La deuda
Capítulo 15
Presente
En el chalé
A bordo de una de las furgonas de la policía municipal, Enrique acompañado de Silvia y de su hija Marta – que ha insistido en venir – llegan al punto indicado por el geolocalizador. Son las dos de la madrugada. Salen del coche. Ven que hay un vehículo aparcado a un lado de la cabaña. No hay señales de vida. Ninguna luz encendida.
Enrique desenfunda su pistola. A pesar de no estar de servicio ha querido vestir el uniforme y coger el arma reglamentaria. Por si acaso. Aunque nunca se ha visto obligado a disparar a nadie, el hecho de llevarla en la mano le infunde valor.
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Quedaos aquí. Voy a echar un vistazo – les dice Enrique en plan película.
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Ni hablar. Venimos contigo – responde Silvia sin contemplaciones.
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Bueno, vale. Pero id detrás mío.
La puerta no está cerrada con llave. Enrique la empuja y entran sigilosamente en el chalé. No se ve nada. Silvia y Marta encienden la linterna de sus móviles. Solo se ven los restos de la comida encima de la mesa y algunas prendas de vestir tiradas por el suelo. Ningún signo de violencia. Marta enfoca el cuenco de agua al lado del sofá que había servido para beber a Claudia, unas horas antes.
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¿No oléis? - pregunta Marta -. Huele a perro.
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No, yo no siento nada – dice Silvia.
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¡Chiiit! - corta Enrique – ¿Oís lo mismo que yo?
Se quedan parados escuchando. Marta le da la mano a su madre.
Empujan con sigilo la primera puerta que encuentran. Es la del cuarto de baño. Nada. Nadie. La siguiente habitación tiene la puerta medio abierta. La empujan con el pie, enfocan las linternas de sus móviles. Una cama deshecha. Nadie, tampoco. Siguen oyendo los ronquidos. Llegan a otra habitación, con la puerta cerrada. Silvia pega la oreja a la puerta.
La ventana está abierta, dejando entrar una tenue luz. Dos cuerpos yacen sobre la cama. Marta enfoca su linterna hacia el catre. Ingrid, acostada de lado, pegada a su padre que está de cara, le agarra la polla como el niño que se agarra a su peluche.
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Me cago en la puta madre que me parió – dice Enrique sin alzar la voz - ¿Qué coño es esto?
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Pues... Está claro, ¿no? - le espeta Silvia – Es Ingrid, la hermana de Iván, con su padre.
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Jodeeer – añade Marta -. ¿No te ha dicho que los estaban torturando?
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Shiiit – pide silencio el policia – Vamos a ver dónde están los otros.
Salen despacio, sin hacer ruído. Dejan la puerta entreabierta. Siguen andando por el pasillo hasta llegar a la última habitación. La puerta está abierta pero no hay luz alguna en su interior. Vuelven a enfocar las linternas. Hacen un barrido con las luces hasta que topan con la cama. A Silvia casi le da un patatús. Claudia está postrada encima de Iván con una pierna practicamente encima de él. Como su padre, Iván está de cara. Como Ingrid, su madre le sujeta el rabo. Duermen plácidamente.
Claudia e Iván se despiertan de un sobresalto. No entienden qué pasa. Marta busca a tientas el interruptor i enciende la luz. Ambos se incorporan y saltan fuera de la cama. Enrique abre y cierra los ojos ante lo que ve. Sigue con la pistola en la mano. Marta solo tiene ojos para mirar el cuerpo de Iván y especialmente su enorme polla. Enrique fija su mirada en Claudia. Vaya pedazo de hembra, piensa.
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¡Qué coño hacen ustedes aquí! - exclama Claudia, sin hacer nada para cubrir su desnudez.
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Que qué hacemos aquí – vuelve a chillar Silvia – Iván me ha llamado pidiendo auxilio.
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Es verdad, mamá – replica Iván.
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Creo que nos merecemos una explicación – añade el policía.
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Tienen razón – contesta Claudia más calmada – Vayan al salón, por favor. Ahora mi marido y yo se lo explicaremos todo -. Pero guarde la pistola, por Dios. Ya hemos tenido bastantes pistolas por hoy.
