplo en silencio.
Y su aspecto es el de una mujer completamente destrozada, una mujer inmensamente dolida, algo que refleja vagamente como me siento yo también por dentro. Dejando a la única mujer que he amado en mi vida. La única a la que me he entregado en cuerpo y alma.
Aparto rápidamente la mirada de ella, antes de que pueda cambiar de opinión y corra directamente a sus brazos—que es dónde quiero estar realmente—. Por mucho que sienta como mi corazón se rompe en pedazos, no puedo confortarla. No Sabrina. No lo hagas. Siento como las lágrimas se pasean por mis mejillas sin freno. Ella suspira y baja la cabeza.
¡Te amo por Dios! Pero no… no puedo hacer esto. ¡Eres una asesina!
Me repito una y otra vez para ni siquiera pensar en cómo se supone que viviré sin ella. La indecisión otra vez se apodera de mi escaso control. Ladeo la cabeza y vuelvo a centrarme en lo que tengo que hacer. Salir de aquí cuanto antes.
Se cierran las puertas del elevador que me llevarán hasta el lobby y directamente a mi propio purgatorio emocional. Lloro.
Gianzo me sostiene la puerta y entro en la parte trasera del coche.
Evito a toda costa el contacto visual con él. Soy un bochorno y un fiasco total. Así es como me siento. Confiaba plenamente en que podría sobrellevar toda esta situación, y que la vida de la mega empresaria multimillonaria y poderosa Kaiara Di Marco, no interferiría en mis deseos de amarla y llevarla lejos de toda la oscuridad de su verdadera identidad. ¡Dios! Es una criminal. Heredera única y directa de la jefatura de una de las organizaciones mafiosas más grandes del país. Quería, Dios sabe cuánto deseaba empujar a Kaiara a la luz, pero esa tarea ha resultado estar mucho más allá de mis habilidades.
Intento con todas mis fuerzas mantener a raya mis emociones desordenadas.
Mientras más me alejo del apartamento, caigo en la cuenta de la enormidad formidable, de la aberración que acabo de cometer. Me tapo la boca con la palma de mi mano para ahogar los sollozos culpables, que se escapan de mi involuntariamente. Mierda. Mierda Sabrina. La has dejado cuando se suponía que debías estar a su lado.
Un dolor desgarrador me parte en dos. Sollozo. Y las compuertas se abren, dejando rodar involuntariamente un mar de lágrimas por mis mejillas aún pálidas. Las seco precipitadamente con los dedos, mientras hurgo en la mochila en busca de las gafas de sol. Cuando nos detenemos en un semáforo, Gianzo me tiende un pañuelo de tela blanca. No dice nada, ni me mira, como siempre tan críptico y acertado. Yo lo acepto agradecida.
—Gracias—musito, y ese pequeño acto de bondad es mi perdición.
Me recuesto en el lujoso asiento de cuero de la camioneta y lloro, como niña a la que le arrebatan su juguete preferido.
Llego por fin.
Y el apartamento está tristemente vacío. Me resulta poco acogedor estar aquí. Sola, sin ella. Voy directamente a mi habitación y allí, encima de la mesita de noche, está la primera foto que nos tomamos juntas. Lanzo al suelo furiosa el retrato.
Me dejo caer con los brazos abiertos en la cama, con zapatos y todo. Lloro. Ay… ¿Qué has hecho Sabrina? El dolor es indescriptible… físico y mental. Lo siento por todo mi derrotado ser y me cala hasta los huesos. ¿Sufrimiento? Esto si es sufrir. Y me lo he provocado yo misma por idiota.
Desde lo más profundo me llega un pensamiento desagradable e inesperado. El dolor físico que me hizo sentir ese asesino cuando me empujó al suelo, no es ni remotamente comparado con esto. Con esta maldita devastación interna. Me acurruco abrazándome con desesperación a la almohada y al pañuelo que Gianzo me ha dado.
Así, en las penumbras de mi cuarto, llorando y gritando como loca, me abandono al desconsuelo, sabiendo de sobra, que una enorme grieta se ha abierto entre nosotras, separándonos a extremos tan lejanos, que necesitaré mucho más amor para dejarla ir, que para seguir a su lado.
Mi mundo se acaba de derrumbar a mi alrededor, convirtiendo mis esperanzas, en un montón de cenizas estériles.