Presente
En la residencia de Serguei D.
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¿Postre? - vuelve a preguntar Fátima, con su mejor sonrisa.
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¿Qué nos propones? - pregunta Fatou.
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Si, ¿qué nos ofreces de postre? - añade Mamadou con retintín.
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Unos chebakias... ¿Qué os parece?
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¿Y eso qué es?
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Unos pastelillos marroquís hechos con estas manitas – les muestra sus manos, pintadas de henna, con sus largas uñas puntiagudas.
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Vale – concede Mamadou – Pero, ¿antes o después?
Fátima les ríe la gracia. Se da la vuelta y se dirige a la despensa. Vuelve con una plata de deliciosos chebakias.
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Vosotros sois los famosos Tom y Jerry, ¿verdad?
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…
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Sí, hombre, no os hagáis los tontos. Serguei me ha hablado de vosotros. Os llaman así en las pelis que hacéis, ¿no?
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…
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Vaya, os ha comido la lengua el gato, ¿o qué? Dice que sois la hostia follando.
Las palabras soeces salidas de aquella belleza vestida como Alá manda, sorprenden a los chicos. No saben muy bien si eso significa que van a follar o que simplemente van a comer pastelitos y a tomar un té a la menta. Siguen sin hablar.
Entonces, dejándolos totalmente boquiabiertos, Fátima coge uno de los pastelitos y se lo introduce en la vagina. Se acuesta sobre la mesa, con la abaya remangada y les dice:
- Así están más buenos. Venga, chicos...¡A comer!
Fátima
Fátima no tuvo una infancia feliz. Desde muy niña, le tocó cuidar de sus hermanos, soportar a un padre reaccionario y conservador y ayudar en todo a una madre sumisa y respetuosa de la más retrograda tradición.
Cuando entró en la pubertad, las primeras menstruaciones fueron un calvario para ella. Evidentemente, los tampones estaban prohibidos. Además, siempre tuvo reglas muy dolorosas. Sin embargo, no tardó en darse cuenta que sus cambios hormonales iban acompañados de una evidente transformación física. Lo veía en ella y lo veía también en la mirada de los chicos, no tanto los de su edad, todavía auténticos críos, sino en los que ya estaban en los dos últimos años.
Fátima se había convertido en una mujercita muy atractiva. La mayoría de las mujeres de la familia eran bajas y estaban casi todas gordas. Ella, en cambio, no se parecía en nada. Había crecido hasta alcanzar un metro y setenta centrímetros de altura y se mantenía delgada. Sin embargo, sus pechos se habían desarrollado considerablemente y junto con las nalgas generosas y salientes, le conferían un aspecto más próximo al modelo femenino del Africa subsahariana.
Como es de suponer, era virgen. El sexo era tema tabú en la familia. Todo lo contrario que en la sociedad en la que vivía donde lo que era tabú era no hablar de sexo. En el instituto, los chicos árabes se la miraban con lujurioso deseo. Los que no lo eran, se la miraban de reojo, evitando enfrentamientos con los de su comunidad.
Era virgen por obligación. No había noche en la que, una vez acostada, rendida de tanto trabajar, despojada de toda su vestimenta, no se acariciase. Le gustaba magrearse los pechos diciéndose que era aquel joven profesor de Química que se los tocaba. Con sus uñas, pulsaba sus pezones como si tocara una guitarra, lo que enviaba pequeñas descargas placenteras a su vulva que se humedecía instantáneamente. Su buena amiga Anissa, de una familia mucho más abierta, le enseñó un día, en los lavabos del instituto, cómo debía tocarse “allí” para obtener el máximo de placer. A veces, sigue ruborizándose al recordar que su primer orgasmo lo tuvo en uno de los váteres del instituto y que la mano que la llevó al clímax fue la de su íntima amiga. Cuando se masturbaba, sola en su cama, nunca se penetraba la vagina, por miedo a romper el himen. Se acariciaba el clítoris imaginando, eso sí, que una larga y gruesa verga, la de su profesor de Química, la laceraba haciéndola sangrar y procurándole un placer tan brutal que se veía obligada a morder la almohada para no despertar a toda su familia. Al final, una vez alcanzado el éxtasis, se preguntaba cómo podía ser malo todo aquello si procuraba tantísimo placer. Pero las cosas eran así y sus “pecados” nocturnos continuaron siendo secretos durante mucho tiempo.
Cuando cumplió los dieciséis años, meses después de que su padre desapareciera del mapa, toda la familia viajó a Marruecos, a la aldea de la que era originaria la madre, en el Anti-Atlas, cerca de la frontera con Argelia.
Pasaron un mes y medio con sus familiares. Gente muy humilde. Muy religiosos. Casi nadie hablaba ni una palabra de francés o de español. Pero todo el mundo se comportaba amablemente con ella. Como es costumbre en aquellos lares, los hombres se reunían en una estancia y las mujeres en otra, convenientemente separadas. Las mujeres se contaban cosas mientras preparaban comida, cosían o hacían cualquier otra tarea propia de ellas. Siempre de buen humor, riendo. Fátima asistía a estos cónclaves femeninos con risueña curiosidad. También se daba cuenta de que ella era a menudo el centro de atención de sus miradas y de sus comentarios. Aunque no entendía nada, aquella situación le agradaba.
Sin embargo un día descubrió a su madre en animada conversación con un grupo de hombres, casi todos viejos. Al rato, su madre le pidió que se uniera a ellos. Tímidamente, Fátima se acercó y se sitúo al lado de su madre. Esta le explicó que como era tradición desde la noche de los tiempos, el jefe del poblado iba a pasar la noche con ella. Era un rito ancestral. Una obligación para con sus ancestros. Un honor que no podía ser rechazado. Fátima se quedó plantada, ahí en mitad de aquellos hombres, sin saber ni qué decir ni qué hacer. Su mente intentaba integrar aquella proposición aberrante y poder esgrimir argumentos para combatirla. Pero todavía era muy joven y no tenía las herramientas intelectuales para hacerlo. Uno de esos hombres iba a desvirgarla y ni siquiera sabía cuál de ellos lo haría.
Un grupo de mujeres se ocupó de prepararla para la ceremonia. Todas mayores que ella. Eran una decena, todas madres e incluso abuelas. La llevaron a una estancia en la que hacía muchísimo calor; un improvisado hammam. La desnudaron. La hicieron meterse en una especie de barreño de algo más de medio metro de alto y que le llegaba a la altura de sus muslos, lleno de agua caliente que olía a flores silvestres. El recipiente estaba rodeado por un banco circular de madera sobre el que se sentaron todas las mujeres. Desnuda, de pie ante ellas, se sentía como un animal de feria. Con un brazo se tapaba los senos. Con la otra mano, su pubis.
Una de las mujeres le pidió con gestos que se sentara en la jofaina. Ella, agradecida, lo hizo. La misma que le había pedido que se sentara cogió una jarra, la llenó con el agua del barreño y se la echó sobre su cabello. Después se frotó las manos en un cuenco lleno de una sustancia viscosa y la enjabonó con ella. Sus dedos le masajeaban el cuero cabelludo deliciosamente. Las otras mujeres, las que podía ver, la miraban satisfechas, se decían cosas entre ellas, se reían y de vez en cuando proferían unos extraños sonidos guturales, un ululeo.
Una vez enjuagada su larga melena, de pelo color azabache, la hicieron ponerse de pie otra vez. Le hicieron levantar los brazos y la maniataron por las muñecas a unas esposas de cuero que colgaban del techo, en el extremo de unas cadenas de hierro ennegrecido. No comprendía el porqué pero se sentía segura y tranquila entre todas aquellas marroquíes.
Fátima no se depilaba las axilas, así que sus sobacos estaban cubiertos de un tupido vello negro. Muchas miradas se clavaban en sus axilas. Les hacía gracia. Otras le miraban sus partes íntimas, su tupida pelambrera púbica. Las mujeres seguían riendo como locas. Al estar de pie, el contraste de temperatura hizo que se le pusiera la piel de gallina y se le endurecieran los pezones.
Varias mujeres se levantaron y se repartieron la tarea de lavarla. Una que debía ser de las más jóvenes, con una esponja natural, le lavó la parte de arriba. Le enjabonó los sobacos, el cuello, la espalda, el vientre y, dejando la esponja en el agua, las tetas. Más que enjabonarla, la sobaba, le magreaba descarádamente los senos, partiéndose de risa mientras lo hacía.
Una segunda, que parecía mayor que su madre, con las manos, la lavaba de cintura para abajo. Le pidieron que separara las piernas para poder lavarle su “cosa”, con gestos claramente explícitos. Fátima, en aquel entonces, ya lucía una más que frondosa pelambrera púbica que le cubría la totalidad de su vulva. La mujer se la enjabonó profusamente, deslizando sin pudor dos dedos entre los labios de su raja. Fátima estaba confusa ante aquel gesto impúdico. Confusa pero también excitada. Otra mujer le dijo algo al oído y las dos se desternillaron de la risa. La mujer que la enjabonaba, empezó a presionar con sus dedos el clítoris de la joven y a hacer muecas que simulaban placer al ver que Fátima cerraba los ojos y se dejaba llevar por la excitación. Al mismo tiempo, otra a la que no podía ver, le enjabonaba las nalgas, buscando con sus dedos el orificio de su ano. La chica sintió como un dedo se abría paso dentro de su culo. Otras manos anónimas recorrían sus muslos. Otras dos le pellizcaban los pezones. Todo su cuerpo funcionaba como si fuera un solo receptáculo de placer. Todos los sensores estaban activados. Un segundo dedo la penetró analmente. Los dedos que le acariciaban su botón de placer se movían de lado a lado y cada vez con más intensidad... Cerró los ojos y se dejó transportar. Hasta los jardines de Edén.
Y cuando Fátima empezó a aullar su orgasmo, aquel coro de mujeres, de todas las edades, como si ellas también entraran en trance, iniciaron un festivo zaghareet, un jocoso ululeo que se prolongó más de dos minutos.
Poco después, la desataron, la enjuagaron con agua fresca, la hiceron salir del barreño, la arroparon y secaron con grandes telas blancas y le pidieron que las siguiera hasta otra estancia. La mayoría de las mujeres se despidieron de ella. Solamente se quedaron las que Fátima pensó que eran las más veteranas. Entraron en una pequeña habitación en cuyo centro había un camastro y un par de taburetes de madera de olivo. Le tomaron las telas blancas y las posaron sobre la improvisada camilla, una como sábana y la otra, enrollada, como almohada. Hicieron que se estirara, de cara. Fátima se sentía tan a gusto que pensaba que iba a dormirse. El sol empezaba a declinar. Las dos mujeres se inclinaron sobre ella y le besaron el pubis. Acto seguido, desaparecieron.
Ahora es cuando va a aparecer el hombre que va a desvirgarme, pensó en voz alta, sola en aquel lugar. Sin embargo, fueron dos mujeres que le pareció no haber visto antes las que entraron, con una bolsa de esparto. Sin mediar palabra, la untaron de aceite de almendras desde el cuello hasta los tobillos; le dieron la vuelta e hicieron lo mismo, desde la nuca hasta la planta de los pies. Dejándole las manos y los pies libres de aceite. No había ningún erotismo en sus gestos pero sus manos eran suaves y las sensaciones exquisitas para la joven.
A continuación, sacaron de la bolsa los utensilios necesarios, se sentaron en sendos taburetes y, empezando por los pies y luego las manos, le pintaron unos preciosos mehndi, deliciosos motivos artísticos a base de henna. Como tardaron bastant tiempo en realizárselos, tuvo tiempo de intentar hablar con ellas. A la pregunta sobre qué significaban aquellos dibujos, solamente una le contestó, en un español muy aproximativo:
Las mismas mujeres le cepillaron el pelo, le pintaron los ojos y la vistieron con un hijab blanco que le cubría unicamente la cabeza y los hombros. Le dieron unas babuchas para calzarse y así, practicamente desnuda, escoltada por esas dos mujeres, atravesaron el poblado en dirección a la casa de adobe, morada del jefe de la aldea. A su paso, las mujeres repetían sus ululeos, picando sus manos, una contra la otra. Los hombres, daban la espalda a la pequeña comitiva, deseosos de infringir la norma y ver desnuda a aquella maravilla de hembra. Los niños jugaban, indiferentes a todo aquel ritual.
Al llegar a la puerta de la casa, las dos mujeres se eclipsaron. Fátima se giró, pidiendo ayuda con la mirada. Y entonces la vio. Vio a su madre que se acercaba a ella.
-
Llegó el momento, hija – le dijo cogiéndole las manos - ¿Estás preparada?
-
Sí, mamá – afirmó Fátima.
La madre llamó a la puerta. Desde el interior se oyó una voz de hombre que las invitaba a pasar. Entraron y la madre cerró la puerta tras de si. Un hombre mayor, de pelo rizado canoso e imponente barba del mismo color, las esperaba de pie, delante de una cama cubierta de pétalos de rosa roja, Vestía una chilaba blanca, abrochada hasta el cuello. Fátima lo observaba tímidamente. Tenía más de sesenta años, seguro, pensó para si misma. La estancia estaba iluminada por unas cuantas velas distribuidas simétricamente alrededor de la cama.
La madre se avanzó, se arrodilló ante el hombre le cogió la mano y se la besó. Con un gesto de la cabeza instó a su hija a que hiciera lo mismo. Fátima se arrodilló junto a su madre y también le besó su mano.
-
Iness – que así se llamaba la madre -, hoy estás aquí de nuevo, como hace cuarenta años, cuando mi padre, que en el paraíso está – hizo unos extraños movimientos de sus manos -, te tomó.
-
Alá es grande – musitó Iness -. Fui colmada por su gran sabiduría.
-
Grande es Alá. Y hoy le ofreces el fruto de tu vientre. ¿Cómo te llamas, hija mía?
-
Fátima, mi señor.
-
Bonito nombre. Eres de una belleza extraordinaria, Fátima. Alá se siente orgulloso de ti. Ahora, levántate y túmbate en la cama.
El cuerpo de Fátima brillaba tenuamente gracias a la luz ambarina de los cirios y al aceite que la recubría la piel. Parecía como si le hubiesen pintado el cuerpo con pintura dorada.
-
Iness... ¿Tu hija es virgen?
-
Virgen como el día que nació.
-
Tu hija no está menstruando?
-
Mi hija es pura. Mi hija está lista para ser fecundada.
-
Alá es grande. - proclamó satisfecho el imam.
-
Grande es Alá – confirmó la madre.
Fátima se levantó y se estiró en la cama, sobre los rojos pétalos de rosa. Una idea tonta le pasó por la cabeza: ¿Se llamará Alá, el viejo?. Su madre permanecía de rodillas, postrada ante el jefe de la aldea. El hombre terminó de desabotonarse la chilaba y dejó que resbalara hasta sus pies. Fátima solamente podía ver su espalda, sus delgadas piernas y sus nalgas arrugadas. Pero la intención del hombre era otra. Pidió a Iness que se girara. El también lo hizo. Ahora Fátima tenía una visión más clara de aquel anciano. Un torso escuálido, cubierto de vello blanco y un pene muy largo pero flácido. Lo que a Fátima le pareció impresionante era el tamaño de sus testículos, enormes, recubiertos por la arrugada y peluda piel del escroto.
El hombre inició una especie de rezo y al terminarlo pidió algo en árabe a la mujer. Fátima comprendió enseguida el objeto de su demanda. Iness cogió entre sus manos los testículos del hombre, los acarició y a continuación su pene y se lo llevó hasta su boca. El enviado de Alá, cerró los ojos y volvió a rezar. Fátima no se podía ni imaginar a su madre haciendo lo que estaba haciendo. Pero era bien real. Su piadosa madre le estaba haciendo una mamada al viejo y, por lo que se podía ver y oir, al jefe material y espiritual de aquella aldea perdida en el Atlas marroquí, le encantaba. Fátima hubiera jurado por los pelos del profeta que a su madre también le encantaba.
Con sus dos manos apoyadas sobre el hijab negro que cubría la cabeza de Iness, el hombre oraba al tiempo que su verga iba endureciéndose. Fátima se incorporó discrétamente para no perderse los detalles de aquella mística felación. La lengua rosada de su madre lamía con fervor el henchido glande del imam. Sus labios lo besaban, se abrían para engullir aquella sesentona polla mientras que la letanía de palabras árabes se hacían cada vez más siseantes. Fátima sentía hormiguitas de deseo en su bajo vientre y, aunque no osaba tocarse ante aquel hombre, sentía también una humedad creciente en su coñito virginal.
Cuando el hombre consideró que su pene ya estaba listo para culminar su misión, separó la cabeza de la mujer, la ayudó a levantarse y le pidió que se pusiera en la cama como su madre – la abuela de Fátima – había hecho cuando la desvirgaron a ella. Iness así lo hizo. Se sentó en la cama, con las rodillas dobladas y las nalgas apoyadas sobre sus talones y le indicó a su hija cómo debía ponerse, con la cabeza apoyada en su regazo y las piernas bien abiertas. Fátima obedeció a su madre sin dejar de mirar aquel falo, de considerables dimensiones, que se le acercaba amenazante. No tenía miedo. No tenía vergüenza. Sentía algo que con el tiempo iba a identificar como lujurioso deseo.
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Tu fruto está preparado para acoger el miembro de Hamed, servidor de Alá – Fátima conocía por fin el nombre de quien la iba a desflorar -. Tu fruto reluce de ansia. Es como un higo abierto y jugoso, presto a ser mancillado por el poder de Alá.
Las manos de Iness sostenían temblando la cabeza de su hija. Fátima hubiera jurado que llegó a sentir un cierto gimoteo proveniente de su madre. ¿Arrepentimiento? ¿Vergüenza? O simplemente ganas de estar en el lugar de su hija. Nunca lo sabría.
El hombre mostró con gestos cómo quería que la joven se pusiera: debía abrir las piernas, alzándolas y sujetándolas con sus manos por detrás de las rodillas. Hizo que madre e hija se acercaran al máximo al borde de la cama de tal manera que las partes íntimas de la chica quedaron un poco elevadas con respecto a las sábanas y salientes con respecto al borde la cama.
Hamed volvió a sus pregarias incomprensibles mientras que, arrimándose a la raja de la joven y agarrándose la verga, empezó a restregarle la punta por la hendidura. Fátima se estremeció de placer e hizo un gesto de ofrecimiento al imam: levantó aún más sus nalgas.
-
Con este miembro te poseo – dijo de nuevo en español al tiempo que sin más preámbulos la penetraba de una fuerte acometida.
-
¡Alá es grande! - exclamó la madre como si la hubieran penetrado a ella.
-
¡Aaahhh! - masculló Fátima ante el dolor de aquella primera invasión de su espacio más íntimo.
-
Grande es Alá – replicó el anciano.
Le había rasgado el himen desde la primera inserción. Más que dolor, Fátima sintió un ligero escozor en su vagina pero a la que el pene estuvo bien alojado en su interior comenzó a experimentar algo muy cercano al placer. Entreabrió la boca dejando que la punta de la lengua se paseara de un lado a otro de sus labios, como si se los relamiera. Miraba fijamente a los ojos del imam. Ello encendió al hombre que, volviendo al árabe, reanudó su letanía de oraciones o lo que fuera, a la vez que aumentaba la cadencia y la potencia de sus penetraciones.
Tal era la fuerza de aquella cópula, que la cama empezó a chirriar y que los brutales vaivenes se traducían en movimientos pendulares del hombre hacia adelante y de la madre de Fátima hacia atrás, siempre intentando mantener a su hija enganchada a su pene.
Fueron más de cinco minutos de fornicación intensa. Fátima no había sentido nunca nada igual. Ni con su amiguita Anissa, ni con aquellas mujeres dos horas antes, ni sola en su cuarto. Se sentía llena, colmada, extasiada y al borde del colapso de sensaciones orgásmicas.
Fátima pudo sentir en sus entrañas la riada de semen que aquel par de testículos majestuosos habían fabricado para ella. Y al sentirlo, se corrió ella también, gritando para que toda la aldea la oyera:
Fin del capítulo 15
Continuará.